—Quiero que me acompañes tú.
—Si es tu deseo…
Una escolta de doce hombres aguardaba en el patio del palacio a su reina. Giorgios había dispuesto a esos efectivos para acompañar a Zenobia hasta la casa del orfebre, que los cristianos utilizaban como centro de reunión para celebrar sus ceremonias religiosas. El mismo sujetaba las riendas del carro real.
La señora de Palmira apareció en el patio vestida con una sencilla túnica blanca orlada con una cenefa de seda verde; se cubría la cabeza con una capucha y se tapaba el rostro con un velo de gasa, al estilo de la mayoría de las mujeres casadas de Palmira cuando salían de sus casas.
Giorgios se extrañó al verla arreglada de esa manera tan modesta y con el rostro cubierto, cosa que no hacía nunca.
—Iremos a casa del jefe de la comunidad de los cristianos caminando y sin escolta; ordena a estos hombres que regresen al cuartel.
—No puedo hacer eso; Zabdas no permite que corras el menor riesgo.
—Zabdas está bajo mis órdenes, y tú también. —Los ojos de Zenobia transmitían una determinación irresistible.
El ateniense se dirigió al comandante de la escolta y le indicó que se retirara con sus hombres.
—El general Zabdas me matará si lo hago —balbució el comandante con un gesto de temor en su rostro.
—Si te amonesta, di al general que se trata de una orden directa de la reina.
La escolta salió de palacio.
—Y ahora deja también tu espada y vayamos a ver a esos cristianos —asentó Zenobia.
—No puedo ir desarmado, Zenobia.
—De acuerdo, pero ocúltala bajo tu manto.
Mientras caminaban por la gran calle, algunos asombrados palmirenos creyeron reconocer, pese a la capucha y al velo, que era su soberana la dama que acompañaba al general de caballería, pero dudaron al comprobar que no llevaba escolta.
Recorrieron la gran avenida de columnas desde el palacio hasta la esquina de la calle que conducía hasta el templo de Baal-Shamin y contemplaron las estatuas colocadas en las peanas de las columnas; Palmira era la única ciudad que honraba y reconocía de esta manera a sus ciudadanos más ilustres.
Ya en la calle del templo de Baal-Shamin, un dios local al que los mercaderes griegos rendían culto identificándolo con Zeus, pasaron frente a su fachada de cuatro columnas monolíticas, ante la que se abrían dos plazas porticadas con los fustes repletos de esculturas de personajes ilustres de Palmira, todos ellos esculpidos vistiendo con la toga aristocrática. En el frontón destacaba una gran águila dorada, el animal con el que se representaba a esta deidad, con las alas desplegadas, bajo las cuales estaban el sol, la luna y las estrellas; en sus dos garras portaba una espiga de trigo y un rayo.
—Zeus —asentó Giorgios señalando la escultura del águila.
—No. Baal-Shamin, el Señor de los Cielos —lo corrigió Zenobia—. Los mercaderes griegos vienen a este templo porque, como te ha ocurrido a ti, Baal-Shamin les recuerda al padre de sus dioses.
Muy cerca estaba el templo de Nebo, dios palmireno al que los griegos asimilaban con Apolo, adonde en esos momentos se dirigía una pequeña procesión de fieles encabezada por una pareja de jóvenes esposos que reclamaban la protección de esta divinidad para el hijo que estaban esperando.
Casi al final de la calle, junto a la muralla de Odenato y no muy lejos de la puerta norte, estaba la casa del orfebre Mogino.
—Si mis espías no me han informado mal, hoy es el día en que los cristianos celebran su principal ceremonia semanal; es curioso, se trata del dedicado al sol. La llaman «eucaristía», en idioma griego, y en ella se convencen de que comen la carne y beben la sangre de Cristo, su hombre-dios, aunque en realidad se limitan a beber vino y comer pan.
—¿Saben de tu visita? —preguntó Giorgios a su reina.
—No; pretendo darles una sorpresa.
La casa de Mogino era una amplia vivienda de dos plantas organizadas en torno a un patio central. Su dueño poseía un taller artesano famoso porque labraba unas piezas excelentes, especialmente de plata, aunque también trabajaba con oro y bronce. Era descendiente de una familia de orfebres de la ciudad griega de Efeso, en la costa de Anatolia, que se había trasladado a Palmira hacía más de dos siglos, cuando esa ciudad sufrió un terremoto que estuvo a punto de destruirla por completo. Convertidos por san Pablo, todos los miembros de la familia seguían desde entonces ciegamente las enseñanzas del apóstol.
Mogino era el jefe de la más numerosa de las cuatro comunidades cristianas de Palmira, compuesta por una veintena de familias, algo más de cien personas en total. Esta comunidad creía en la Trinidad y consideraba que Cristo era el mismo Dios que se hizo hombre y murió en la cruz para salvar del pecado a toda la humanidad. La segunda en número de seguidores, con unos treinta fieles, seguía los dictados de Pablo de Samosata. Había un par de grupos más que se reunían alrededor de santones que discrepaban de las dos sectas mayoritarias en pequeñas cuestiones rituales y teológicas. Todas ellas estaban enfrentadas y no se soportaban en tanto se acusaban mutuamente de tergiversar el verdadero contenido del Evangelio y de alterar en su conveniencia el auténtico mensaje de Jesucristo, del que cada uno de los cuatro grupos se sentía legítimo intérprete.
—Creo que es esta casa, según me han informado. —Zenobia señaló la puerta de un edificio que tenía dibujada una jarra con dos asas sobre la puerta.
—¿Qué hacemos?
—Llama.
La puerta estaba cerrada y el general dio dos fuertes palmadas sobre la madera. Nadie respondió, de modo que volvió a golpear, ahora con más contundencia todavía.
—¿Quién llama a esta casa? —se oyó preguntar a una voz desde el interior.
Giorgios miró a Zenobia demandando una respuesta.
—La reina —se limitó a musitar Zenobia, para que sólo lo oyera Giorgios, a la vez que le indicaba con la mano que amplificara su respuesta.
—La reina de Palmira —respondió el ateniense con tono rotundo.
Tras unos instantes en silencio, la puerta se abrió apenas un palmo y una asustada cara masculina se asomó al exterior. Los ojos de aquel rostro se abrieron como dos lunas llenas cuando comprobaron que en la calle, frente al portal, aguardaba en pie la reina Zenobia, que se había descubierto la cara y se había retirado la capucha de la cabeza, y a su lado el general griego que dirigía la caballería acorazada palmirena. No había nadie más, ningún soldado armado, ningún criado, sólo algunos paseantes que atravesaban la calzada presurosos en dirección a sus faenas.
—Se… señora… ma… majestad… —El hombre que había abierto la puerta estaba tan asombrado que apenas podía articular palabra.
—¿Eres el dueño de esta casa? —preguntó la reina.
—Sí, sí… Mi nombre es Mogino, soy orfebre.
—Yo soy Zenobia, reina de Tadmor; me acompaña Giorgios de Atenas, general de mi caballería. ¿Podemos pasar?
—Bueno, en estos momentos mi casa no es…, me refiero a que estamos celebrando una fiesta…
El orfebre estaba completamente atorado.
—¿Y no te gustaría que tu reina participara de ella?
—No se trata de una fiesta familiar, sino de una… ceremonia religiosa, mi señora.
Mogino temblaba como si estuviera aterido de frío.
—No estás cometiendo ningún delito; en mi reino están permitidos todos los cultos.
—Claro, claro, pasad, mi señora, general…
Mogino abrió la puerta e inclinó la cabeza ante la reina. Luego se asomó al exterior, volvió a comprobar que los dos visitantes estaban solos y cerró tras él.
En el patio de aquella casa había unas ochenta personas. Uno de los laterales se había abierto incorporando al patio una amplia zona cubierta que en su día debió de ser un almacén o tal vez una cuadra. Allí se había colocado una mesa de altar cubierta con un paño, a modo de lugar presidencial.
Los asistentes a la ceremonia se abigarraban por todo el espacio disponible, orientados hacia el altar. Cuando Mogino les anunció que aquella hermosa mujer era la reina Zenobia, un sentido rumor se extendió por todo el patio.
Una dama de elegante presencia, vestida con una túnica azul y cotí el cabello cubierto por un velo blanco, se acercó hasta ella.
—Mi nombre es Maroua, señora, soy la esposa de Mogino. Sé bienvenida a esta humilde casa, y tú también, general.
—Me ha dicho tu esposo que estáis celebrando una fiesta, ¿podemos participar en ella?
—Somos cristianos, señora. Se trata de la eucaristía; sólo los cristianos podemos…
—No pretendo molestaros.
—Venid, señores; acomodaos aquí. Mi marido estaba a punto de consagrar el pan y el vino.
—Te lo agradecemos.
Maroua acompañó a Zenobia y a Giorgios hasta un banco y les indicó que se sentaran.
—Puedes continuar con la eucaristía —le dijo a su esposo.
Mogino se colocó una estola sobre los hombros y un pañuelo sobre la cabeza y se situó detrás de la mesa del altar, sobre la que había una gran hogaza de pan recién horneado, una jarra de vino y una copa de plata.
Pronunció unas palabras rituales de espaldas a los asistentes, luego se volvió hacia ellos, alzó los brazos y rezó una oración. A continuación tomó la hogaza de pan, la bendijo dibujando en el aire con su brazo la señal de una cruz, y dijo:
—Tomad y comed, éste es el cuerpo de Jesús, nuestro Dios, que se hizo hombre y habitó entre nosotros.
Y la partió en pedacitos que se fueron distribuyendo entre todos los asistentes al ritual.
Después alzó la copa, en la que había vertido el vino de la jarra, lo bendijo y añadió:
—Bebed todos de ella, porque ésta es la sangre de Cristo, la sangre de la alianza que se derramó por todos para el perdón de los pecados.
El sacerdote bebió un sorbito y pasó la copa para que los demás hicieran lo propio.
Fue entonces, mientras Giorgios observaba cómo pasaba aquella copa de mano en mano, cuando reparó en las paredes del patio y del cobertizo. Se percató de que estaban completamente cubiertas con pinturas al fresco en las que se representaban las historias que se relataban en el libro sagrado de los cristianos. En todas las pinturas aparecía la misma figura: un hombre barbudo en la plenitud de la edad, vestido con una hi nica al estilo de Palmira, al que en una de las escenas se le veía caminar sobre las olas del mar, en otra dirigirse a una multitud de fieles, en otra cargar con una cruz y en la que estalla tras el altar aparecía crucificado, con una corona de espinas sobre la cabeza, y un letrero sobre la cruz con una inscripción de cuatro letras en griego: «INRI».
Zenobia había seguido la eucaristía con atención. Al finalizar el ritual, Mogino se persignó y se quitó la estola y el pañuelo, que besó antes de plegarlos cuidadosamente y recogerlos.
—¿Esto es todo? —preguntó Giorgios sorprendido por la sencillez de la ceremonia.
—No lo sé —se limitó a responder Zenobia.
—Hemos acabado la eucaristía, señora. Ahora comeremos todos juntos para festejar el día del Señor. Estáis invitados a nuestro banquete —les dijo Maroua.
—Te lo agradecemos.
—Acompáñame, señora.
Zenobia y Giorgios fueron ubicados en el lugar preferente, junto a Mogino y Maroua. En unos instantes varios hombres prepararon unos tableros y unos bancos y las mujeres sacaron de la cocina fuentes de barro repletas de cordero guisado con salsa de hierbas y hortalizas hervidas, hogazas de pan, bandejas de frutas confitadas y pasteles de harina fritos en aceite de oliva, rellenos de pistachos, dátiles y almendras, y jarras de vino rojo del valle del Orontes.
—Dicen algunos sacerdotes de Bel que pretendéis acabar con los dioses de Palmira. ¿Es eso cierto? —le preguntó Zenobia a Mogino.
El obispo, pues ése era el cargo eclesiástico que ostentaba Mogino, estaba masticando un pedazo de cordero y al escuchar la pregunta de Zenobia casi se atragantó.
—Humm…, señora, nosotros…, pretendemos adorar a Dios en paz.
—Pero no admitís que pueda haber otros cultos.
—Dios es único, señora, no hay otro dios, no existen otros dioses.
—Pero si no estoy mal informada, vosotros creéis en una tríada de divinidades, ¿no es así?
—¡Oh, no! Eso es una calumnia que han inventado herejes como Pablo de Samosata y sus tercos seguidores. Los verdaderos cristianos creemos que Dios es uno y trino a la vez. Un único Dios pero Tres Personas distintas, dotadas de la misma naturaleza divina, porque fue Dios mismo quien se hizo hombre en la persona de Jesús, a quien engendró María, para habitar entre nosotros, en tanto el Espíritu nos acompaña para protegernos del mal y guiarnos en las tinieblas. Ese es el verdadero mensaje cristiano.
—Pues los seguidores de Pablo de Samosata sostienen lo contrario: aseguran que sois vosotros los que habéis inventado un nuevo cristianismo y los que habéis alterado la doctrina del fundador, de ese tal Jesús, al que habéis convertido en un dios cuando sólo fue un hombre.
—Pablo de Samosata es un adefesio —afirmó Mogino.
—¿«Adefesio»? ¿Qué significa esa palabra? —demandó Zenobia.
—Es una expresión que utilizamos para calificar a los que no dicen sino disparates y despropósitos. Este término proviene de la carta que el apóstol Pablo de Tarso dirigió a los efesios, los habitantes de la ciudad de Efeso,
ad efliesios
en latín, en la que les exhortaba a desterrar la mentira y a comportarse como sabios y no como necios.
»La Iglesia de Cristo, mi señora, es la integrada por sus líeles y a ellos nos debemos los que hemos sido designados como obispos para regirla. Pablo de Samosata actuó en beneficio de sus intereses particulares y en contra de la fe verdadera, y por ello fue condenado como hereje y apartado de su ministerio como patriarca de Antioquía.
—¿Sabes que Pablo es uno de mis consejeros y procurador ducenviro de Antioquía?
—Sí, mi señora, claro que lo sé, pero esa circunstancia no me impedirá que manifieste la verdad.
—Aunque te cueste la prisión por hablar así de un consejero real.
—El apóstol Pablo nos enseña en sus epístolas que la verdad nos hace libres; prefiero morir con la verdad en mi boca y en gracia de Dios a vivir hundido en la mentira y en la falsedad al margen de la verdadera Iglesia.
—Algunos cristianos han sido condenados a muerte por sus aseveraciones.
—Sí, sabemos que en Roma, en Cartago, en Alejandría y en otras ciudades de África, Hispania, la Galia e Italia han sido ejecutados, a veces tras crueles tormentos, algunos hermanos cristianos; los tribunales romanos los han condenado como delincuentes, pero nosotros los consideramos mártires porque su sangre es la fértil semilla que hará brotar legiones de nuevos creyentes que engrosarán las filas de nuestra Iglesia. Por cada uno de nuestros mártires que muere en las arenas de un anfiteatro o de un circo, son decenas los nuevos cristianos que se incorporan a nuestras comunidades.