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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (46 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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La señora de las palmeras lucía una camisola de seda roja, una faldilla corta, al estilo romano, de tiras de cuero con remaches de bronce bruñido semejando cabezas de león, que mostraba al aire sus rodillas y la mitad de sus muslos, unas sandalias con cintas atadas a las pantorrillas, con espinilleras de plata, y una capa de seda púrpura con hojas de palmera bordadas en hilo de oro. Sobre la cabeza portaba su casco de plata coronado con las dos plumas escarlatas. Mostraba sobre el pecho una esclavina de seda amarilla engarzada con decenas de esmeraldas.

En cuanto la reconocieron, los soldados comenzaron a aclamarla.

Cuando llegó ante el griego, Giorgios saltó de su caballo, le entregó las riendas a Kitot, a quien Zenobia había encargado que lo protegiera en el camino de vuelta a casa, se acercó hasta el carro y, ante su soberana y amante, hincó la rodilla en tierra.

—Mi señora, hemos cumplido tus órdenes. Todas las tierras entre el Nilo y el Éufrates son tuyas y todos sus gobernadores te rinden pleitesía.

—Levántate, Giorgios, mi buen general, y sube a este carro; quiero que entres conmigo en Tadmor.

El ateniense se encaramó de un salto a la plataforma del carro y tomó las riendas; Zenobia hizo ademán de cogerlas pero Giorgios las mantuvo con firmeza entre sus manos. Ella cedió y se sujetó al carro a la vez que el ateniense arreaba a los caballos en dirección a Palmira.

Palmira, principios de 270;

1023 de la fundación de Roma

Yarai estaba bellísima. La esclava de Zenobia jugueteaba con Vabalato en los jardines del palacio. Se cumplía una semana desde el comienzo del año nuevo romano y hacía fresco en Palmira. La joven vestía una larga túnica de grueso algodón blanco, ceñida con un cordel de trenza y perseguía entre las columnas al pequeño soberano de Oriente. Fue entonces cuando Kitot se fijó en ella. Hasta entonces habían compartido el servicio de palacio, pero el gigante armenio no se había percatado de la belleza de la muchacha. Su sensualidad masculina había explotado como un volcán en los burdeles de Alejandría. Durante su etapa como gladiador, el armenio apenas había disfrutado de la compañía de mujeres. Sólo de vez en cuando el dueño de la palestra le ofrecía acostarse con prostitutas, pero Kitot se limitaba a descargar su virilidad retenida, sin más interés que dejar fluir su semen acumulado.

El propietario de su cuadra de gladiadores solía decir que la fornicación despistaba la atención de los luchadores y debilitaba sus músculos y que, en cierto modo, un luchador debía comportarse como un filósofo: cuanto menos sexo, mejor.

Kitot sabía bien que su vida como gladiador dependía de su fuerza, su destreza y su preparación, de modo que no convenía perder energías ni tiempo ni concentración galanteando con las mujeres, pues hasta la última gota de vigor era necesaria para vencer en la arena del anfiteatro a los más avezados contrincantes. La vida o la muerte dependían a veces de la fracción de un instante, de la rapidez de ejecución de un golpe o de una finta y de la atención máxima en el preciso momento de esquivar el ataque del oponente.

En los burdeles de Alejandría había disfrutado del sexo como jamás hubiera sospechado que fuera posible. Yacer con una mujer y sentir su piel delicada y suave sobre la suya, cruzada de cicatrices de heridas abiertas en decenas de combates, le había descubierto una extraordinaria manera de disfrute.

Yarai, agotada de perseguir a Vabalato, acabó por sentarse bajo el porche; a pesar del frescor de la mañana invernal sentía calor por el ejercicio realizado y se alzó la túnica hasta dejar al descubierto la mitad de sus muslos. Kitot la contempló y sintió un hormigueo en su entrepierna y cómo su enorme miembro viril comenzaba a aumentar hasta completar la erección. El gigante estaba apoyado en una columna al otro lado del jardín y Yarai se percató de que los ojos del armenio la observaban con más interés del que habían acostumbrado hasta entonces. Y le gustó.

La muchacha echó su cabeza hacia atrás y dejó que su cabello colgara en el aire, bamboleándose como las ramas de una palmera batidas por el viento; luego, fue tirando despacio de su túnica hacia arriba hasta dejar sus muslos completamente al aire. El miembro de Kitot alcanzó su plenitud cuando las piernas de Yarai comenzaron a abrirse y dejaron entrever su sexo, cubierto por un negro y rizado triángulo.

Kitot se acercó bordeando el pórtico y se colocó a unos pocos pasos de la muchacha, mientras Vabalato, cansado de tanto corretear, se había sentado en un rincón del jardín y jugaba con unas figurillas de barro.

Yarai se percibió entonces del enorme falo que palpitaba debajo del pantalón de Kitot, al estilo del que se usaba en las Irías montañas de Armenia, y de que los ojos del hombre seguían clavados en el delicioso triángulo oscuro de la joven. La muchacha se incorporó y le hizo al armenio una leve indicación para que la siguiera.

Se dirigieron a una estancia anexa al jardín, protegida de miradas indiscretas por una celosía de piedra, en la que había un lecho cubierto de suaves almohadas. Yarai se colocó de rodillas sobre el lecho, de espaldas a Kitot, levantó su túnica hasta colocarla a la altura de su cintura y abrió sus piernas dejando su trasero desnudo a la vista del gigante. Giró la cabeza hacia atrás y le indicó con un gesto el camino.

El gladiador, ardiente como las arenas del desierto en pleno mediodía estival, se colocó tras Yarai, se bajó el pantalón y liberó su enorme falo; la muchacha alargó una mano, lo tomó, sintió su dureza y su tamaño extraordinario y suspiró. Tras acariciarlo varias veces lo condujo hasta su hendidura rosada, en el vértice inferior del triángulo oscuro, y susurró:

—Despacio, despacio…

Kitot la sujetó por las caderas y empujó con suavidad. Poco a poco la punta de su pene penetró en el interior de Yarai, que gemía a la vez que se balanceaba hacia adelante y hacia atrás.

—Despacio, despacio —insistió la joven—; soy virgen.

No supo cómo, pero Kitot logró contener su ímpetu y la fue penetrando muy lentamente, según el ritmo que le requería Yarai, cuyos gemidos constituían una extraña mezcla de placer y de dolor.

Cuando la mitad del pene del armenio estuvo dentro, unas gotitas de sangre cayeron sobre el lecho y un gemido de reprimido dolor surgió de la garganta de la muchacha. Entonces Kitot la aferró con mayor fuerza y empujó hasta introducir todo su miembro en la vagina de Yarai, que enterró su rostro entre las almohadas y tensó los músculos de sus muslos; entró y salió de la muchacha cada vez con mayor facilidad hasta que se derramó dentro de ella.

El armenio salió de Yarai, se subió los pantalones y acarició la espalda de la joven, que se había arrebujado como un ovillo sobre sí misma.

—¿Te duele? —le preguntó.

—Un poco. ¿Todos los hombres la tienen tan grande?

—Creo que no.

—¡Uf!, no sé si voy a poder caminar en varios días.

—Descansa; yo voy a vigilar a Vabalato.

El niño seguía jugando en el jardín, ajeno a que casi un tercio del mundo conocido lo consideraba su soberano.

En las primeras semanas del nuevo año fueron llegando a Palmira embajadores de todas las naciones de su entorno solicitando una entrevista con la reina de la ciudad de las palmeras y soberana de Egipto.

En varias ciudades de Siria, sus gobernadores habían ordenado esculpir en piedra en las plazas de los mercados que Septimia Zenobia Augusta era su soberana. Algunas incluso habían encargado a escultores griegos la talla en mármol de una diosa cuyo rostro era el de la reina. En la propia Palmira los magistrados le dedicaron una estatua en la que se mostraba como la encarnación de la diosa Palas Atenea, equiparada a la diosa Allât de los árabes.

Persas y romanos de la región de Mesopotamia, procedentes de las ciudades de Nisibis y de Carras, conquistadas por Odenato, reiteraron su obediencia a Palmira; todas las grandes ciudades de Siria acataron su dominio; Egipto ratificó que su legítima soberana era Zenobia y se levantaron estatuas y altares en su honor y regiones enteras de Anatolia y Asia Menor le enviaron presentes y se pusieron a las órdenes de la nueva dinastía reinante en Oriente; incluso de las antiguas, ricas y cultas ciudades griegas de las costas de Asia Menor, como Pérgamo, Halicarnaso y Efeso, llegaron mensajes en los que se reconocía a Zenobia como soberana de todo Oriente aunque no manifestaban con rotundidad que acataran su dominio.

La mayor parte de los concejos urbanos de esas ricas ciudades, dominados por castas de la aristocracia mercantil y por terratenientes, ya no consideraban a Roma como la garantía de su seguridad, pues en los últimos años habían visto a godos, vándalos y otros pueblos bárbaros recorrer impunemente sus caminos, navegar sin oposición por el Egeo y saquear sus cosechas, sus almacenes y sus mercados; para ellos, el imperio dePalmira se había convertido en la esperanza que haría posible que prosperaran sus negocios, que granaran sus cosechas y que florecieran sus industrias de nuevo.

Si Roma los había abandonado a su suerte, era justo buscar en Palmira al nuevo protector de sus intereses. Además, la figura de Zenobia fascinaba a cuantos oían hablar de ella. La biografía que había escrito Longino para justificar sus derechos al trono de Egipto, de África y de todo Oriente se había difundido por todas partes y se leía en foros, ágoras y teatros, a veces escenificando con actores algunos de los pasajes más destacados.

Las cosas no se veían igual desde Roma. Claudio II el Gótico estaba logrando al fin notables éxitos en las campañas militares en el Danubio. La intención del emperador pasaba por asegurar primero las fronteras en esa región del norte del Imperio para acudir después a sofocar las rebeliones en la Galia y en Oriente.

Los senadores romanos consideraron oficialmente que Zenobia se había extralimitado, que había obrado en contra del pueblo de Roma y que debía devolver las insignias imperiales romanas que en su día le fueron enviadas a Odenato, pero la indignación del Senado se exacerbó cuando sus miembros se enteraron de que Zenobia no sólo se había proclamado reina de Palmira y de Egipto sino que además había ordenado que se acuñaran en Antioquía, Alejandría y otras ciudades monedas con la efigie y el nombre de su hijo Vabalato como soberano y emperador de Oriente. En esas nuevas monedas el niño de seis años aparecía peinado al estilo de los persas, investido con el manto imperial y coronado con la diadema de laurel exclusiva de los emperadores. En torno a la efigie de Vabalato hizo colocar la leyenda «Caesar Augusto», dejando claro que su hijo era el verdadero y legítimo emperador de Oriente, en igualdad de rango y poder con el de Roma.

Claudio II habría levantado de inmediato los campamentos en el Danubio y corrido hasta Palmira para dar un escarmiento a esa altiva mujer que se pavoneaba de ser la heredera de Cleopatra y la dueña de Oriente, pero las legiones que seguían fieles a su legitimidad como emperador y al Senado eran absolutamente imprescindibles en el
limes
danubiano para mantener al otro lado del río a los bárbaros, que parecían dispuestos a volver a penetrar en territorio imperial en cuanto les fuera posible.

—Roma no reacciona, mi señora —comentó Longino durante una sesión del Consejo Real de Palmira—. Creo que es hora de enviar una embajada ante su emperador, ante su Senado, ante ambos, para plantear la nueva situación.

—¿Y qué propones que aleguemos? —preguntó Zenobia.

—Que admitan y reconozcan tu dominio sobre todo Oriente.

—¿Dos imperios? Los romanos jamás lo aceptarán —asentó Giorgios.

—Tal vez dos imperios diferentes no, pero quizá estén de acuerdo en que se proclamen dos emperadores del mismo tango, uno para cada mitad. Hasta ahora han admitido un augusto y un césar, que no dejan de ser dos emperadores aunque de distinto rango. Podemos mantener la ficción de que el Estado romano es sólo uno, aunque dividido en dos partes y que cada una de ellas la administra un soberano: tú en Oriente y Claudio en Occidente.

—No se trata de la forma, Longino, sino del derecho —intervino Zenobia—. Los romanos son fieles admiradores de su derecho y estiman que sus leyes son las mejores jamás dictadas por legislador alguno. Y ese derecho choca con nuestras pretensiones.

El filósofo estiró la mandíbula y se acarició la barbilla.

—Es cierto que tienen a gala respetar su derecho y aplicarlo pese a quien pese, pero ahora no están en condiciones de imponerlo. Creo que si negociamos bien, podemos llegar a un acuerdo que impida la guerra entre Palmira y Roma.

—Estamos preparados para luchar —terció Zabdas.

—Pero no lo estamos para la derrota —sentenció Longino.

—Esa palabra no existe en nuestros planes.

—Pero puede llegar. Palmira dispone de tres, tal vez cuatro legiones para controlar todo Oriente; en cuanto se estabilice la frontera del Danubio, lo que según sabemos por nuestros agentes ocurrirá en breve, Claudio II podría lanzar contra nosotros entre seis y ocho legiones, alguna más si logra asegurar la Calia o al menos evitar nuevos pronunciamientos de generales rebeldes en esa provincia.

—Sapor desplegó al norte de Ctesifonte el equivalente a seis o siete legiones al menos, y lo derrotamos.

—Escucha, general: eres un hombre valeroso y un gran estratega, pero aunque consiguiéramos derrotar a varias de esas legiones, al poco tiempo volverían con otras, y otras más si fuera preciso. Recuerda lo ocurrido en las guerras contra Cartago. El gran Aníbal venció a Roma una y otra vez; arrasó una legión tras otra en las batallas de Tesina, Trebia, Trasimeno y Cannas; es probable que sus soldados púnicos y sus guerreros mercenarios liquidaran a siete u ocho legiones completas en aquellos combates, pero ni aun así fueron capaces de doblegar a los romanos. Estos han nacido para la guerra, viven para la guerra y no les importa morir en la guerra si con ello logran alcanzar algún beneficio para Roma.

—Y si piensas así, ¿por qué crees que aceptarán una paz que conculcaría sus principios?

—Porque son realistas y en estos momentos no tienen otro remedio. Además, su espíritu ya no es el mismo que el de la época en la que se enfrentaron a Aníbal, y ya no está al mando de su ejército un general de la valía de Escipión.

—Enviaremos ante el emperador Claudio una embajada con una propuesta concreta de paz —terció al fin Zenobia tras escuchar el debate—. Le propondremos que acepte a Vabalato como augusto en Oriente y que gobierne, yo lo haré en su nombre hasta que cumpla la mayoría de edad a los veintiún años, sobre Egipto, Grecia, Anatolia, Siria y Mesopotamia, y en todas las tierras que se puedan incorporar al este, al sur y al norte de esos territorios.

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