La reina besó a Vabalato y entregó al niño a Yarai, a la que escoltaban unos emasculados que conducían otro carro, para que regresara con ellos a palacio; tomó las bridas del carro real, tirado por dos caballos negros, y los arreó. Recorrió el frente del ejército saludando con el brazo en alto a los quince mil soldados que la aclamaban aullando como lobos y golpeando con sus lanzas contra los escudos pintados en color rojo, verde y amarillo. La soberana portaba una coraza dorada sobre la túnica de seda púrpura, pero dejaba al descubierto su brazo derecho, en el que lucía un brazalete de oro en forma de caracol. Protegía su cabeza con svi famoso casco de plata con dos plumas escarlatas de halcón.
Cuando llegó a la altura de la última de las filas alzó el estandarte rojo de Palmira que portaba en el carro y lo agitó señalando hacia el oeste. Entonces Zabdas dio la orden de hacer sonar las trompetas que indicaban que el ejército palmireno se ponía en marcha. Mil millas al suroeste los esperaba Egipto.
Durante seis días avanzaron en varias columnas hacia el oeste por el camino de Damasco al son de los tambores que marcaban el ritmo de la marcha; atravesaron el desierto sirio hasta que alcanzaron las fértiles tierras de las estribaciones orientales de las montañas del Líbano, regadas por canales construidos durante siglos por los campesinos de la región, que habían convertido una tierra pedregosa y reseca en un rosario de oasis feracísimos.
Zenobia lo hizo llevando ella misma las riendas de su carro de combate. Podía haber realizado el viaje de doscientas millas en una carreta más segura y cómoda, pero ella iba en la expedición como un guerrero más y quería que sus hombres la vieran así.
Acamparon en las afueras de Damasco, a la vista de la mole del monte Casium, a cuyo pie se extendía la ciudad en la que predicara el evangelio cristiano por primera vez el apóstol Pablo de Tarso.
En el interior de la ciudad amurallada, algo desplazado hacia el noroeste del recinto, se alzaba el que antaño fuera gran templo de Bel, similar al de Palmira, en cuyo altar principal se erguía ahora una colosal estatua que los romanos habían erigido en honor a Júpiter, a quien hacía muchos años que se había consagrado el antiguo santuario damasceno.
Giorgios se dirigió a la puerta al frente de un destacamento de soldados. El gobernador de la ciudad la abrió y, como ya estaba acordado, ofreció su fidelidad a Zenobia y acató la autoridad de Palmira.
—Diez mil soldados están listos; son veteranos sirios de la III Gálica, con sede aquí en Damasco, de la VI Ferrata, con guarniciones en Palestina, de la X Fretenata, la que custodia Jerusalén, y de la III Pártica de Edesa; aguardan unirse al resto del ejército en varios campamentos que hemos habilitado a orillas del río Jordán. Otros cinco mil más esperan en los puertos de Tiro y Sidón, donde están fondeadas las embarcaciones que transportarán las tropas hasta Egipto —le informó.
—La reina Zenobia está contenta con vuestra aportación; te envía sus saludos desde el campamento.
—¿Ha venido hasta aquí? ¿Está con el ejército? —se sorprendió el gobernador.
—No es la primera vez que lo hace; y en esta ocasión con mucho mayor motivo, pues Egipto la reclama como soberana legítima. Y en lo que a esos soldados respecta, creo que la provincia de Siria podría haber contribuido con el doble de efectivos. Sólo Palmira ha convocado a quince mil; Damasco, Edesa, Emesa, Apamea y las ciudades de la costa deberíais haber aportado el doble de esa cantidad —reclamó Giorgios.
—Palmira es rica, general, pero las ciudades de Siria han perdido población. Algunos artesanos las han abandonado y se han instalado en aldeas y villas en el campo. Los precios son demasiado caros y hay muchos que prefieren vivir al servicio de un señor en una hacienda rural y así garantizarse al menos la comida y un lecho donde dormir a cubierto.
»Hace tiempo que apenas se construyen templos, anfiteatros u otros grandes edificios públicos. Canteros, albañiles, carpinteros y herreros han perdido su trabajo y han emigrado al campo para convertirse en campesinos sometidos al dominio de un terrateniente que les proporcione seguridad y un pedazo de pan. De hombres libres que eran se han convertido en criados, casi esclavos. Conozco a algunos que incluso se han vendido para que sus hijos pudieran comer con lo que les pagaron por su esclavitud.
—Pues entre esos hombres desesperados deberíais haber reclutado a los nuevos soldados; suelen ser los mejores.
—Pero no saben luchar. Hubieran sido carne de matadero en el primer envite. Y además, muchos de ellos han adoptado la religión de los cristianos y se niegan a participar en cualquier guerra. Prefieren morir que luchar; dicen que así imitan el ejemplo del fundador de su secta y que con ello alcanzarán directamente su paraíso prometido.
Giorgios aceptó las explicaciones del gobernador y regresó al campamento para informar a Zenobia.
A lo largo de varios días, el ejército palmireno embarcó en los puertos de Tiro y Sidón en un centenar y medio de barcos decomisados por los gobernadores de esta región en nombre de la reina Zenobia, a la que mostraron su obediencia los magistrados de cuantas ciudades sirias fueron atravesando hasta llegar a la costa.
Zabdas encabezaba la flota al mando de una trirreme de guerra, un formidable navío de cincuenta pasos de largo y ocho de ancho, con veintidós filas triples de remos. En el centro de la flota iba Zenobia, en la mayor de las naves, la única quintirreme, un gigantesco navío de ciento ochenta pies de longitud; con ella viajaba el mercader Antioco Aquiles, siempre con Aquileo. Y la cerraba Giorgios, al mando de la retaguardia. El tiempo era apacible y soplaba una agradable brisa del este que facilitaba la navegación. El destino era Alejandría, la ciudad de Cleopatra.
Alejandría, principios de verano de 269;
1022 de la fundación de Roma
Desde varias millas mar adentro atisbaron al anochecer el fuego que lucía en lo alto del Faro. Todos los marineros que navegaban por las aguas del Mediterráneo oriental reconocían aquella inconfundible luz. El Faro de Alejandría se alzaba por encima de cualquier otro edificio jamás construido por el hombre, a excepción de las pirámides mayores levantadas por los faraones en la meseta de Giza. El fuego, alimentado con betún y nafta, ardía a una altura de doscientos cuarenta pies y era visible desde muchas millas mar adentro. Su luz guiaba a cuantos barcos navegaban por las costas del delta del Nilo.
La flota de Palmira se aproximó a un par de millas de tierra y se colocó al pairo durante la noche. Al alba, Giorgios montó en una barca y se dirigió hacia la quintirreme en la que viajaba Zenobia, a la que también acudió Zabdas. Los dos generales se entrevistaron sobre el castillo de popa con su reina y con Antioco Aquiles, con las luces del amanecer dorando a lo lejos los tejados de Alejandría.
—Ahí está Egipto, mi señora. Si todo marcha conforme a lo pactado y Anofles y Firmo han sabido manejar bien el soborno, los magistrados de Alejandría te entregarán la ciudad y la pondrán bajo tus órdenes. Por todo Egipto se ha difundido la noticia de que Cleopatra VII, encarnada en Zenobia, ha regresado del más allá para ponerse de nuevo al frente de Egipto y liberarlo del dominio de los romanos —dijo Giorgios.
Zabdas se atusó la barba y miró al frente.
—¿Estás seguro de que no se trata de una trampa? ¿Tienes la certeza de que los egipcios nos acogerán de buen grado?
—No todos, pero contamos con el apoyo de los sacerdotes de los templos de Isis y de Serapis, los más influyentes. Y nos favorece el malestar de la población a causa del domino romano y de la carestía de los precios. En todas las ciudades importantes se han creado grupos de apoyo a Zenobia de Egipto; nos ayudarán a controlar a las guarniciones romanas que se resistan.
—¿Y en caso de que haya que plantear batalla?
—Saldremos victoriosos. En estos momentos sólo hay una legión romana, la II Trajana, desplegada en Egipto; no más de cinco mil soldados dispersos por varias guarniciones, que cuentan con algunas tropas auxiliares egipcias que se pondrán de nuestro lado. Según mis informes, en Alejandría hay destacadas dos cohortes legionarias, poco más de mil hombres, y otras dos en Tebas; el resto de legionarios está desperdigado en pequeños destacamentos por otras ciudades, muy poco rival para nuestras tres legiones, además de otra, al menos, que podremos reclutar con los egipcios dispuestos a combatir por su nueva reina.
—¿Y si reciben ayuda desde otras provincias?
—Con los problemas que en estos momentos tiene Roma, el emperador Claudio sólo podría enviar algunas tropas de las destacadas en el Mar Negro y el Egeo, pero allí están combatiendo contra los bárbaros que inundan sus orillas y que amenazan con caer de nuevo sobre Bizancio y Grecia. En cualquier caso, disponemos de navíos suficientes como para rechazar un ataque de la flota romana de Oriente. Y no parece probable una ayuda desde la provincia de África. La III Augusta está acantonada en Cartago y Timgad; aunque se pusiera en marcha ahora mismo, tardaría más de dos meses en llegar hasta Egipto. Pero ni siquiera podrían desplazar a todos sus efectivos, pues las tribus bereberes del desierto incordian a menudo, de modo que tienen que permanecer muy atentos a sus algaradas y mantener casi todos sus efectivos en la defensa del
limes
del desierto.
—¿No hay ninguna nave de guerra romana protegiendo el puerto de Alejandría? —preguntó Zenobia.
—Las había, pero Teodoro Anofles y Timagenes se han ocupado de ellas. Han sobornado a unos piratas de Licia y Pamfilia para que se dejen ver por la costa de Cirene, al oeste de Egipto. El gobernador Probo ha salido en su persecución con todas sus naves y ha dejado a Alejandría desguarnecida de defensa naval.
—Y por lo que respecta a esos alejandrinos, ¿se entregarán sin más?
—Eso fue lo acordado. Hemos pactado que no se tratará de una rendición a un ejército extranjero, sino de la devolución a Egipto de su soberanía encarnada en Zenobia. Nuestros aliados egipcios saben que estamos aquí. Esta noche emitirán unas señales convenidas desde lo alto del Faro. Eso querrá decir que todo va bien, que han desarmado a las dos cohortes de legionarios, que han tomado el control de la ciudad y que podremos desembarcar en el puerto. Pero, aun con todo ello, tomaremos precauciones. Si te parece, mi señora, yo me adelantaré con dos barcos y un centenar de hombres para evitar sorpresas. Si todo se desarrolla conforme a lo planeado y no existe peligro alguno, haré una señal desde lo alto del Faro para que el resto de la flota tome tierra.
—De acuerdo. Desembarca en esa ciudad y sigue el plan establecido. Y que los dioses de Egipto nos sean propicios.
—Yo iré contigo, Giorgios, si me lo permites, señora —añadió Antioco Aquiles.
—Claro, pero ten cuidado.
El ateniense cogió la mano de la reina y la besó tras clavar la rodilla derecha sobre los tablones de la cubierta de la nave. Al hacerlo sintió en su estómago ese especial cosquilleo que le sobrevenía cada vez que rozaba la piel de aquella mujer a la que una sola vez había amado.
Aquella noche, desde la plataforma situada a la mitad de la altura del Faro, dos linternas emitieron las señales convenidas hacia la flota de Palmira, que se repitieron media docena de veces. Desde la trirreme de Giorgios, colocada ahora en la vanguardia, se respondió a las señales con signos de aprobación emitidos desde un farol.
Al amanecer, dos embarcaciones palmirenas se acercaron hacia el puerto oriental de Alejandría y enfilaron la bocana. Una barca indicaba mediante unas banderolas el lugar del muelle al que debían dirigirse, al lado de donde el malecón de siete estadios tocaba tierra firme, cerca de la Biblioteca.
La nave de Giorgios lanzó las amarras para que varios operarios las ataran en unas enormes argollas de hierro engastadas en la argamasa del pantalán. Allí aguardaba una comitiva de recepción presidida por Teodoro Anofles y por Firmo; a su lado, con la cabeza cubierta con una capucha de fieltro, estaba Timagenes, el centurión egipcio.
—Bienvenidos de nuevo a Alejandría.
El sacerdote del Serapeion besó en las mejillas al comerciante, que correspondió al gesto amistoso del egipcio, y cruzó su mano con la del general.
—Gracias, Anofles. La reina te envía sus saludos y su amistad.
—Y Egipto reconoce a su legítima soberana Septimia Severa Zenobia, la heredera de Cleopatra.
—¿Ha habido resistencia por parte de la guarnición romana? —quiso saber Giorgios.
—Algunos legionarios se negaron a entregar sus armas, pero fueron neutralizados de inmediato por Timagenes y sus hombres. Unos pocos lograron escapar en dos barcas de pescadores; aunque no habrán llegado demasiado lejos —intervino Firmo.
—¿Dónde están los demás?
—En el fondo del Mediterráneo; tuvimos que ejecutarlos. Yo mismo di muerte a su comandante, un tipo llamado Probato, un imbécil que decidió mantenerse leal a Roma hasta el fin —terció Timagenes.
—Eso no le gustará a la reina.
—No pude evitarlo —se limitó a comentar el centurión.
—Nuestros hombres estaban deseosos de vengarse de esos romanos, que se comportaban con una altanería insultante para los alejandrinos. Pero ya no tiene remedio. Acompañadme, quiero que veáis con vuestros propios ojos que todo está conforme acordamos —terció Anofles.
El sacerdote de Serapis, Giorgios, Antioco Aquiles, Firmo y los soldados de la escolta encabezados por Timagenes recorrieron las calles de Alejandría, que parecían en calma. Los mercados estaban surtidos de productos y la gente se movía por la ciudad con absoluta normalidad.
No había rastro alguno de los legionarios romanos y las puertas y los bastiones defensivos de la ciudad estaban ocupados por soldados egipcios afectos a los sacerdotes de Serapis e Isis y por los hombres de Timagenes, algunos de ellos equipados con armamento romano.
—¿Sabes algo de Tebas?
—Su población está con nosotros. Esta misma mañana hemos enviado mensajeros para que anuncien vuestra llegada y hagan correr la noticia de que la sangre de Cleopatra vuelve a reinar en Egipto.
—Bien. En los próximos días desembarcará el resto del ejército. Egipto dejará de ser una provincia de Roma y tendrá su propia reina.
Los legionarios romanos que lograron huir de la masacre en Alejandría en las dos barcas de pescadores consiguieron alcanzar las costas de Creta. Allí embarcaron en una nave que los llevó hasta Atenas.