—En otro tiempo, estas instalaciones estuvieron repletas de estudiantes y de profesores de medio mundo, y en ellas se celebraban actividades de día y de noche. Nunca se cerraban las puertas de este centro; pero ahora el número de eruditos y alumnos aquí congregados ha disminuido y algunos espacios apenas se utilizan. El zoológico es una sombra de lo que fue, pues no disponemos de fondos suficientes para mantener a todos los animales; hemos tenido que renunciar a los más peligrosos como cocodrilos, leones, tigres, hienas y leopardos —comentó el director.
—Impone mucho entrar en un templo de la sabiduría como éste —comentó Antioco.
—Si guardáis silencio y prestáis atención, podréis escuchar en vuestra imaginación los ecos de los susurros de los grandes sabios que por aquí han pasado. Oiréis la voz de Arquímedes, el genio de Siracusa, que demostró los más relevantes teoremas; la de Euclides, el padre de la geometría, que desentrañó las leyes matemáticas de las figuras planas; la de Hiparco, que sistematizó la trigonometría y aseguró que las estrellas tienen vida propia, pues nacen, se desplazan por el firmamento y acaban muriendo; la de Aristarco de Sainos, quien demostró que el Sol es el centro del universo y que todos los planetas, incluida la Tierra y las estrellas fijas giran en torno a él; la de Eratóstenes, que compuso el mapa más preciso del mundo conocido, demostró la esfericidad de la Tierra y calculó su diámetro; la de Herófilo, el médico que dedujo que el centro de la inteligencia está en el cerebro y no en el corazón; la de Apolonio de Pérgamo, cuyos postulados matemáticos todavía rigen el sistema de cálculo; la de Herón de Alejandría, que inventó mecanismos y engranajes prodigiosos, fabricó autómatas que se movían por ellos mismos y creó aparatos que funcionaban con la fuerza del vapor; aquí estudiaron el geógrafo Ptolomeo y el médico Galeno, y aquí escribieron todos estos sabios algunas de sus más notorias obras; y en este lugar nació la ciencia de la alquimia, que sirve para conocer la composición de la materia.
Giorgios, pese a sus años de estudio, no se consideraba un erudito, pero su alma vibró de emoción cuando el director comentó que por aquellos pasillos habían caminado tan eminentes sabios, algunos de cuyos libros había leído mientras fue estudiante en Atenas.
—¿Y la Biblioteca?
—La joya del Museo. Se trata de la mejor dotada y es la mayor del mundo. Desde su fundación, hace ahora seiscientos años, se ha abastecido con libros llegados de todas partes del orbe conocido. En realidad ésta es la segunda Biblioteca. La primera ardió hace ya más de trescientos años. Con ella desaparecieron muchos libros únicos, pero Alejandría no se resignó a perder su más preciado tesoro, se puso manos a la obra y construyó una nueva y más grandiosa; aquí está.
El edificio de la Biblioteca apareció frente a ellos.
—Imponente —comentó Giorgios a la vista de la monumental fachada rematada por un frontón con esculturas de dioses y sabios sobre un pórtico de seis enormes columnas talladas cada una de ellas en una sola pieza de granito rosa.
—La llamamos «la Hija», pues aquella primera que se perdió bajo las llamas era «la Madre». Dispone de diez salas de trabajo, cada una de ellas destinada a libros de las diferentes disciplinas del saber, en las que ahora trabajamos más de cien personas. Tenemos unas obras escritas en rollos de papiro, que llamamos volúmenes, y otras en hojas de pergamino, cortadas y encuadernadas en páginas, los tomos.
—¿Cuántos libros se custodian aquí? —preguntó Giorgios.
—Casi trescientos mil, aunque en épocas pasadas se almacenaron todavía más. El primer director fue Calimaco, del que se dice que clasificó medio millón de ejemplares organizándolos por temas y por autores.
»Durante siglos, han llegado a Alejandría obras de todos los rincones del mundo y aquí se han traducido al griego y copiado en volúmenes o en tomos. Conservamos copia de un ejemplar de la primera historia del mundo, escrita por un sacerdote de Babilonia llamado Beroso, quien concluyó que transcurrió casi medio millón de años entre la creación del mundo y el diluvio que lo destruyó, según se cuenta en los viejos textos babilonios y judíos, y de la crónica de Manetón, que aclaró la historia de Egipto al clasificar a los faraones por dinastías.
—Dices que ha habido incendios…
—Sí, varios, y algunos fueron devastadores. El peor fue el que destruyó a la Madre. Ocurrió tras una batalla frente a la costa de Alejandría en la guerra civil que Julio César libró contra Marco Antonio y Cleopatra. Las flotas egipcia y romana se enfrentaron en las aguas del puerto y se cruzaron proyectiles incendiarios, algunos de los cuales alcanzaron la ciudad. Los barrios más próximos al puerto comenzaron a arder y la Biblioteca no se salvó de las llamas. Buena parte del saber y de la riqueza intelectual atesorada en ella durante tres siglos se quemó y desapareció. Sólo se pudieron recuperar unos pocos miles de ejemplares, pero buena parte de los fondos atesorados durante trescientos años ardió y quedó convertida en cenizas.
—Sería una pérdida terrible —comentó Giorgios.
—Algo irreparable para la sabiduría del mundo. Aquí se guardaban copias de las ciento veintitrés tragedias que escribió Sófocles, el autor más premiado en los concursos teatrales de Atenas, de las que ahora sólo conocemos siete; aquí estaban las obras completas de Eurípides, Esquilo, Aristarco, Arquímedes o Herón. En la Madre se custodiaba una copia de las ciento cincuenta y dos obras que escribió Aristóteles, que ocupaban casi medio millón de líneas, unos cinco millones de palabras, sobre ética, definiciones, física, anatomía, poética, categorías… Todas esas obras desaparecieron en el incendio. Desde entonces intentamos recuperar lo perdido y recomponer aquella biblioteca irrepetible, pero no hemos podido rehacer todavía la serie de las obras completas de Aristóteles, ni los cincuenta y seis
Diálogos
de Platón, ni conseguir un ejemplar de
La esfera y el movimiento
, la gran obra de Autólico de Pitano, ni
Los elementos
de Hipócrates de Quíos, ni tantas otras obras de las que sólo nos queda el recuerdo de su nombre y la escueta noticia de su contenido.
»La Madre pereció entre las llamas, pero renacimos de nuestras propias cenizas y fundamos una nueva biblioteca, la Hija. Tras la derrota en la batalla que provocó el incendio, Cleopatra se refugió en la ciudad de Tarso junto a su amado Marco Antonio; éste, para paliar el desastre provocado por el incendio, regaló a Alejandría los doscientos mil volúmenes que contenía la gran biblioteca del rey Atalo, en la ciudad de Pérgamo, y a partir de ese legado surgió esta nueva biblioteca de Alejandría, ahora dotada de depósitos subterráneos y de calefacción por tuberías para mantener los libros secos y en buen estado.
Aquel hombre hablaba con un orgullo extraordinario de su biblioteca.
—Tu trabajo es apasionante —dijo Giorgios.
—No soy sino el humilde heredero de una saga de directores que ha convertido esta biblioteca en el mayor centro del saber humano, como Calimaco, el primer director que puso en marcha la biblioteca por iniciativa de Demetrio de Falero, el verdadero impulsor; ¿sabíais que Demetrio fue alumno de Aristóteles en Atenas? También dirigieron este centro Zenodoto de Efeso, Apolonio de Rodas, Aristófanes de Bizancio y el gran Aristarco de Samos, probablemente el hombre más sabio que jamás haya existido y el que mejor ha comprendido cómo se mueven los cuerpos celestes en el firmamento. Yo sólo intento imitar su trabajo y continuar atesorando nuevas obras.
—¿Y de qué tratan todos estos libros? —preguntó de pronto Kitot; el gladiador armenio estaba anonadado ante tantos legajos.
—¡Ah!, Tenemos volúmenes concernientes a todas las disciplinas del saber. Nuestra intención, siguiendo la voluntad de los primeros directores, es disponer al menos de un ejemplar de cada uno de los libros que se han escrito en el mundo. Hay verdaderas joyas en todas las disciplinas: disponemos de una copia de todas las obras conservadas de los grandes autores griegos como Homero, Sófocles y Eurípides, libros de botánica y de geografía y astronomía, seis ejemplares, todos ilustrados, del
Almagesto
, el famoso tratado de las estrellas de Ptolomeo, por ejemplo. Pero yo soy matemático, ya sabéis que el gran Platón dijo que las matemáticas tienen la finalidad de conducir al espíritu a la contemplación de las esencias inteligibles. Por eso mi obra favorita es el libro de
Los elementos
de Euclides, en trece volúmenes, con sus ciento treinta definiciones geométricas, a la que se considera la cumbre del conocimiento de las formas geométricas y de sus interrelaciones. También disponemos de un ejemplar ilustrado con preciosos dibujos de sus
Teoremas
,
Hoper edei deixai..
. —dijo en griego el director, añadiendo luego en latín—:
Quod erat demostrandum.
—¿Cómo? —se sorprendió Kitot.
—Esa es la frase con la que finaliza el insigne Euclides el planteamiento de cada uno de sus famosos teoremas: «Que es lo que se quería demostrar.» Ha quedado como una especie de consigna, de manera que cada científico que demuestra un teorema o una hipótesis suele añadir esa frase como colofón a su discurso.
—Entiendo —mintió el armenio, procurando no parecer un ignorante.
—Observad este mapa; es el más preciso de cuantos se han dibujado hasta ahora.
El director desplegó un rollo de pergamino de más de diez pies de largo sobre una mesa de mármol blanco.
—Vaya, aquí está todo el mundo —comentó Antioco; a la vista del mapa se despertó su interés como comerciante.
—Se trata del mapa trazado por Eratóstenes, uno de los mayores sabios que jamás han existido. Es mucho más preciso que el de Ptolomeo. Este es el original que mandó dibujar a partir de sus descubrimientos e investigaciones geográficas. Mirad, ahí, en el extremo occidental de la Tierra, están señaladas las islas de donde se extrae el estaño, las Casitérides, la brumosa Britania y la misteriosa isla ventosa de los celtas, y más al norte las islas del hielo, a las que viajaron los comerciantes fenicios y donde hace tiempo que no arriba ningún hombre civilizado. Y aquí, en el este, están China, el país de la seda y de la porcelana, la India, el fabuloso reino hasta cuyos límites llegó el gran Alejandro, y las cálidas islas del océano del sur, donde dicen que viven hombres con un solo y enorme pie que utilizan a modo de parasol con el que se procuran sombra a todo el cuerpo, tumbados sobre sus espaldas, porque en esa latitud el calor es tan elevado y el sol brilla con tal intensidad que a mediodía no se pueden soportar sus rayos.
—No he viajado hasta la India, pero he estado en los confines de Mesopotamia, en las costas del golfo de Persia, y te aseguro que allí nadie cree esas tonterías. Y los mercaderes que vienen a Palmira, algunos procedentes desde las lejanas India y China, jamás han visto a ninguno de esos seres, ni siquiera a los pigmeos que dicen que habitan en la India. Ese tal Eratóstenes sería un sabio, pero se inventó demasiadas cosas —comentó Antioco.
—Venid. —El director se dirigió a una estantería y tomó un rollo—. Este libro os sorprenderá. Se trata del famoso tratado de Eratóstenes sobre la esfericidad de la Tierra. Hace quinientos años, este sabio demostró con sus cálculos que la Tierra es una esfera.
—Sí, sí, ya he oído en algunas ocasiones esa patraña: ¡la Tierra redonda como una manzana! He recorrido medio mundo conocido, desde el Danubio hasta Mesopotamia, y os aseguro que la Tierra es plana. Si fuera redonda, resbalaríamos y caeríamos hacia abajo, y el agua del mar no se sostendría… Si fuera redonda…, ¿cómo explicas que no ocurra eso, eh?, ¿cómo? —Kitot hablaba con cierta excitación.
—No conocemos todavía las causas de ese efecto, pero hay físicos que creen que la Tierra ejerce una atracción sobre toda materia hacia su centro, como la magnetita sobre el hierro, y que por eso caen los objetos al suelo y no salen volando.
—¿Y en ese caso, por qué no se precipitan sobre nuestras cabezas el Sol, la Luna y las estrellas?
—Anaxágoras de Clazomenas escribió un tratado en el que demostraba que las estrellas no se caían del cielo debido precisamente a la fuerza de la rotación de la Tierra. Esa fuerza es fácil de demostrar. Coge un jarro de cerámica, llénalo de agua y voltéalo sobre tu cabeza dando rápidas vueltas; aunque la boca del jarro quede bocabajo en cada uno de los giros, no se derramará una sola gota de agua. Eso se debe a la fuerza de la rotación.
—Sólo soy… —Kitot estuvo a punto de decir un soldado, pero rectificó a tiempo— un mercader, pero no creo que mis ojos me engañen, y ellos ven la Tierra plana. Y si los objetos caen al suelo, lo hacen por su propio peso, como es obvio.
—Tú mismo puedes comprobar la redondez de la Tierra, amigo. Desde lo alto del Faro puede verse la línea curva del horizonte, o del mar en este caso.
—¿Cómo? —se extrañó Kitot.
—Se trata de un experimento muy simple. Cuando un barco sale del puerto, y mientras se aleja mar adentro durante las primeras millas de navegación, se ve el navío entero: las velas, los mástiles y el casco, pero llega un momento en el que éste parece sumergirse en las aguas, y conforme se aleja se hunde más y más hasta que sólo se observa el remate superior del mástil.
—Eso se debe a que vemos mejor lo que está más alto. —Kitot sonrió como si hubiera realizado un gran descubrimiento científico.
—A veces sólo vemos lo que queremos ver y no miramos más allá de lo que nos parece evidente.
—Tienes razón en ese asunto de la Tierra redonda, pero en el comercio no caben ese tipo de… especulaciones. Bien, ¿a quién podemos encargar copia de los libros? Pagaremos bien su trabajo —intervino Giorgios.
—¿Qué libros desea? —le preguntó el director.
—Es un filósofo. Quiere copia de los libros de los grandes sabios de Grecia: Platón, Aristóteles… mis paisanos, y los de algunos poetas. Aquí tengo la lista.
—¡Vaya!, ¿tú eres griego? Lo imaginaba, tu aspecto no es oriental.
—Somos bastantes los mercaderes griegos establecidos en Palmira.
—Yo también soy de origen griego. Aquí, en Alejandría, la mayoría lo somos. Y si te confieso un secreto, Alejandría tendrá la mayor biblioteca del mundo, pero los mejores libros los hemos escrito los griegos. Vayamos a la sección de filosofía.
—¿Y los copistas?
—Disponemos de varios de los mejores, y muy rápidos, en nuestros talleres. No te preocupes, tu amigo el filósofo tendrá sus copias en papiro de primera calidad y con una caligrafía excelente.