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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (33 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—Es la calentura, mi señora —avisó el médico griego que lo atendía—. Hace un rato que le ha subido todavía más, y en cambio el muchacho dice que tiene mucho frío y tirita como si su sangre se estuviera congelando.

—Mi niño, mi niño. —Zenobia lo cogió entre sus brazos, que se humedecieron con el sudor frío que empapaba las mantas y el cuerpo de Timolao.

El pequeño tenía la piel bañada en sudor y los ojos enrojecidos y enmarcados por unas rotundas ojeras de tono azulado. Temblaba, le castañeteaban los dientes y parecía incapaz de pronunciar una sola palabra.

—¿No puedes hacer nada para aliviarlo? —increpó al médico.

—Lo siento, mi señora, pero le hemos administrado las curas y las pócimas tal cual recomienda Galeno para aliviar la enfermedad cuando aparecen estos síntomas y no ha reaccionado. No puedo, no sé hacer nada más.

—Id al santuario de Bel; realizad una ofrenda de diez…, no, de veinte corderos. ¡Vamos, rápido! —gritó Zenobia a los eunucos, que salieron prestos a cumplir la voluntad de su señora.

Aquella tarde, poco antes de la puesta de sol, murió Timolao. Zenobia se vistió de negro, cubrió su rostro con un velo de gasa, se impregnó los cabellos con polvo de ceniza y lloró su desconsuelo en el templo; de nada habían servido las ofrendas que unas pocas horas antes habían depositado sus criados.

Pero el dolor de Zenobia se agrandaría todavía más. Una semana después de la muerte de Timolao, también falleció Herodiano, su primogénito, el heredero de Odenato una vez asesinado Hairam. En él había depositado todas sus esperanzas para fundar una dinastía que gobernara Palmira en los siglos venideros. El amuleto de aetita había funcionado contra los abortos, pero no había sido efectivo para burlar la muerte de sus dos hijos mayores. De sus tres hijos con Odenato sólo quedaba Vabalato, su favorito; en él, un frágil niño de tres años, se asentaba ahora el futuro de Palmira.

Palmira, principios de 268;

1021 de la fundación de Roma

Mil dromedarios formaban la caravana que estaba a punto de partir de Palmira rumbo a Mesopotamia.

Pese a que Zenobia estaba segura de que la muerte de su esposo favorecía los intereses de Persia había enviado varios correos a Sapor I ofreciéndole en secreto un tratado de paz y de colaboración comercial.

El rey sasánida aceptó la propuesta. Cuando se enteró de la muerte de Odenato pensó en realizar una inmediata incursión militar sobre Palmira como represalia y venganza por las derrotas sufridas, pero su consejero Kartir, invocando que ésa era la voluntad del dios Ahura Mazda, lo convenció para que aguardara acontecimientos; si, como se esperaba, Roma y Palmira se enzarzaban en una guerra, ambas quedarían debilitadas y ése sería el momento adecuado para actuar. Además, si lanzaba ese ataque no faltarían quienes lo acusaran de ser el instigador de la muerte de Odenato, un asesinato cobarde cuya autoría no podía recaer de ningún modo sobre él.

Aquella caravana era el resultado de las negociaciones que se habían desarrollado durante el otoño anterior. Sapor había garantizado que los mercaderes palmirenos podrían comerciar libremente en todos los dominios de su reino y en los de sus aliados, y Zenobia le había prometido que no habría más ataques palmirenos.

Los mercaderes más ricos se habían reunido en la plaza del ágora, donde debatían en pequeños grupos sobre la nueva situación. La extensa plaza rectangular, rodeada de un pórtico con columnas enmarcado por un alto muro al que se abrían ventanas decoradas con relieves con motivos vegetales esculpidos en piedra y rematadas por frontones triangulares, hervía en rumores.

Unos camelleros recién llegados de Ctesifonte aseguraban que en un templo de la capital sasánida se exhibía una piel humana teñida de rojo, de la que se decía que no era otra que la del emperador Valeriano, el cual habría sido desollado y su piel curtida, teñida y mostrada como trofeo de guerra; otros afirmaban que el viejo emperador apresado años atrás seguía vivo y que había sido trasladado a los confines orientales de Persia, donde había sido condenado a trabajar, encadenado de por vida, en una mina de hierro; algunos decían que habían visto al anciano emperador cegado y con la lengua cortada trabajando como acemilero en las cuadras reales de Ctesifonte, y que Sapor lo utilizaba a modo de taburete humano cada vez que montaba a caballo.

Todo eran cotilleos hasta que apareció Zenobia. Entró en la plaza por la puerta monumental que daba acceso a la calle de columnas subida en su carro de ceremonia, cuyas riendas sujetaba el gigantesco Kitot; iba flanqueada por los generales Zabdas y Giorgios, montados en dos corceles blancos, y estaba rodeada por una docena de guardias a pie y dos escuadras de doce jinetes, una en vanguardia y otra en retaguardia.

Los murmullos fueron disminuyendo hasta que se hizo un silencio absoluto. El carro real se detuvo en el centro del ágora y Zenobia alzó su brazo.

Zabdas saltó de su caballo y se apresuró a ayudar a su señora a descender.

Zenobia bajó del carro y se dirigió hacia una de las esquinas de la plaza del ágora, por donde se accedía a la Sala de Banquetes donde se solían reunir los magistrados y los magnates de la ciudad para solemnizar los grandes acuerdos.

La enorme sala estaba engalanada con estandartes rojos, el color de Palmira, y con las insignias de los diversos destacamentos del ejército y de las corporaciones de oficios y cofradías de mercaderes de la ciudad. Giorgios se fijó en la magnífica labor en piedra de una greca que recorría todas las paredes de la sala con un acabado de tanta calidad que parecía labrado por el mejor de los escultores griegos.

Tras Zenobia y sus generales entraron los magistrados y los potentados de la ciudad, que ocuparon sus puestos en orden a su importancia y a su riqueza.

Pese a los meses de sufrimiento acumulado tras las muertes de su esposo y de sus dos hijos mayores, estaba bellísima. Había adelgazado un poco y disimulaba sus incipientes ojeras con amocriso, una crema elaborada con una mezcla de polvo de sílice y de oro. Se había vestido como una emperatriz romana, con una túnica de seda púrpura ribeteada con una cenefa de hojas de laurel bordadas con hilo de oro, y se había coronado con una diadema de oro y perlas de la que salían varios rayos a modo de corona solar. Sobre su pecho lucía el famoso broche persa de oro y lapislázuli con forma de caracol y una placa de mítridax, la piedra preciosa de reflejos multicolores.

Zenobia, que se había sentado en un trono de madera con incrustaciones de marfil y de nácar, se levantó ante la expectación de todos los asistentes.

—Tres hijos me dio mi esposo, tres varones con los que los dioses sacralizaron nuestra unión, pero sólo uno, el menor, sobrevive. ¿Es acaso un castigo de los inmortales? ¿Se trata de una prueba a que me someten para evaluar hasta dónde soy capaz de soportar semejante dolor? ¿Qué opinas tú, Shagal?

Zenobia hablaba también ante los sacerdotes de los templos, encabezados por el sumo sacerdote del templo de Bel, a quien dirigió la pregunta.

—Sólo los dioses disponen del destino y del futuro de los hombres, y lo hacen con criterios que no son aprensibles para nosotros, los simples mortales. A veces, lo que creemos que es un castigo divino es un funesto golpe de la fortuna. Tus dos hijos mayores han muerto, pero te queda un tercero; tal vez con ello los dioses te estén diciendo que ese hijo ha de ser el gran gobernante que necesita Palmira tras la muerte de Odenato —justificó Shagal.

—En ese caso, los dioses han obrado con una enorme crueldad; no existe ningún dolor en este mundo superior al de la madre que pierde un hijo. Ninguno, sacerdote.

—Los mortales no estamos preparados para escudriñar la voluntad de las deidades que habitan en los cielos y gobiernan los hilos que mueven la vida de cada uno de nosotros. Ni siquiera podemos comprenderlos en su plenitud quienes hemos entregado toda nuestra vida a la interpretación de sus designios. Los arcanos de los dioses están enraizados en la memoria de los tiempos. En ocasiones, a los hombres se nos revela una parte de la sabiduría celestial a través de las visiones de los profetas, adivinos y augures, pero sólo las divinidades conocen la verdad de lo que ha ocurrido en el pasado y lo que sucederá en el devenir de los tiempos futuros. Bel, nuestro señor todopoderoso del cielo, vigila desde lo alto y vela por que el orden del mundo se mantenga en equilibrio hasta el final de los tiempos; nosotros, los simples mortales, apenas podemos atisbar el horizonte inmediato.

—Dioses, dioses… Los hombres somos los que hemos creado a los dioses, los que los hemos imaginado a nuestra semejanza. ¿En qué dioses creemos? ¿En el lejano Bel y en el resto de nuestro panteón, en los opuestos Ormuz y Arimán, en el luminoso Mitra, en el oculto e inescrutable Yavhé de los judíos, en ese hombre-dios, Cristo, al que comienzan a adorar algunos de nuestros ciudadanos? ¿Cuál de ellos se ha llevado a mis dos hijos, cuál ha sido tan cruel?

Zenobia alzó sus puños al aire y sus palabras tronaron entre las columnas del salón.

—Mi señora —intervino Shagal—, esta ciudad ha sido protegida por los dioses en los que creyeron y a los que veneraron nuestros antepasados. Ellos, desde su excelso trono en los cielos, han defendido nuestra ciudad, la han hecho próspera y rica y nos han guardado de nuestros enemigos… No receles de los designios divinos. Mírate; ahora eres nuestra soberana. Han sido los dioses los que han decidido que Palmira sea gobernada por tu mano. No podemos comprender las causas que condicionan la voluntad de los dioses, que en alguna ocasión tal vez pueda parecer veleidosa y caprichosa, pero debemos aprovecharla. Si han decidido que seas tú quien gobierne Tadmor, es que eso es lo mejor para Tadmor. Nuestros dioses jamás nos han abandonado y, mientras sigamos creyendo en ellos, jamás lo harán.

»Los romanos, y antes los griegos, han levantado fastuosos templos y santuarios a todos los dioses de los que se tiene noticia, pero nunca han creído en otra cosa que no sea la voluntad del hombre y su desmedida ambición. Roma conquista un territorio, lo incorpora a su Imperio y no tiene el menor inconveniente en añadir a las deidades de los países conquistados a su propio panteón. Incluso se dice que en el santuario erigido en la propia ciudad de Roma a todos los dioses existe un altar dedicado "al dios desconocido"; con ello parecen piadosos y celosos guardianes de la religión, pero no hacen sino burlarse de todos los dioses, de todas las religiones, de todas las creencias. Tanto es así que han deificado y rendido culto a individuos tan abyectos como algunos de sus crueles y sanguinarios emperadores.

»Roma sólo cree en el poder de sus legiones y en la fuerza de su ejército. Pero nuestros mayores nos han enseñado que más allá de la muerte existe otra vida en la que los dioses nos premiarán o nos castigarán según cómo nos hayamos comportado con ellos en nuestra existencia terrenal. Piensa en ello antes de maldecirlos, mi señora.

El sumo sacerdote vestía el hábito sagrado y lucía sobre su cabeza rapada una diadema dorada con un enorme berilo amarillo en la frente, la piedra preciosa del sol.

—Roma se desvanece como un espectro en la neblina —habló de nuevo Zenobia—. La brillante Atenas ha sido saqueada por los bárbaros, la opulenta Antioquía no acaba de recuperar el esplendor que tuvo antes de ser asaltada por los persas, la esplendorosa Alejandría languidece en la añoranza de un pasado mejor… Ahora ha llegado el tiempo de nuestra ciudad. Os pido que me ayudéis a convertir Tadmor en la nueva Roma, en el asombro de las gentes, en la esperanza del mundo. —Alzó los brazos y los asistentes congregados en la Sala de Banquetes del ágora prorrumpieron en gritos de alabanza y en aclamaciones hacia su reina.

—La tienes, mi señora; tienes toda nuestra ayuda y nuestra lealtad —gritó Zabdas.

—De los cuatro herederos de Odenato sólo queda vivo su hijo menor, Vabalato. Mi esposo fue nombrado augusto por el emperador Galieno y ratificado como tal por el Senado y el Pueblo de Roma. Entiendo que ese honor, ese rango y ese cargo le corresponden en justicia y razón a nuestro hijo y único heredero. —Zenobia dio dos palmadas y aparecieron en la Sala de Banquetes el armenio Kitot y Yarai, su criada de confianza; el gigante portaba en brazos al pequeño Vabalato—. Vabalato ostenta el derecho a heredar todos los títulos y prerrogativas que en vida alcanzó su padre. —Hizo una indicación a Kitot, que acercó al niño hasta su madre—. Mi hijo es demasiado joven para gobernar Palmira, de modo que, en tanto él pueda hacerlo, yo actuaré como regente. Hasta ahora así lo he hecho, pero requiero vuestra ratificación y que juréis lealtad a Vabalato.

Se hizo un silencio espeso hasta que Zabdas se adelantó, hincó la rodilla ante Zenobia y proclamó solemne:

—Mi señora, el ejército de Tadmor reconoce a tu hijo Vabalato como heredero de Odenato y te jura obediencia como su comandante en jefe y como reina de Palmira.

Giorgios se colocó al lado de Zabdas y también se arrodilló. Poco a poco, cada uno de los allí presentes se fueron arrodillando y acatando la voluntad de Zenobia.

El último en hacerlo fue el sumo sacerdote de Bel quien, aunque anciano, hizo un esfuerzo y, ayudándose de su cayado, dobló una de sus rodillas hasta posarla sobre el suelo.

Zabdas se incorporó y gritó:

—¡Larga vida a la reina Zenobia!

—¡Larga vida a Zenobia! —ratificó Giorgios.

Todos los presentes aclamaron a la señora de Palmira, que alzó los brazos en demanda de silencio.

—Os agradezco vuestra fidelidad. Juro ante nuestros dioses que no os defraudaré y que dedicaré el resto de mi vida a hacer más grande y próspera a nuestra ciudad.

»Y ahora, por el poder que me ha concedido el pueblo de Tadmor, proclamo a mi hijo Vabalato el legítimo heredero del augusto Odenato, emperador de Oriente, con el título de augusto de Roma, el que ya ostentara su padre.

Zabdas se adelantó un par de pasos.

—Señora —dijo el general—, este Consejo te ofrece el título de augusta y te ruega que lo aceptes.

—Lo acepto por Tadmor, por Palmira. —Zenobia citó a su ciudad por sus dos nombres, el árabe y el romano.

—A partir de ahora todos tus súbditos deberán llamarte Septimia Zenobia Augusta, emperatriz de Oriente —proclamó Zabdas, que parecía como en trance.

En los días siguientes, Zenobia nombró a sus colaboradores en el gobierno de Palmira. Zabdas fue ratificado como jefe del ejército, Giorgios como su lugarteniente y general de la caballería pesada y el filósofo Longino fue nombrado consejero principal de Zenobia. Al historiador Calínico se le invistió con el cargo de canciller y a Nicómaco, el secretario de su padre y de su socio Antioco Aquiles, con el de tesorero.

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