La Prisionera de Roma (31 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

BOOK: La Prisionera de Roma
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Dejó la gran avenida porticada a la altura del arco triunfal y entró en una de las vías laterales. A mitad de la calle sintió una presencia a su espalda. Se giró deprisa y le pareció que una huidiza sombra se ocultaba tras una de las columnas del pórtico del templo de Baal Shamin. La noche caía sobre Palmira y las sombras de las estatuas de los próceres de la ciudad, encaramadas sobre los plintos elevados en las columnas, y las de las acroteras que remataban los extremos de los tejados se confundían entre ellas.

Instintivamente echó mano a la empuñadura de su espada y pensó que podría ser algún ladronzuelo pese a que desde que se había construido la muralla y se cerraban sus puertas al anochecer Palmira era una ciudad muy segura, la más segura del Imperio, o al menos eso sostenían sus magistrados.

Giorgios contuvo la respiración, aguzó el oído y creyó escuchar unos pasos tras él. Se volvió de nuevo y escudriñó con sus ojos las sombras de las estatuas, casi difuminadas en la oscuridad que ya había ganado la partida a la luz. No obstante, mantuvo la intuición de que alguien lo estaba siguiendo y apretó su mano sobre la empuñadura de su espada corta, que siempre portaba bajo la túnica aun cuando no estuviera vestido con su equipo militar, como era el caso. Concentró su vista y su oído y le pareció escuchar entre las columnas del pórtico del templo un ligero jadeo, como si alguien estuviera agazapado muy cerca.

Aceleró el paso y giró en ángulo recto entrando en una calle estrecha y sin porches. Si alguien lo seguía, allí quedaría al descubierto. Avanzó unos pasos por la calle, pegó su espalda a una pared y aguardó inmóvil unos instantes. Dos figuras aparecieron enseguida en la esquina, recortadas sus sombras en la negrura. Ahora tenía claro que lo estaban siguiendo y que no lo hacían precisamente con buenas intenciones. Con toda la rapidez de la práctica del soldado experimentado, Giorgios desenvainó su espada y se plantó en medio de la calle con las piernas ligeramente flexionadas, en guardia y con el manto de lana enrollado en su antebrazo izquierdo a manera de improvisado escudo, y desafió a sus dos perseguidores.

—Si buscáis alguna cosa de valor habéis equivocado la pieza; os recomiendo que os larguéis por donde habéis venido si es que estimáis en algo vuestras vidas.

Los dos malhechores, cuyos rasgos faciales Giorgios no podía identificar debido a la carencia de luz, vacilaron por un instante ante la determinación de su presa, pero uno de ellos desenvainó un machete y de un codazo animó a su colega a que hiciera lo propio. Un leve reflejo metálico apercibió a Giorgios de que aquellos tipos iban en serio. Dos contra uno era una desventaja demasiado grande, incluso para un avezado soldado como él y, además, desconocía cuál era el grado de habilidad con la espada de sus agresores, que parecían dispuestos a despacharlo allí mismo.

No tuvo miedo. Se había enfrentado decenas de veces a partidas de fieros bárbaros, había peleado cuerpo a cuerpo con enemigos poderosos y había logrado conservar la vida en situaciones harto complicadas. De sus combates daban fe varias cicatrices, la más rotunda de ellas, a la altura del hombro izquierdo, de casi un palmo de longitud. No, no se iba a amedrentar por dos inexpertos ladronzuelos en busca de una víctima que habrían supuesto desarmada e indefensa.

Alzó su brazo diestro y apuntó con su espada hacia los emboscados, moviendo la hoja de izquierda a derecha con un amenazante bamboleo, esperando el ataque simultáneo de sus dos adversarios.

El que parecía más decidido tomó la iniciativa y se abalanzó hacia él dibujando en el aire una sencilla estocada. A pesar de la oscuridad, el ateniense esquivó la acometida inclinándose hacia su izquierda a la vez que le devolvía el golpe, lanzando un certero tajo de arriba abajo con el que le abrió una profunda herida en el cuello, en la zona de la arteria carótida. El primero de los dos atacantes, alcanzado de lleno, chilló como un cerdo, soltó su espada y cayó al suelo de bruces. No estaba muerto, pues pateaba como un escarabajo boca arriba e intentaba sujetarse la cercenada garganta con ambas manos, tal vez consciente de que por aquella herida se le escapaba la vida a borbotones.

El segundo de los agresores, al percibir la fulminante caída de su compañero, dudó. Presa del miedo, cargó torpemente contra Giorgios, que se limitó a esquivarlo a la vez que le propinaba un golpe con la empuñadura de la espada a la altura de la sien, suficiente para derribarlo.

Sin dar tiempo a que se recuperaran, el general despachó de una certera estocada, ahora en el centro del pecho, al herido en el cuello. El golpe fue mortal, pues le alcanzó de lleno el corazón.

De inmediato se ocupó del que quedaba, que había logrado incorporarse pero que se tambaleaba como un borracho y, aturdido, se agarraba la cabeza con las manos. Un segundo golpe en la nuca lo condujo a un sueño profundo.

Cuando despertó, el superviviente estaba maniatado; frente a él, tras la llama de una lucerna, los generales Zabdas y Giorgios lo contemplaban.

—¿Quién eres, quién te envía? —El ateniense lo zarandeó por los hombros con insistencia.

—Déjalo, está muerto de miedo. Seguramente ni siquiera pueda hablar —supuso Zabdas—. Lo arrojaremos a una mazmorra hasta que recobre la memoria y esté en condiciones de responder a tus preguntas.

—Este malnacido pretendía matarme; si no me hubiera apercibido de su presencia, ahora yo estaría muerto en medio de la calle.

—Tal vez sea un simple ladronzuelo; tiene aspecto andrajoso, como un chacal hambriento.

Aquel tipo abría los ojos y boqueaba como un pez fuera del agua.

—Espera, creo que quiere decirnos algo.

—Dudo que pueda —comentó Zabdas al percibirse de un detalle—: le falta la lengua; es incapaz de hablar.

Giorgios lo cogió por la cabeza y le abrió la boca a la fuerza; en efecto, más de la mitad de su lengua había desaparecido.

—Maldita sea…

—Deja que esta noche duerma bajo custodia; mañana intentaremos sonsacarle qué pretendía —propuso Zabdas—. Quizá sepa escribir. Hemos revisado las ropas del que has liquidado y no hemos conseguido hallar ninguna pista. Lo dejaremos para mañana. Vete a dormir, y que te acompañe una escolta.

A la mañana siguiente el mudo atacante amaneció muerto en la mazmorra; entre sus manos había una ampollita de veneno. El carcelero supuso que la llevaba escondida entre sus ropas, pero Giorgios desconfió. Tenía la certeza de que los dos que lo habían atacado eran sicarios a las órdenes de Meonio. Carecía de pruebas para demostrarlo, pero estaba totalmente seguro de que sus sospechas eran ciertas.

A los pocos días de aquel incidente murió la madre de Zenobia. Desde la muerte de Zabaii, la egipcia se había mostrado como una mujer discreta y había vivido retirada en su lujosa casa, sumida en los recuerdos de su esposo. Su cuerpo fue lavado y embalsamado con natrón y en el lugar del corazón, que se le extrajo, se colocó un escarabajo labrado en piedra verde de Egipto, una joya que su esposo le había traído en uno de sus viajes a su país natal. Fue enterrada en el mausoleo familiar, junto a su esposo y a sus hijos varones muertos. Zenobia lloró en silencio.

Muchos miembros de su tribu árabe, la de los Amlaqi, se excusaron por no asistir al sepelio de la egipcia alegando argumentos peregrinos. En verdad, en su orgulloso clan nunca se había visto con buenos ojos que el caudillo de la tribu se casara con una esclava extranjera.

Antioco Aquiles, siempre acompañado de su inseparable Aquileo, le dijo que ahora era ella la dueña de la mitad del negocio y podía disponer de él como le placiera. Zenobia le propuso que siguiera administrando su parte como hasta ahora había hecho.

Todos los eslabones familiares que la ligaban al pasado se habían roto; Zenobia no tenía otro remedio que mirar hacia adelante, sólo hacia adelante.

CAPÍTULO XIX

Palmira, primavera de 261;

1020 de la fundación de Roma

La noticia de que las tribus bárbaras de los hérulos y de los godos habían vuelto a arrasar las tierras de Asia Menor y de Grecia puso de nuevo a Odenato en pie de guerra. Como jefe supremo de todos los ejércitos romanos en Oriente se vio en la obligación de acudir a repeler esta nueva invasión.

Aquellas partidas de bárbaros bandoleros no parecían en condiciones de llegar en sus algaradas hasta Palmira, pero si Odenato quería asentar su autoridad sobre Oriente debía comportarse con la autoridad de un emperador. Por ello organizó una legión a costa del erario de Palmira para despachar a los invasores y restablecer la calma en las comarcas de Asia y Grecia afectadas por las incursiones bárbaras.

En esa ocasión dejó a Giorgios al frente de la defensa de Palmira y se encaminó hacia el norte con una legión de veteranos ya curtidos y experimentados en las guerras en Mesopotamia.

—No te preocupes —tranquilizó a Zenobia al despedirse—; sólo se trata de unas partidas de desarrapados bárbaros que regresarán a sus estepas brumosas en cuanto se enteren de que el ejército de Palmira acude a su encuentro.

—Ten mucho cuidado; dicen que esos bárbaros son peligrosos y crueles.

—Me guardaré mucho para mantenerme con vida. Todavía no he abandonado la ciudad y ya ardo en deseos de volver a tu lado. Esta campaña será corta. Tú cuida entre tanto de nuestros hijos. Hairam y Meonio vendrán conmigo y Zabdas nos seguirá con un ejército de reserva a media jornada de distancia. Sólo utilizaremos la caballería ligera, Giorgios se quedará a cargo de la defensa de Tadmor.

—Envía a tus dos generales a esta campaña y quédate tú en Palmira; tengo un mal presentimiento —propuso Zenobia.

—Esta vez no. Meonio me ha convencido para que sea yo quien dirija personalmente esta expedición. Me ha aconsejado que debo ganarme la confianza de los anatolios y de los griegos si quiero ser de verdad su emperador. Hay quien rumorea que todas mis victorias sobre los persas han sido obra del talento militar de Zabdas, y atribuyen a su genio estratégico todo el mérito en los combates. Ha llegado la hora de que yo demuestre que puedo ganar batallas sin mis generales; por eso iré en la vanguardia y Zabdas dirigirá la retaguardia.

—Deja entonces a Hairam aquí…

—Mi heredero debe combatir a mi lado. Cuando yo falte él será el nuevo señor de Palmira y el augusto de Oriente. En los últimos tres años le he consentido demasiados caprichos y se ha acostumbrado al lujo. Es hora de que cambie; si quiere convertirse en un buen gobernante debe aprender a comportarse como tal y sufrir el calor, el frío y el cansancio como el último de sus soldados.

—Tengo un extraño presagio; estaría más tranquila si Zabdas anduviera contigo en la vanguardia.

—Sé cuidar de mí mismo y nada ansío más que el momento en que vuelva a Palmira para abrazarte. Te amo y no tengo la intención de dejarte viuda.

Odenato besó a su esposa y aspiró el intenso pero delicado perfume que exhalaban sus cabellos.

En verdad, Odenato había intentado tranquilizar a Zenobia, pero la invasión de aquellos bárbaros era mucho más seria de lo que le había confesado. Según habían informado desde las fortalezas de Bizancio, no menos de quinientas embarcaciones cargadas de guerreros bárbaros habían atravesado el estrecho del Bósforo y las bandas de godos y hérulos estaban saqueando sin oposición las costas de Macedonia, donde sabían que había unas notables minas de plata.

Cuando la noticia llegó a Palmira, feroces partidas de la tribu de los hérulos ya habían recorrido a sus anchas toda la costa occidental del mar Egeo y algunos grupos avanzados habían alcanzado incluso el sur de Grecia. Atenas, Corinto, Esparta y Argos habían sido atacadas y algunos de sus barrios periféricos saqueados e incendiados. Varias embarcaciones de godos habían desembarcado en la costa siria y amenazaban a las ciudades costeras de Tripolis y Tiro.

Zenobia lo intuyó. Una corazonada le dijo que algo andaba mal cuando un eunuco le anunció que el general Zabdas esperaba ser recibido con toda urgencia. El rostro del veterano soldado, compungido y apenado, con los ojos llorosos pese a su enorme corpachón forjado en las más cruentas batallas, no hacía sino ratificar el presentimiento de la señora de las palmeras.

—Mi señora, no pude hacer nada —balbució—. Yo estaba lejos, a varias millas de allí, en la retaguardia. Le advertí que no se confiara, que se mantuviera siempre atento. Pero ya sabes cómo era: amaba el riesgo y la aventura y no le tenía miedo a nadie.

—¿Cómo murió?, ¿quién lo asesinó? —Zenobia hizo estas dos preguntas a Zabdas sin esperar a que le certificara de su propia voz la muerte de su esposo.

—Cabalgaba al frente de la vanguardia unas millas al norte de la ciudad de Emesa; estaba a punto de alcanzar a una partida de godos a la que perseguíamos desde hacía varios días. Uno de nuestros oteadores le avisó de que había visto a una nutrida columna del ejército persa avanzar por el curso del Eufrates, desde la gran curva del río, y que había tomado el camino en dirección a Emesa. Tu esposo me envió un correo con la orden de salir al encuentro de los sasánidas con las tropas de la retaguardia y así cubrir sus espaldas si los persas decidían atacarnos mientras él mantenía la persecución de los godos. Me extrañé mucho al recibir aquella orden, porque en la retaguardia no teníamos noticia alguna de que los persas hubieran salido en campaña ni de que una de sus columnas se dirigiera hacia nosotros, pero obedecí las instrucciones y realicé una cabalgada de varias decenas de millas hacia el este. Tras dos días de marcha no encontramos a un solo soldado persa, ni la menor noticia de que merodearan por allí. Fue entonces cuando desconfié del oteador que nos había alertado y del correo que me envió Odenato, y ordené que los buscaran y los trajeran ante mi presencia. Fue inútil, ambos habían desaparecido. Entonces me temí lo peor. Di media vuelta y regresé hacia Emesa a toda prisa, enviando por delante a un escuadrón con los jinetes ligeros más rápidos de nuestra caballería.

»Supuse que aquel engaño era parte de una estratagema para dividir nuestras fuerzas y alejar a la retaguardia, pero no estaba seguro de quién podía haberla tramado.

»Cuando llegamos ya era tarde. Encontramos sus cuerpos cerca de la ciudad, asesinados por unos sicarios a los que buscamos desesperadamente pero a los que no pudimos encontrar. Los cadáveres de Odenato, de Hairam y de seis miembros de su guardia personal, los únicos que los acompañaban en ese momento, habían sido colocados sobre sendas cruces en lo alto de una colina. No fue difícil dar con ellos.

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