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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (27 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—Odenato está preocupado porque la inestable situación en el Imperio y la inseguridad que se palpa han provocado una subida de precios en todos los productos, lo que supone una importante traba al desarrollo de las actividades mercantiles. Las próximas acuñaciones de denarios que van a emitir en Roma disminuirán el valor de la moneda, reduciendo la cantidad de plata hasta porcentajes mínimos y acuñando monedas de cobre que apenas tienen valor en los mercados. Ante esta situación algo hay que hacer o se colapsará el comercio y nos arruinaremos todos; es preferible reducir nuestras ganancias en algún porcentaje que ver nuestros negocios abocados a la ruina —le replicó Antioco.

—Pero semejante elevación de los precios ha desarrollado una espiral de alzas que el Estado romano no está en condiciones de controlar. En la mayoría de las provincias, sobre todo en las de occidente, los pequeños propietarios agrícolas no han podido hacer frente a sus deudas y han tenido que hipotecar sus fincas a grandes señores que no han tardado en hacerse con su propiedad ante la imposibilidad de los campesinos de devolver los créditos. Negocios antaño florecientes han quebrado y la ruptura de algunas redes comerciales amenaza con provocar el desabastecimiento de las grandes ciudades, lo que ya está produciendo el estallido de manifestaciones y revueltas populares.

—No obstante, siguen llegando caravanas a Palmira.

—Así es, nero antaño esta gente comerciaba con Hispania, la Galia e incluso la lejana isla de Britania, donde los más ricos podían adquirir productos importados desde Palmira; ahora en esas provincias ya no disponen de dinero para comprar nuestras mercancías y se han perdido unos ingresos que no sé si alguna vez se volverán a recuperar.

—Estás aprendiendo deprisa, querido Aquileo. Sí, eso está ocurriendo y por ello deberemos adecuar nuestros negocios a los nuevos tiempos; si ha disminuido el comercio con occidente, quizá sea hora de incrementar nuestros intercambios con Persia.

—Tal vez, pero por si todos estos desastres fueran pocos, los piratas germanos han atacado varios puertos en las costas de Grecia y de Anatolia y han saqueado almacenes de grano y depósitos de aceites y vinos, lo que ha desencadenado hambrunas por el desabastecimiento de cereales, aceite, carnes y pescados en las ciudades.

—Roma tiene treinta legiones operativas, trece de ellas desplegadas en el
limes
del Danubio…

—Esas legiones consumen todo el erario del Estado, que apenas puede hacer frente a los enormes gastos que genera el mantenimiento del ejército y de sus campamentos. Si la paga de los legionarios devora casi todo el dinero presupuestado, apenas quedará nada para conservar las fortalezas, mantener la flota de guerra y mejorar las defensas de las ciudades y las fronteras. En algunas urbes de la Galia incluso se han desmontado templos y basílicas para utilizar sus sillares y columnas en la construcción de murallas de manera apresurada ante el miedo a las incursiones de los bárbaros.

—Nuestro señor Odenato conoce perfectamente la situación y ha estado debatiendo con los magistrados de Tadmor la oportunidad de adoptar medidas para evitar que los ingresos diminuyan. Ahora es augusto y corregente, de modo que puede tomar decisiones que afecten a todas las provincias orientales del Imperio. —Antioco procuraba que el desánimo de su sobrino no fuera en aumento.

—¿Tanto confías en él?

—Es un gran gobernante, aunque tal vez tengas razón y se avecinen malos momentos para nuestras haciendas.

Los dos mercaderes se alejaron continuando con sus reflexiones sobre la compleja situación que se estaba produciendo en la economía del Imperio y que les afectaba en grado sumo. Antioco estaba enseñando cuanto sabía a Aquileo, pues había decidido que el apuesto joven sería el receptor de parte de su herencia cuando le llegara el inevitable momento de la muerte.

Pese a la belleza de sus edificios y la rotundidad de su paisaje, Palmira no era una ciudad de poetas ni de filósofos. En sus escuelas, los maestros, la mayoría griegos, enseñaban sobre todo matemáticas, aritmética y gramática, las disciplinas que más interesaban a los hábiles mercaderes, cuyos hijos eran educados para manejar con precisión el cálculo y la contabilidad. Sus habitantes vivían pendientes de las ganancias que obtenían con el comercio o con los servicios prestados a quienes se abastecían en sus mercados y en sus manantiales.

El filósofo Casio Longino se aburría. Atraído por la oferta de Odenato, había dejado Atenas, la de las afamadas escuelas de filosofía, la de los grandes genios de la intelectualidad del mundo, la de las animadas tertulias de filosofía, arte y literatura, la de los concursos de poetas y dramaturgos, para instalarse en esa ciudad oriental cuyos ciudadanos mostraban unas inquietudes bien diferentes a las suyas. Echaba de menos los intensos debates con otros filósofos en el patio de la Academia, la abundancia de libros en las bibliotecas, las largas conversaciones con sus colegas en el ágora o en las concurridas tabernas de la puerta del Dípilon, donde siempre había alguien dispuesto a debatir sobre quién había sido más importante para la filosofía, si el idealista Platón o el realista Aristóteles. Longino intentó que su amigo Porfirio, al que consideraba además uno de sus maestros y el mejor de los filósofos de su tiempo, acudiera a Palmira para ayudarle a crear allí una escuela de filosofía; no lo logró y Porfirio siguió ejerciendo su magisterio en Roma.

Pero en Palmira muy pocos se interesaban por las obras de los antiguos sabios, y a nadie se le ocurría plantearse reflexiones profundas sobre las categorías de los individuos o sobre la idea esencial de la naturaleza del hombre; allí, en la Tadmor de los voraces mercaderes de perfumes y de los potentados comerciantes de seda y de joyas, no existía nada más trascendental que acumular dinero y multiplicar el beneficio. El panteón de Palmira estaba habitado por setenta dioses pero los más adorados no eran otros que el oro y la plata.

Una tarde, paseando por la gran avenida porticada, mientras contemplaba los centenares de estatuas de los benefactores de Palmira elevadas en sus plintos adosados a las columnas y leía las inscripciones que dejaban constancia de las identidades de los prohombres en cuestión y de sus aportaciones al bienestar de la ciudad, Longino se encontró con Giorgios.

El general griego había estado practicando unos ejercicios de caballería con Hairam y con Kitot y se dirigía a las termas públicas ubicadas cerca del arco triunfal de la gran calle, donde solía acudir algunas tardes a darse un baño y recibir un reconfortante masaje para tonificar sus músculos tras una jornada de duro trabajo con los soldados.

Longino saludó a Giorgios. Hacía algunas semanas que los dos no se veían. Eran dos tipos bien distintos: uno era un soldado, enrolado como mercenario de Palmira, acostumbrado a matar a enemigos de Roma primero y ahora a defender a los palmirenos a cambio de un buen salario; el otro era un filósofo, un hombre que indagaba sobre el conocimiento del alma humana y sobre el sentido de la vida, si es que había alguno.

—Buenas tardes, general Giorgios. Un día estupendo para pasear.

—Me dirigía a los baños de la gran calle, consejero; son los únicos que merecen la pena ser llamados así, aunque ni siquiera disponen de una modesta piscina. Hemos estado realizando unos ejercicios con caballos y necesito quitarme de encima el polvo y el sudor.

—Te acompaño, si no te importa; a mí también me sentará bien un buen baño antes de cenar.

Mientras se dirigían a los baños, Longino no dejó de hablar de Atenas y de su animada vida intelectual.

—Añoras la vida en nuestra ciudad, ¿no es así? —le preguntó Giorgios en tanto se quitaban la ropa en los vestuarios y se dirigían hacia el
caldarium
, una estancia de apenas seis pasos de lado en la que el agua caliente se guardaba en tinas de mármol, desde las cuales los mismos bañistas se servían con cazos de metal que se vertían sobre el cuerpo.

Aquellos baños nada tenían que ver con los enormes y lujosísimos que se alzaban en Roma, Alejandría u otras grandes ciudades del Imperio. El agua era demasiado valiosa en Palmira como para derrocharla en gigantescas e inútiles piscinas.

—Palmira es una ciudad hermosa y elegante, la cocina es extraordinaria y la riqueza se derrama por doquier, pero sus gentes sólo hablan de su fortuna, de sus beneficios y de su comercio; están obsesionados con atesorar riquezas. Vivir aquí es como hacerlo en una tienda refinada del mercado repleta de objetos de lujo. Yo no nací en Atenas, pero la considero mi verdadera ciudad, y la echo de menos.

—Odenato quiere convertir Palmira, además de en una ciudad rica y opulenta, en una urbe culta; por eso te trajo aquí.

—Para conseguirlo no basta con mostrar buena voluntad. Hay que construir bibliotecas, promover escuelas, crear talleres de copistas, fundar academias y liceos. He intentado que algunos jóvenes instalaran un taller para copiar libros y venderlos a los ciudadanos de Palmira, pero he fracasado. Han hecho sus propias cuentas y han concluido que es más rentable comerciar con joyas, perfumes y sedas que con libros. A esta gente no le interesa para nada leer otra cosa que no sean sus balances de beneficios.

—Tengo entendido que a Zenobia sí le gusta leer.

—Mi pupila —Longino se mostró orgulloso de ser el preceptor de la señora de Palmira— es una mujer muy inteligente. He logrado inculcarle el placer por la sabiduría y, con ayuda de Calínico, por la historia. Si hubiera mucha más gente como ella, tal vez pudiera convertir esta ciudad en una segunda Atenas pero, por desgracia, es la única de todo este oasis interesada en escuchar las teorías de Platón y de Aristóteles. Cuando llegué a Palmira para hacerme cargo de su educación, Odenato me encomendó convertirla en una mujer sabia, preparada para gobernar un reino. Y a ello me he entregado con toda intensidad en estos últimos años. Claro que he tenido que enfrentarme con no pocos inconvenientes. También lo he intentado con Hairam, el heredero de Odenato, pero ese joven impetuoso sólo parece interesado por llevar a su cama a las mujeres más bellas y por el lujo. Incluso traté de atraer a los libros a Meonio quien, cuando le propuse que siguiera mis lecciones de filosofía, me miró con el desprecio de quien está a punto de aplastar a un insignificante insecto. Desde que me instalé en esta ciudad no he tenido sino problemas. En los primeros meses de mi estancia aquí discutí intensamente con Pablo de Samosata, ese fanático cristiano…

—He oído hablar de él; se dice que es un hombre muy exaltado, según creo.

—Un orate. Fue nombrado patriarca de Antioquía poco después de que la abandonaran los sasánidas tras destruir parle de la ciudad en el curso de su devastadora campaña militar en el norte de Siria. Pablo mantiene el apoyo de Odenato a pesar de la oposición de la mayoría de los cristianos, que siguen las tesis doctrinales del patriarca de Roma, con los que está enfrentado a causa de su diferente concepción sobre la naturaleza del ese tal Jesús, el fundador de esa secta de insensatos. Su actitud altanera no cesa de provocar problemas, pero Menato acaba de reiterarle su confianza y lo ha confirmado en su cargo de procurador. Ese individuo es una permanente fuente de conflictos; desde que el año pasado volvió a ser condenado en un concilio por una amplia mayoría de obispos y clérigos de la Iglesia cristiana, parece más tranquilo y permanece callado pero en cualquier momento puede organizar una buena polémica y desencadenar una revuelta en esa ciudad.

—¿Qué opinas de los cristianos? —le preguntó Giorgios.

—¿Esos…? En un principio parecían irrelevantes, cuando la mayoría de sus huestes se reclutaban entre los esclavos y gentes de los estamentos más humildes, que acudían a ellos engañados por las proclamas y alegatos de sus predicadores y sacerdotes, ya que les prometían que su dios aseguraba la igualdad de todos los seres humanos y les otorgaba la felicidad eterna tras la muerte si se bautizaban según el rito que ellos siguen para marcar a los nuevos acólitos con el estigma de su perversa fe. Pero ahora comienzan a convertirse en un grave problema. Por lo que sé, varios patricios se han bautizado y han ingresado en esa abominable secta, a la cual también pertenecen algunos relevantes senadores romanos. Sus perniciosos tentáculos se extienden por todo el Imperio y me temo que o se pone freno a su expansión o acabarán copando todas las magistraturas, y entonces lo convertirán en una continuación de su Iglesia, lo que supondrá el fin de nuestro modo de vida y de nuestra civilización.

»La de los cristianos no es una religión cualquiera. Si fuera así, no serían peligrosos. Roma ha sido capaz de asimilar en su panteón a cualquier creencia religiosa y a cualquier divinidad, hasta las más extrañas. Incluso los judíos, que sólo creen en un único dios y que se consideran su pueblo elegido, son consentidos por Roma, y ello a pesar de que en otro tiempo se rebelaron contra la autoridad de los emperadores y desencadenaron varias guerras que acabaron con la destrucción de su templo más sagrado en Jerusalén y la dispersión de esa raza de testarudos por todo el Imperio. Pero los cristianos constituyen una tremenda amenaza para nuestro Estado y nuestras costumbres. Reniegan de todas las divinidades y no admiten a otro dios que al suyo, hacen proselitismo fanático de su fe, e incluso algunos de ellos, los más histriónicos y contumaces, son capaces de inmolarse y morir en defensa de su religión, a imitación de su fundador, al que llaman Cristo y del que dicen que se sacrificó por todos los hombres y que murió crucificado para redimir de no sé qué pecado a toda la humanidad. ¿Has escuchado alguna vez algo más absurdo que esto?

—Los cristianos no son tan burdos como supones. Mientras serví en el Danubio conocí a varios de ellos, pues también abundan entre los legionarios. En mi escuadrón servía un tal Pompeyo Africano. Había nacido en Cartago y era de origen púnico. Le gustaba imaginar que su linaje descendía del mismísimo Aníbal, pero se consideraba romano por los cuatro costados. Murió atravesado por una lanza en un enfrentamiento contra un escuadrón de catafractas sármatas y recuerdo que poco antes de expirar cerró los ojos dibujando en sus labios una sutil sonrisa. En sus últimas palabras se refería a su extraño paraíso, que iba a alcanzar enseguida. Aquel cristiano no temía a la muerte, incluso parecía que le agradaba aquel momento a pesar de que tenía el pecho destrozado, varias costillas rotas y brotaba la sangre a borbotones por sus heridas. Creen que, si mueren en gracia de su dios o por su causa, alcanzarán una especie de felicidad eterna en un jardín celestial donde no existen ni el sufrimiento ni el dolor, sólo una dicha sin fin.

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