Read La Prisionera de Roma Online

Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (25 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
12.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Giorgios dio dos pasos atrás para tomar mayor distancia y colocarse suficientemente alejado del alcance de Kitot, flexionó las piernas y comenzó a moverse en círculo hacia su lado izquierdo, manteniendo siempre la guardia alta pero sin descuidar sus flancos. Conocía bien la técnica de ataque que empleaba el armenio —la había aprendido en los campamentos legionarios del Danubio de manos de experimentados gladiadores—, de modo que esperó paciente un nuevo envite. El segundo golpe fue si cabe más contundente que el primero; el armenio lo descargó con tanta violencia que a punto estuvo de desarbolar la guardia del ateniense, que trastabilló hacia el lado derecho dejando ligeramente desprotegido su flanco izquierdo. Eso fue precisamente lo que había pretendido Kitot quien, confiado en su triunfo, lanzó un golpe lateral a las costillas del griego descuidando por completo su guardia. Giorgios estaba preparado; sabía que ése iba a ser el siguiente movimiento del gigante, de manera que giró deprisa sobre su pie derecho escapando de la acometida y dibujó un molinete en el aire con su espada. En un instante la punta de la espada de madera del griego señalaba directamente al cuello de Kitot que, desequilibrado y sorprendido por su fallido ataque, había olvidado su defensa.

—Nunca subestimes a tu rival, armenio.

Hairam observaba asombrado aquella escena.

—Conocías mi técnica de ataque y estabas preparado para rechazarla. ¿También has sido gladiador?

—No, pero he combatido al lado de algunos en el
limes
danubiano.

—Te mueves muy rápido, general. Eres el primer hombre que me ha vencido en combate.

—Cuestión de suerte. Necesitamos soldados como tú. Escuchad. —Giorgios devolvió las armas de entrenamiento al soldado que se las había prestado y se dirigió a todos los que se habían arremolinado para contemplar la pelea—. Este hombre —señaló a Kitot— es mucho más fuerte que yo y me hubiera vencido fácilmente si no se hubiera confiado y hubiera mantenido toda su atención en la pelea. Calibró mal mi habilidad y creyó que me vencería sin esforzarse, y no ha sido así. Imi la batalla, la fuerza no es la única arma. No debéis subestimar jamás el potencial de nuestro adversario; no debéis valorarlo por lo que parece, sino por lo que pueda hacer; debéis permanecer siempre alerta y no confiaros nunca aunque percibáis una aparente debilidad en vuestro oponente y consideréis que se encuentra al borde de la derrota. Las tumbas están llenas de cadáveres de tipos demasiado confiados.

»Serás mi lugarteniente —le propuso a Kitot.

—¿Yo? Pero me has vencido…

—Estoy seguro de que si nos enfrentáramos cien veces, tú ganarías noventa y nueve. Hoy tuve suerte, no te iba la vida en el combate, te relajaste y los dioses estuvieron de mi parte, nada más.

Giorgios alargó la mano al estilo de Roma y Kitot le ofreció la suya.

—Seré tu más fiel servidor —le dijo.

—Aquí todos servimos a una misma señora, a Palmira.

Dijo Palmira, pero Giorgios estaba pensando en Zenobia.

Zabdas, Giorgios, Hairam y Kitot compartían el almuerzo en el cuartel principal del ejército palmireno. Comían torcaces asadas en espetones rellenas de dátiles y pasas y bañadas en una espesa salsa de sésamo.

—¿Cómo conseguiste la libertad? —le preguntó Hairam al antiguo gladiador.

—Fue hace tres años, en el transcurso de las
decennalia…
, una fiesta que instauró Octavio Augusto en honor del Senado. Galieno, para ganarse los favores de la plebe de Roma y festejar su triunfo sobre algunos rivales, preparó un desfile como jamás se había visto antes en la capital del Imperio. Lo encabezaban centenares de esclavos y esclavas que portaban antorchas y lámparas de cera, y tras ellos marchaban cien bueyes blancos con sus cuernos engalanados con cintas doradas; después formaban doscientas ovejas de purísima lana blanca y diez elefantes pintados de blanco. Tras ellos desfilamos mil doscientos gladiadores, todos cuantos se pudieron reclutar en Roma y en las ciudades más próximas; íbamos vestidos con mantos dorados y cada uno de nosotros llevaba un perro con su correa. Después venían carrozas sobre las que centenares de mimos y actores no cesaban de ejecutar malabares y representar chanzas burlescas. Por fin, cerraban aquella deslumbrante comitiva todos los senadores, vestidos con sus togas albas ribeteadas de rojo, y los caballeros miembros del orden ecuestre con túnicas blancas. Entre ellos desfiló el emperador Galieno, investido con la túnica triunfal, la toga palmada y las fasces laureadas, como es propio de su cargo, escoltado por centenares de lanceros que portaban en las puntas de sus armas banderas con los colores y emblemas de las diferentes corporaciones profesionales y religiosas de Roma, y centenares de individuos de las diversas naciones del Imperio e incluso de pueblos bárbaros; hasta un grupo de persas había en aquel extraño cortejo. Desfilamos por las calzadas de piedra del imponente Foro imperial, pasamos junto a la estatua del Coloso, la que erigiera el emperador Nerón con su propio rostro pero al que le cambiaron la cabeza hace años por la del dios Helios, y llegamos hasta el Capitolio, donde el emperador fue aclamado por los más egregios representantes del pueblo.

—Debió de ser un desfile magnífico, con toda esa gente y esos animales de blanco y de oro… —Hairam escuchaba atento a Kitot.

—Y todavía fue más imponente lo que siguió después. Durante varios días se celebraron juegos y festejos en el Coliseo, en el circo Máximo, en el de Domiciano y en los teatros: comitates de fieras, luchas de gladiadores, representaciones teatrales, mimos, bailes, banquetes… Toda Roma se convirtió en una enorme fiesta que recordaba la que se celebró unos años antes con motivo del milenario de la fundación de la ciudad, pero algunos romanos, los de mayor enjundia moral, comenzaron a criticar aquellos exagerados y costosísimos fastos. Los más valientes, o tal vez los más insensatos, denunciaron que Galieno se entregara a los banquetes más ubérrimos y a los festejos más fastuosos mientras su padre, el recordado emperador Valeriano, seguía en manos de Sapor, pudriéndose en alguna prisión persa.

—Un hijo debe honrar a quien le ha dado la vida; recuérdalo, Hairam —terció Zabdas.

—Siempre lo haré, general.

—Bien. Así estaban las cosas cuando una tarde un grupo de bufones, sin duda muy afectados por el vino que corría en abundancia, comenzaron a interpretar mimos grotescos y comedias satíricas donde se ridiculizaba, sin duda con acierto pero sin disimulo, al emperador Galieno por no intentar ninguna acción para liberar a su padre del cautiverio en Persia. Esas críticas dignas de haber sido recogidas en los versos más ácidos y socarrones del epigramista Marcial, llegaron a oídos del emperador, que ordenó la ejecución inmediata de todos aquellos atrevidos cómicos. Los irreverentes artistas que habían criticado al emperador ardieron al día siguiente sobre unas piras de leña junto a la orilla del Tiber mientras Galieno se atiborraba de los manjares más exquisitos en un banquete que organizó en su palacio. Esos cómicos murieron abrasados, ante los ojos enardecidos de la plebe romana, siempre sedienta de sangre y de muerte.

»Pero yo conseguí la libertad. Para ello tuve que pelear en la arena del Coliseo contra tres compañeros a los que no tuve más remedio que matar para no morir. Su sangre fue el doloroso precio de mi liberación. —Kitot escupió sobre la arena.

—¿Qué sientes al matar a un hombre? —le preguntó Hairam al antiguo gladiador.

—Imagino que lo mismo que sentirás tú, príncipe: que he salvado mi vida.

Tal vez ésa fuera la sensación de Kitot ante la muerte de un enemigo o de un gladiador abatido por su espada, pero no era eso precisamente lo que sentía el ateniense. Su primera víctima, a la que ya no recordaba pero que debió de ser algún bárbaro en las guerras de la frontera del Danubio, le despertó el instinto de la venganza cumplida por el asesinato de sus padres y de su hermana, y lo mismo ocurrió con las siguientes, hasta que llegó un momento en que matar a un hombre en el combate ya no significó nada, absolutamente nada, para Giorgios.

Odenato y Zenobia acababan de hacer el amor. Tres partos consecutivos no habían ajado la tersa piel del escultural cuerpo de la señora de las palmeras, como solían llamarla sus súbditos.

—Vamos a liberar al emperador Valeriano —soltó de pronto Odenato.

—Entonces ésa es la razón por la que estás equipando un ejército tan numeroso.

—Así es. Hasta ahora nos hemos limitado a acosar a los persas y vencerlos, pero es hora de asestarles el golpe definitivo.

—¿Qué estás tramando?

—Quiero ofrecerte la corona de Oriente.

—Ya la tengo; soy la esposa del rey de reyes.

—Me refiero a la corona imperial; no reconozco otro imperio que el de Roma.

—¿Deseas convertirte en emperador? Muchos lo han intentado pero han sido considerados usurpadores y ejecutados por traición en cuanto han caído en manos del emperador o de sus legados. ¿Aspiras a ser uno más de ellos? ¿Tanta prisa tienes por morir?

—Claro que no. Mi intención es compartir el imperio con Valeriano una vez que consiga su liberación.

—¿Dos emperadores?

—Uno en Occidente, en Roma, y otro en Oriente, en Palmira. Un mismo imperio alumbrado por dos soles. El Imperio es demasiado extenso para ser gobernado por un solo hombre.

—Galieno no lo admitirá; desde que su padre fue capturado por los persas se considera el único emperador.

—Es un cobarde. Si consigo liberar a Valeriano y llevarlo de vuelta a Roma, el Senado le devolverá sus insignias imperiales y los soldados de todas las legiones lo aclamarán de nuevo como emperador legítimo. Galieno deberá aceptar la nueva situación o se convertirá en un mal recuerdo.

—¿Ha sido todo esto idea tuya?

—Bueno, lo he comentado con mi primo Meonio.

—No me gusta. Siempre está adulándote, siempre a tu sombra como un chacal en busca de la carroña. Cuídate de él; bajo su apariencia sumisa y dócil esconde un carácter ambicioso. I lace unos días me envió como presente dos copas de oro, o al menos lo parecían, porque en realidad eran de siderita bañadas con una capa dorada muy fina. El hierro es el metal que siembra la discordia; por eso lo hizo.

—Exageras, esposa. Eso solo significa que Meonio es un tacaño. Se mantendrá siempre leal y fiel a mí. Lo conozco bien; crecimos juntos, hemos participado en muchas cacerías y hemos combatido codo a codo en demasiadas batallas.

—Longino me ha enseñado una máxima de un sabio griego llamado Quilón que dice: «Sal fiador y tendrás preocupaciones.»—De acuerdo, lo vigilaré, pero te aseguro que es inofensivo.

CAPÍTULO XV

Palmira, fines de primavera de 265;

1018 de la fundación de Roma

El ejército estaba listo. Veinte mil hombres bien equipados y convenientemente entrenados aguardaban la orden de partir hacia Mesopotamia.

Zenobia no participó en esta ocasión en la campaña pues prefirió quedarse en Palmira con su hijito Vabalato, del que apenas se separaba un instante.

Enterado Sapor de la nueva oleada que se avecinaba sobre su reino, convocó a todos sus aliados para la defensa y se parapetó tras las murallas y los fosos de Ctesifonte. Además, promulgó un edicto por el cual invitaba a todos los judíos que así quisieran a instalarse en svi territorio, ofreciéndoles grandes facilidades y eximiendo de algunas tasas a los comerciantes hebreos que decidieran acudir al reino sasánida.

Los palmirenos avanzaron por el curso del Eufrates como un vendaval, arrasando a cuantos destacamentos persas les salieron al encuentro. Kitot destacó en todos los combates; armado con una enorme maza de hierro con afiladas cuchillas en la punta, sus acometidas resultaban demoledoras y él solo era capaz de abrir una brecha en las cerradas formaciones de la infantería sasánida utilizándola a modo de molinete. Sus siete pies de altura y su fuerza descomunal le permitían cubrirse con un casco de hierro y una armadura del tal grosor que a cualquier otro hombre le hubiera impedido siquiera andar, de modo que cuando era alcanzado por algún golpe de espada, de lanza o por una flecha no sufría el menor daño.

Hairam cabalgaba junto a Giorgios y Kitot. El joven heredero de Palmira se sentía importante entre aquellos dos formidables soldados y procuraba no separarse un momento de ellos.

—Esta vez entraremos en Ctesifonte, en el palacio de Sapor comeremos sus manjares, dormiremos con sus esposas en sus lechos de seda, beberemos los mejores vinos de sus almacenes y cantaremos canciones de victoria a la sombra de sus estatuas, que luego adornarán nuestras tiendas y nuestras casas —dijo ufano el joven.

—Sólo somos dos legiones —alegó Giorgios—. El emperador Valeriano puso en marcha hasta siete, con tropas seleccionadas entre las mejores del Imperio, y fracasó. Jamás podremos conquistar un imperio tan extenso y poblado como el persa.

—¿Dos legiones?

—Según la organización del ejército romano, así es. Una legión la componen unos cinco mil legionarios de a pie, divididos según su experiencia en príncipes, hastatos y triarios, organizados a su vez en cohortes, manípulos y centurias, dirigidos por centuriones y decuriones, más un escuadrón de caballería de ciento veinte a trescientos jinetes. Esas tropas constituyen el cuerpo principal de una legión, pero además hay que añadir las tropas auxiliares y los vélites, la infantería ligera, con lo que casi se duplica el número de soldados.

—¿Y de cuántas legiones dispone el Imperio romano? —preguntó Hairam.

—Antes de que estallara la anarquía militar y se generalizaran los pronunciamientos y sublevaciones de generales que aspiran a ser emperadores, Roma mantenía en activo treinta y dos legiones; pero ahora tal vez sean algunas menos.

—¡Treinta y dos! ¡Eso son más de trescientos mil hombres! —exclamó asombrado Hairam tras hacer un rápido cálculo mental; era obvio que había aprovechado las clases de matemáticas de los maestros griegos que enseñaban en Palmira, donde todos los niños solían aprender a contar números y a relacionarlos con facilidad, pues en una ciudad de mercaderes que vivía de la compra y la venta era imprescindible manejarse bien y deprisa con las cifras—. Con todo ese ejército, el reino de los sasánidas duraría un instante.

—Pero Roma no puede distraer a todos sus efectivos para concentrarlos en una sola campaña militar en este extremo oriental de sus dominios; necesita guarnecer sus fronteras de manera permanente en el
limes
que se extiende durante miles y miles de millas hacia todas las direcciones. Todas esas legiones defienden el Imperio desde Britania a Mesopotamia y desde Arabia al océano de los atlantes y si desaparecieran de sus cuarteles los bárbaros entrarían como la marea alta en la playa.

BOOK: La Prisionera de Roma
12.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Something Girl by Beth Goobie
Thief of Souls by Neal Shusterman
Fletcher by David Horscroft
The Cinderella Moment by Jennifer Kloester
Adventures of Radisson by Fournier, Martin
Must Love Otters by Gordon, Eliza
Hardball by Sykes, V.K.
Finding Abbey Road by Kevin Emerson