Read La Prisionera de Roma Online

Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (29 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
12.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Zenobia apareció en la puerta de su pabellón poco después de la salida del sol y tras ella lo hizo Odenato, ya recuperado de su malestar tras varias horas de sueño reparador.

—Anoche oímos el rugido de un león hacia el norte, tal vez a una milla de distancia. He enviado una partida de seis hombres para ver si pueden dar con su rastro —informó Giorgios.

—Iremos por él. Probablemente estuviera de caza, como nosotros. Si regresamos a Palmira con un león como trofeo, se considerará un buen augurio y eso animará a los nuestros —dijo Odenato.

—Yo iré con vosotros —intervino Zenobia.

—¿Dejarás solos a nuestros hijos? —le preguntó Odenato, extrañado porque desde que naciera Vabalato, Zenobia no solía separarse de él por ninguna causa.

—Los cuidará Kitot.

El armenio frunció el gesto. A él lo que le apetecía era salir en pos del león y no quedarse en el campamento de niñera de unos mocosos.

Giorgios, al darse cuenta del gesto de contrariedad de su ayudante, terció ante Odenato procurando no contrariar a Zenobia.

—Necesitamos a Kitot en la cacería, mi señor; su fuerza es muy importante. Y también su experiencia, pues en su etapa de gladiador combatió en la arena con fieras y es obvio que siempre resultó victorioso.

—¿Luchaste contra leones? —le preguntó Odenato.

—En una ocasión, en Tarraco, la capital de una provincia de Hispania. En su anfiteatro nos enfrentamos seis gladiadores a tres leones.

—Está claro que tú resultaste vencedor, pero ¿qué fue de tus compañeros?

—Dos cayeron en las garras de las fieras, los demás conseguimos vencer.

Odenato miró a Zenobia y ésta consintió en que Kitot los acompañara.

—De acuerdo; entonces que se queden sesenta hombres en el campamento. Los demás iremos a por esa fiera.

Los oteadores localizaron la pista del león a unas dos millas al noreste del campamento. Comprobadas sus huellas, parecía tratarse de un enorme macho solitario, tal vez en busca de alguna hembra con la que aparearse o de un bocado fácil que echarse al coleto.

Siguieron su rastro durante toda la jornada hasta que atisbaron a la fiera cuando atravesaba una vaguada entre dos colinas cubiertas de algunos matorrales espinosos.

Como habían supuesto, se trataba de un gran macho solitario; pero al observarlo más de cerca parecía cansino, tenía algunas heridas abiertas por las que sangraba y cojeaba ostensiblemente de una de sus patas.

—Ese león está herido de muerte —observó Odenato—. Se trata de un viejo macho derrotado. Imagino que sus heridas han sido provocadas por un macho más joven y fuerte que lo ha retado y lo ha desplazado de su puesto al frente de su manada. Ha perdido sus hembras y sus cachorros. Los rugidos que emitía anoche eran de dolor y de derrota.

—¿Vamos por él? —pregunto Kitot.

—No —ordenó tajante—. Cazar a ese viejo león carece de mérito alguno. Ha sido derrotado y ya no aguarda otra cosa que una muerte inmediata. Dejémosle que muera tranquilo. Iremos hacia el oeste; en esta época del año suelen abundar por allí las gacelas, y los leones y los leopardos van siempre tras ellas.

Tal como ordenó Odenato, la partida de cazadores, con Zenobia como uno más entre ellos, se dirigió hacia unas colinas pardas con las laderas surcadas de barrancos en cuyo fondo, pese a que estaba a punto de comenzar el invierno, habían brotado algunas hierbas verdes que atraían a grupos de gacelas y antílopes del desierto.

Zenobia preparó su arco y estiró de la cuerda con fuerza para probar la tensión. Kitot se quedó pasmado cuando comprobó con qué facilidad lo tensaba.

—No te extrañes; el primer regalo que se le hace a cada palmireno es un arco. Todos los niños lo saben utilizar con enorme maestría, pero esa mujer lo maneja mucho mejor que la mayoría de los hombres que conozco —le explicó Giorgios.

—Si parece tan frágil…

—Pese a las apariencias es fuerte como una leona y flexible como una pantera.

Y así era. Zenobia manejaba el arco con una precisión extraordinaria. Algunas gacelas dieron buena prueba de ello, pues fue ella la que alcanzó a un par de las varias que abatieron.

No pudieron capturar a ningún león ni a ninguna bestia peligrosa; ni siquiera a un lobo cuyo aullido habían escuchado alguna noche no muy lejos del campamento. Odenato les recordó que durante varios siglos habían sido perseguidas por los cazadores romanos para capturarlas y llevarlas a los circos de Roma y de otras grandes ciudades del Imperio. Las otrora abundantes manadas de leones, o los leopardos, o incluso los osos, habían decrecido hasta casi desaparecer, y cada año era más difícil encontrarse con una de aquellas feroces bestias, que, además, huían despavoridas en cuanto descubrían en el aire el olor de los humanos.

Regresaron a Palmira un par de días antes de que se festejara el día más corto del año, en el que se celebraba el nacimiento del Sol, que comenzaba su ciclo anual, y el inicio del invierno. Ese mismo día, veintiún años antes, había nacido Zenobia.

CAPÍTULO XVII

Palmira, primavera y verano de 266;

1019 de la fundación de Roma

Los comerciantes palmirenos se mostraban satisfechos. A pesar de los problemas bélicos en la región de Mesopotamia, las caravanas seguían fluyendo entre el este y el oeste y, con ellas, sus ingresos se habían incrementado de manera notable. Incluso algunas de las que solían dirigirse hacia Petra lo hacían ahora a Palmira. Los principales mercaderes de la ciudad, dueños de tiendas y caravanas, eran más ricos que el año anterior y sabían que el incremento de su fortuna se lo debían a Odenato.

El grupo de potentados que dirigía la corporación de mercaderes de la seda, una de las más influyentes, había reclamado de Odenato con insistencia que se revisaran los precios que se cobraban por los servicios que se prestaban a las caravanas que atravesaban el territorio de Palmira. Los precios inscritos en la estela de la Tarifa habían quedado desfasados y era necesario actualizarlos, pues hacía algún tiempo que las monedas que se acuñaban no contenían la misma cantidad de plata que antaño y por ello habían perdido buena parte de su valor.

En aquel monolito de casi diez codos de largo por tres y medio de alto, erigido hacía cien años, estaban grabadas en griego y en palmireno las leyes y las ordenanzas que regulaban el comercio y los precios de todos los productos y de los servicios que la ciudad prestaba. El fisco recaudaba dinero por cuanto se vendía o compraba en los mercados: esclavos, perfumes, sal, tintes, joyas, oro y plata. Todo tributaba, especialmente el agua, que se vendía a precios carísimos pero que resultaba imprescindible para atravesar el desierto y alcanzar el Eufrates hacia el este o las ciudades de Damasco y Emesa hacia el oeste.

Los magistrados de la ciudad le habían propuesto a Odenato que los nuevos precios se grabaran en unas placas de bronce y que éstas se fijaran en la piedra mediante clavos, a fin de que pudieran modificarse con facilidad cada vez que se alteraran las tasas que debían abonar por los productos o los servicios indicados en ellas.

Hasta las prostitutas pagaban unas tasas señaladas en la Tarifa; cada una de las mujeres que ejercía este oficio en los afamados burdeles de Palmira, que solían estar muy concurridos, abonaba la mitad de lo que recaudaba al día por vender su cuerpo. Un grupo especial de agentes se encargaba de recaudar este impuesto, aunque a menudo permitían que las prostitutas declararan menos ingresos de los reales y se quedaran con un mayor porcentaje de lo recaudado a cambio de algunos favores sexuales o de una comisión. Odenato, que sabía que estas corruptelas ocurrían, había pensado en alguna ocasión que fueran eunucos quienes recaudaran ese impuesto, por estar inmunes a la seducción de las prostitutas, pero lo desechó porque los emasculados se mostraban mucho más ávidos de dinero que los hombres corruptos a cambio de sexo.

Una caravana compuesta por más de mil dromedarios acababa de llegar a la ciudad. Pronto se corrió la voz y se dijo que aquellos mercaderes, entre los que había varios procedentes de la India, la tierra a cuyas puertas se había detenido Alejandro el Grande en su prodigiosa marcha para la conquista de Asia, traían cajas repletas de fabulosas joyas jamás vistas: brazaletes en los que había engastados rubíes del tamaño de garbanzos, pendientes con preciosas esmeraldas talladas con una perfección extraordinaria, anillos con brillantes y diamantes engarzados, collares de perlas blancas y negras…, además de rollos de seda tejidos por manos primorosas en los talleres de la lejana China, en los que se bordaban elegantes flores rojas, azules y amarillas y pájaros de plumajes tornasolados tan brillantes que hacían palidecer la mismísima luz del sol.

Zenobia decidió acudir al mercado y comprobar por sí misma las maravillas que le habían contado algunas de las esclavas de servicio en palacio.

Escoltada por varios guardias y rodeada por seis eunucos, decidió salir en un palanquín que portaron seis robustos jóvenes. Dos guardias armados con varas flexibles y largas iban a la cabeza del cortejo apartando a varazos si era necesario a los curiosos que se acercaban demasiado para admirar o intentar saludar a su soberana.

Zenobia no se había dado cuenta, pero Meonio la seguía desde una prudente distancia, calibrando todos sus movimientos, observando cada uno de sus pasos. Meonio odiaba a Odenato y cuanto el gobernador de Palmira significaba, y soñaba con sucederlo algún día en el gobierno de la ciudad, puesto al que se sentía con derecho por su linaje. Por un momento pensó que haciéndole daño a Zenobia se lo haría a Odenato, pero no encontró la manera de burlar la guardia de la señora de Palmira.

Algunas de las más afamadas prostitutas de Palmira, cuyos burdeles eran tan concurridos como los de Alejandría, también habían acudido al mercado. Las meretrices más solicitadas ganaban dinero suficiente como para poder comprarse ritas joyas, con las que se engalanaban cuando eran visitadas por sus potentados clientes. En Palmira, todas las mujeres se adornaban con joyas, incluso las de condición más humilde, pues era creencia habitual considerar que las perlas, los rubíes, las esmeraldas o los brillantes no sólo hacían más hermosa a la mujer que los lucía sino que, además, cada piedra preciosa estaba dotada de una carga de energía que transmitía sus beneficios a la mujer que la portaba y al hombre que la poseía.

En cuanto se apercibieron de la llegada de la reina, los asombrados mercaderes se arremolinaron a su alrededor para ofrecerle sus mejores joyas en espera de conseguir un buen negocio. Unos mostraban la verde malaquita de las minas del centro de Asia, de tonos tan variados e intensos como las hojas de las palmeras tras una lluvia de finales del invierno; otros lo hacían con piedras de sardónice rojizo de las montañas del techo del mundo, casi translúcido de tan puro; otros enseñaban en sus manos diamantes de la India, tallados por los mejores artesanos de ese lejano país; algunos decían poseer las más bellas joyas de pederote, la piedra de color rojo púrpura que se identificaba con el poder del emperador, o perlas del mar del sur, algunas tan grandes como huevos de codorniz.

—¡Mi señora! —gritó un perfumero persa al que Zenobia solía comprar exquisitas esencias—, acabo de recibir una partida de la más pura mirrita; si se calienta en un brasero exhala la embriagadora y aromática fragancia del nardo. ¿Quieres comprobarlo por ti misma?

Zenobia se volvió hacia el insolente y lo miró con la firmeza de sus ojos de tigresa. El persa se acongojó y no pudo sostener la mirada de su reina.

—¿Es eso cierto?

—Claro… —balbució el mercader un tanto amedrentado—. Aquí está la prueba, mi señora.

El comerciante agitó una lamparita donde se consumían unos pedacitos de mirrita, de los que emanaba un humo blanquecino, denso y dulzón que perfumaba el ambiente de un aroma similar al de la esencia del narciso.

—¿Cuánto cuesta?

—Treinta piezas grandes de plata por este saquillo, mi señora, pero con esa cantidad podrás mantener perfumado un gran salón durante cuarenta días al menos.

Zenobia ni siquiera se molestó en establecer un regateo e hizo una señal a uno de los eunucos que la acompañaban. Este entregó al persa las treinta monedas de plata a cambio del saquillo de mirrita.

—Has hecho una compra extraordinaria, mi señora, seguro que querrás más en cuanto lo pruebes —dijo el persa inclinándose con tal servilismo ante la reina que parecía a punto de partirse en dos por la cintura.

—¡Alejaos de aquí, rameras! —conminó de pronto uno de los guardias, amenazando con su larga vara de madera a tres prostitutas que se habían acercado demasiado a Zenobia.

—¡Déjalas! —ordenó la reina—. ¿Qué deseáis?

—Señora, los magistrados nos abruman con los impuestos —gritó una de ellas.

—Acercaos.

Las tres prostitutas, perfectamente identificables por sus rostros pintados con coloretes rojos muy intensos y por sus túnicas escotadas que dejaban entrever buena parte de sus pechos, se acercaron hasta Zenobia abriéndose paso entre los recelosos emasculados que formaban un cordón humano alrededor de la señora de las palmeras, dentro de otro integrado por los fornidos soldados del cuerpo de guardia de palacio.

—¿Cuál es vuestra queja? —les preguntó.

Una de ellas, bajita y gordezuela, de rostro redondo, carrillos abultados, boca de ciruela y labios regordetes entre los que asomaban unos dientes pequeños y separados entre sí, de negro pelo lacio y diminutos ojos oscuros, cuya pequeñez e insignificancia intentaba disimular pintándose todo el párpado con
kohl
, tomó la palabra:

—Señora, las prostitutas de Tadmor estamos obligadas a abonar en tributos la mitad de cuanto nos pagan nuestros clientes: un denario por cada dos denarios que cobramos, un as por cada dos ases; estimamos que es demasiado. Nadie contribuye con semejante porcentaje de sus impuestos.

En efecto, en la plaza de la Tarifa la novena ordenanza municipal aprobada por los magistrados de Palmira y ratificada por el cónsul Odenato imponía a las meretrices el impuesto del cincuenta por ciento de todo cuanto recaudaban por sus servicios; ese porcentaje era el mismo que impusiera a los burdeles de todo el Imperio el emperador Calígula hacía de ello más de doscientos años.

—Eso no es del todo cierto; algunos comerciantes cotizan hasta el setenta y cinco por ciento de sus beneficios netos —rebatió Zenobia.

BOOK: La Prisionera de Roma
12.32Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Desolation Crossing by James Axler
Prozac Nation by Elizabeth Wurtzel
The Jewish Dog by Asher Kravitz
The Caryatids by Bruce Sterling
El jardín secreto by Frances Hodgson Burnett
Letters to Missy Violet by Hathaway, Barbara
An Unconventional Murder by Kenneth L. Levinson