En el año 267 una hermosa joven llamada Zenobia se convirtió en soberana de la fabulosa ciudad de Palmira, en el desierto de la provincia romana de Siria. Tras el asesinato de su esposo Odenato, Zenobia hizo de Palmira el centro de un nuevo reino que dominó las tierras ubicadas entre el Mediterráneo y Mesopotamia. Durante cinco años su sueño imperial fue posible y Zenobia, dotada de una belleza legendaria y de una capacidad de gobierno encomiable, se independizó del Imperio romano, reinó sobre Asia occidental, conquistó Egipto, fue aclamada como la nueva Cleopatra y mantuvo a raya al Imperio persa.
José Luis Corral
La prisionera de Roma
ePUB v1.1
Polifemo711.09.11
La prisionera de Roma
© José Luis Corral, 2011
© Editorial Planeta, S. A. 2011
Colección: Autores españoles e iberoamericanos
Primera edición: mayo de 2011
ISBN: 9788408102038
A M.ª José, mi mujer, por la vida
En el año 267 una hermosa joven llamada Zenobia se convirtió en soberana de la fabulosa ciudad de Palmira, en el desierto de la provincia romana de Siria. Tras el asesinato de su esposo Odenato, Zenobia hizo de Palmira el centro de un nuevo reino que dominó las tierras ubicadas entre el Mediterráneo y Mesopotamia.
Durante cinco años su sueño imperial fue posible y Zenobia, dotada de una belleza legendaria y de una capacidad de gobierno encomiable, se independizó del Imperio romano, reinó sobre Asia occidental, conquistó Egipto, fue aclamada como la nueva Cleopatra y mantuvo a raya al Imperio persa.
En el año 272, Aureliano, emperador de Roma, se enfrentó al ejército de Palmira después de que Zenobia se atreviera a proclamar su independencia del Imperio romano. Derrotada y presa la reina Zenobia y conquistada Palmira, el Imperio romano recuperó la gloria de los tiempos de los grandes césares y todavía sobreviviría un par de siglos, a veces inmerso en períodos de lenta agonía.
Hubo un tiempo, a finales del siglo III en el que una bellísima mujer —se dijo de ella que fue la más hermosa que había existido— desafió al poder de Roma. Esa mujer, descendiente del linaje de Cleopatra, se llamó Zenobia y fue señora de Palmira, reina de Egipto y emperatriz de Oriente. Gobernó un imperio sobre la mitad del mundo conocido desde una ciudad de leyenda, y soñó con construir un mundo nuevo.
Ésta es su historia.
De los recuerdos de Zenobia a su hija
Tívoli, cerca de Roma, fines de diciembre de 297;
1050 de la fundación de Roma
—Sabes, hija, hubo un tiempo, no demasiado lejano, en el que yo fui la soberana del mundo.
»El Imperio romano agonizaba sumido en luchas intestinas entre ambiciosos generales y acosado por los bárbaros en todas sus fronteras. En ese tiempo no hubo nadie capaz de atajar tantos desmanes y tuve que ser yo, una mujer de Oriente, quien me enfrenté al caos y pugné porque la civilización no se viniera abajo y desapareciera para siempre.
»Desde Palmira, la ciudad más hermosa, nacida de la arena como una joya de piedra y seda, construí un enorme imperio, asenté las fronteras con los persas, mantuve a raya a los bárbaros, restauré el reino de Cleopatra y soñé con un mundo distinto.
»Hace ya treinta años de todo aquello. Es casi una vida, y lo recuerdo como algo tan lejano cual si hubieran transcurrido varios siglos, como si cada vez que lo rememoro estuviera evocando un sueño difuso y no algo vivido.
»Hubo un tiempo, hija mía, en el que los hombres de Oriente me aclamaron como al más grande de los conquistadores. Goberné ricas provincias y reinos populosos, guerreé en batallas junto a héroes formidables, conquisté planicies inmensas y montañas cuyas cimas rasgaban los cielos, cacé los más fieros leones y domé los más indómitos caballos, cabalgué por caminos de arena y por calzadas enlosadas, crucé el mar, tuve a Oliente sumido a mis pies y entregado a mi gobierno, lo presencié desde la dorada Alejandría y los más egregios generales se postraron a mis pies como ante una diosa.
»Hubo un tiempo, mi amada niña, en el que el mundo estaba sumido en terribles convulsiones; las gentes carecían de gobierno, los poderosos humillaban a los humildes, los fuertes se imponían a los débiles, los justos eran desplazados por los avarientos. Yo cambié todo aquello; di prosperidad a mi pueblo, otorgué confianza a los mercaderes, provoqué el temor de mis enemigos y puse en orden una tierra que navegaba a la deriva.
»Tenía tu edad cuando me convertí en la reina de Oriente. Fui educada por ilustres eruditos y eminentes sabios que me enseñaron filosofía, historia y literatura, y gracias a ellos aprendí a comprender las miserias y las grandezas que habitan en los corazones de los seres humanos.
»Hubo un tiempo en el que los hombres combatieron y murieron por mí, en el que se libraron batallas épicas en las que la sola mención de mi nombre infundía temor en los enemigos y valor en los corazones de mis soldados. Los campos de batalla de Siria, de Egipto y de Mesopotamia vieron luchar a guerreros prodigiosos en defensa del reino que yo quería implantar, y morir por ese ideal que he perseguido durante toda mi vida.
»Hubo un tiempo, mi querida hija, en el que todos pronunciaban mi nombre como un susurro, en el que el viento llevaba de un lado a otro el relato de mis hazañas, en el que parecía posible construir un mundo mejor en el que acabaran las guerras y las matanzas.
»Yo viví aquel tiempo prodigioso, y tuve miedo. Sí, mi pequeña, tuve miedo muchas veces. Temblé como una niña desvalida en la soledad de mi aposento cuando me comunicaron el fallecimiento de mi primer esposo, lloré desesperada cuando murieron mis hijos, sentí el pavor atormentándome antes de cada batalla, se rasgaron mis entrañas cuando perdí el amor y cuando no pude evitar que Roma acosara mi reino. Pero en todas esas situaciones tan terribles me mostré fuerte y sólida delante de mis súbditos, que jamás me vieron llorar.
»Yo he vivido en una época que en los libros de Hhistoria se recordará como una edad confusa que tildarán de oscura y que tal vez presenten envuelta en un velo de tinieblas. Varios historiadores romanos ya han escrito sobre mí y, aunque alguno entiende mi proceder, la mayoría me trata en sus textos como la mujer ambiciosa que condujo a Roma y a su civilización al borde del abismo porque quiso ganar su propio reino antes que someterse a la ley del Imperio; incluso aseguran que fui pérfida en la traición y tiránica en el gobierno.
»Sé que cuentan cosas que no fueron ciertas y que inventan episodios macabros para ensuciar mi memoria. Lo sé, porque he leído algunas de ellas y he sido testigo de que esas conductas no son inusuales; y, además, porque el paso de los años altera la percepción de lo ocurrido cuando se rememora tiempo después.
»Presiento que el momento de mi muerte no está lejos, y que, cuando llegue, todos mis recuerdos se irán conmigo y de mí sólo quedarán unas líneas en una historia escrita por quienes me odiaron aun sin conocerme. Quiero que sepas que lo hicieron porque intenté cambiar este mundo injusto.
»Por eso, mi querida hija, deseo contarte todos esos recuerdos, para que no se olviden con mi muerte, para que tú los cuentes a tus hijos, y tus hijos a los suyos, y se perpetúen en nuestra familia.
»Y así, tal vez algún día, en un tiempo lejano, cuando hayan pasado muchos siglos y todos los monarcas de esta época no seamos sino simples nombres grabados en lápidas de piedra, alguien recupere mis recuerdos y cuente mi verdadera historia.
»Porque hubo un tiempo, hija, en el que yo pude ser la dueña del mundo.
Palmira, en el desierto sirio, 23 de diciembre del año 245;
nueve días antes de las calendas de enero
del 998 de la fundación de Roma
El médico griego le pidió a la egipcia que empujara con fuerza. La partera observó el pequeño bulto negruzco que asomaba entre las piernas de la parturienta, lo asió con delicadeza y tiró con la habilidad que sólo otorga la experiencia. Lo extrajo del útero materno y lo puso sobre el pecho de su madre. El médico ató con destreza un nudo con un cordel en el cordón umbilical y lo cortó.
La recién nacida, abiertos sus pulmones al nuevo aire fresco, rompió a llorar con energía. Los augures del templo de Nebo, intérpretes de los signos que anunciaban el futuro, habían vaticinado que del vientre de la egipcia nacería un varón; pero sus presagios habían fallado.
Zabaii ben Selim escuchó berrear a su retoño y, por la fuerza del llanto, supuso que los arúspices habían acertado; sonrió por ello. Entró esperanzado en la habitación donde su esposa, una bella egipcia a la que había comprado como esclava unos pocos años atrás y con la que después se había desposado, sudaba y gemía, agotada tras varias horas de parto.
Faltaba una jornada para la fiesta del solsticio de invierno, el día más corto del año, y en Palmira, la floreciente ciudad del desierto sirio, el agua de los estanques se había helado aquella noche por primera vez en mucho tiempo. Un gélido viento soplaba del norte y ululaba en las acroteras de los tejados, bajo un límpido cielo estrellado que parecía como fundido en vidrio y moteado de chispas de perlas luminiscentes.
Zabaii se dio cuenta enseguida de que su primer retoño era una hembra, y contempló frustrado a la niña y luego a su esposa, cuyas muecas de dolor mudaron en cierto rictus de culpabilidad ante los ojos decepcionados de su desencantado marido.
El rico mercader había soñado con tener un hijo varón. Se lo había pedido, suplicado, al amable dios Nebo, a cuyo santuario, ubicado en la gran calle de columnas, cerca del teatro, había acudido meses atrás, cuando se enteró de que su esposa estaba encinta, para ofrecerle en sacrificio dos rollizos corderos y una docena de palomas torcaces de plumaje completamente albo. Había orado en silencio y realizado ante el altar del dios de los oráculos una docena de libaciones, en las que había derramado los más caros perfumes, quemado el más refinado de los inciensos y la más aromática de las mirras para pedir que el primer hijo que naciera de las entrañas de su esposa fuera un varón.
Sin embargo Nebo, señor de la sabiduría y de la escritura, un dios siempre tan cercano a los humanos y quizá por ello caprichoso e imprevisible como el más voluble de los hombres, no había atendido a sus intensas plegarias, que siempre había acompañado con cuantiosas dádivas. Quizá, pensó Zabaii, no había sido lo suficientemente generoso con los taimados sacerdotes que ejercían como únicos intermediarios entre los dioses y los hombres; tal vez si hubiera ofrecido en sacrificio otros cuatro corderos y dos docenas de palomas, y una docena más de monedas de oro y alguna pieza de seda…
Resignado, acarició el rostro sudoroso de su joven esposa y observó de nuevo a la niña, que estaba siendo enfajada con una banda de fino lino blanco por la comadrona. El médico se lavaba las manos en una palangana y, aunque no era el responsable, parecía contrariado por haber traído una niña al mundo. Zabaii no dijo una sola palabra, apretó los dientes, salió de la estancia y se sirvió una copa de dulce vino griego, de color amarillo dorado y con intenso sabor dulzón a resina y a madera verde. La bebió de un largo trago, apuró hasta la última gota, más por rabia que por sed, tensó los músculos de sus mandíbulas y los de sus puños y maldijo en silencio a los dioses.