Read La Prisionera de Roma Online

Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (8 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
10.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Déjame el tuyo.

Odenato le acercó su arco y una flecha. Zenobia colocó la muesca de la saeta en la cuerda, sujetó el arco con fuerza con su mano izquierda y tiró con la derecha hacia atrás. El arco se tensó hasta alcanzar una curva suficiente como para lanzar el virote a más de trescientos pasos.

—¡Vaya!

—Quiero ir contigo a por esa leona —insistió Zenobia.

Su determinación acabó por doblegar a su esposo, que accedió a regañadientes.

—De acuerdo —cedió el gobernador, y le entregó un carcaj cargado con dos docenas de flechas—, pero permanece siempre tres o cuatro pasos detrás de mí y mantén el arco preparado, y si ves que se acerca un león no huyas aterrorizada; si corres, irá a por ti y te abatirá con facilidad. Los leones huelen el miedo y suelen perseguir a las presas que intentan escapar despavoridas ante su presencia, pero a veces dudan ante las que les plantan cara.

Mientras los dos esposos hablaban sobre cómo comportarse en la cacería, la fiera surgió de la espesura como un rayo amarillento. Desde su escondite había localizado y fijado a su pieza, una gacela que parecía cojear ligeramente al trote, y se lanzó a por ella como impulsada por una catapulta. Como había vislumbrado Odenato, la cazadora era una hembra, una leona adulta y sin duda experta en la cacería, porque en su ataque trazó una precisa diagonal cerrando la posibilidad de escape de la gacela.

Algunos hombres hicieron intención de salir, pero Odenato los contuvo con un enérgico gesto de su mano.

El ataque de la leona desató el pánico y la desbandada de las gacelas, que corrieron despavoridas intentando escapar de sus mortíferas garras y colmillos. Pero la fiera sólo tenía un objetivo, la pieza seleccionada antes del ataque, y en ella fijó toda su energía.

Tras una breve pero intensa carrera, alcanzó de un gran salto a la gacela que cojeaba y la volteó con un preciso y contundente golpe de sus garras sobre las ancas. A toda velocidad, con la maestría del felino experimentado en decenas de acometidas similares, se abalanzó sobre la garganta del animal caído y mordió a la gacela por la tráquea a la vez que le retorcía el cuello para asfixiarla.

Odenato reaccionó deprisa.

—¡Ahora! —ordenó a sus hombres.

Los soldados surgieron de detrás de las rocas con sus lanzas en alto y aullando como orates. La leona, que mantenía sus fauces firmemente cerradas aprisionando la garganta de la gacela, soltó a su presa pero en lugar de huir del envite de los humanos, como era habitual en estas circunstancias, se colocó delante de su trofeo y se encaró con los cazadores rugiendo con fiereza.

Odenato se sorprendió por aquella actitud y enseguida comprendió lo que sucedía. La leona no estaba sola, muy cerca debía de andar su carnada, de ahí que la fiera ofreciera resistencia a los soldados y no escapara de inmediato; sin duda estaba intentando proteger a su prole.

—¡Rodeadla en la zona de los arbustos! No le deis salida. ¡Vamos, vamos! —gritaba a la vez que se acercaba a los soldados llevando a su esposa protegida a su espalda.

Ante el acoso combinado de la docena de hombres, la leona retrocedió unos pasos y se agazapó junto a la gacela abatida, que había recuperado el resuello y ahora jadeaba convulsamente aunque permanecía tumbada en el suelo. Los palmirenos se aproximaron con cautela, cerrando el cerco, protegidos con sus escudos multicolores y con las lanzas listas para ser arrojadas, cuando de pronto la leona se arrancó en dirección a Odenato. El gobernador de Palmira flexionó las rodillas y armó su brazo derecho apuntando con la lanza hacia la bestia ocre, que corría hacia él con las fauces abiertas y rugiendo con toda su ferocidad. Sabía que sólo tendría una oportunidad con su lanza; si fallaba el tiro no le daría tiempo a desenvainar su espada, y las garras de la leona le arrancarían la piel y le destrozarían la garganta antes de que pudieran llegar los soldados en su ayuda. Tenía que esperar el momento preciso para que la fuerza de su brazo sumada a la velocidad de la leona fueran suficientes como para que la hoja de la lanza se clavara en el cuerpo de la fiera y cayera abatida. Con toda serenidad se fijó en el pecho de la leona, ahí debía lanzar su arma, y aguardó.

Zenobia contemplaba la carga de la leona con ansiedad y conforme se acercaba hacia ellos creyó que su esposo, que la protegía con su cuerpo, estaba perdido porque parecía que no reaccionaba; se había quedado inmóvil, tal vez paralizado por el miedo, como les solía ocurrir a quienes eran presa del ataque de un felino tan enorme, pensó. Pero cuando la fiera se preparaba para saltar sobre Odenato, éste arrojó su lanza con la fuerza y la precisión del cazador más avezado y fue a clavarse entre el pecho y la pata delantera derecha de la leona, que cayó a tierra apenas a cinco pasos de su cazador. El príncipe de Palmira sacó su espada corta de la vaina y se lanzó de inmediato sobre el animal, al que remató de un contundente tajo en el cuello.

Entonces contempló asombrado que la leona tenía dos flechas clavadas a la altura de los omoplatos. Miró hacia atrás y vio a Zenobia, con los pies bien asentados sobre el suelo y con una tercera flecha lista para ser disparada con el arco.

—Ya te dije que era capaz de acertar a un blanco a cincuenta pasos —dijo luciendo una sonrisa.

—Dijiste un blanco fijo, y esta leona se movía a la velocidad de un rayo.

—Bueno, he esperado a que estuviera a treinta pasos, y además es mucho más grande que una granada.

—La has alcanzado dos veces. ¿Lo hiciste antes de que le clavara mi lanza?

—La primera sí, un poco antes. Eso la frenó lo suficiente para que pudieras arrojar tu lanza. La segunda flecha impactó a la vez.

—¿Has sido capaz de hacer todo eso en tan breves instantes? —Odenato estaba apabullado ante la serenidad de su esposa y la precisión de sus disparos.

—Es cuestión de concentrarse y mantener la calma. Es lo que me enseñó mi padre.

Zenobia se encogió de hombros. Los soldados apenas creían lo que acababan de ver y, a pesar de ser algunos de ellos consumados arqueros, no cesaban de comentar que aquella joven mujer no podía ser otra que la diosa Diana, la certera cazadora, encarnada en la piel de Zenobia.

Alentados por uno de sus comandantes, alzaron sus escudos y los golpearon con sus jabalinas; alborozados, aclamaron a su jefe y a su esposa. Odenato limpió la sangre de su espada en la piel de la leona y se giró hacia la posición que ocupaba Zenobia, unos cuantos pasos tras él. Su mirada era en ese momento la de un verdadero rey.

—¿Por qué no ha escapado? Tú dijiste que estas fieras huían de los hombres, y en cambio nos ha plantado cara y nos ha atacado…

—Normalmente los leones temen la presencia del hombre. Este ejemplar es una hembra, de manera que si ha reaccionado así es que sus cachorros no andan muy lejos y procuraba protegerlos. Vamos a buscarlos, seguro que están escondidos cerca. Pero, cuidado, podría merodear por aquí otra leona o un gran macho.

La gacela que había sido abatida se incorporó y salió corriendo. Las fauces de la fiera no habían logrado estrangularla y al recuperar el aliento huyó.

Los hombres de la partida se desplegaron por la espesura en busca de los cachorros de la leona. Tras revisar minuciosamente todos los posibles escondrijos, bajo una cornisa de rocas, a unos cuatrocientos pasos de distancia, encontraron a tres pequeños leoncitos de apenas unas semanas de vida que temblaban de miedo cuando sus captores los tomaron en brazos.

—¿Puedo quedármelos? Han perdido a su madre, alguien tendrá que cuidarlos —preguntó Zenobia.

—Claro, son tuyos, pero no les cojas demasiado afecto; dentro de unos meses estarán en condiciones de arrancarte un dedo y en un par de años cualquiera de estos pequeños podrá devorar a un antílope, o a una princesa.

Los cazadores regresaron a Palmira con cuatro venados, inedia docena de gacelas del desierto, dos jabalíes, los tres cachorros vivos y la piel de la leona. La piel de los leopardos o la de los osos se puede curtir y es útil para fabricar abrigos y gorros, pero la de los leones, carente de pelo largo y tupido, sólo sirve para hacer una alfombra de no muy buena calidad. Odenato ordenó arrancarle los colmillos y las uñas, que repartió entre sus hombres, y quemar el cadáver.

En las semanas siguientes Zenobia acompañó a Odenato a nuevas cacerías e incluso a algunas algaradas militares en la frontera con los persas, participando en los preparativos del plan acordado con el legado del emperador de Roma. Se acercaba la fecha que Valeriano había fijado para la conquista de Persia y los palmirenos debían estar convenientemente dispuestos y entrenados.

CAPÍTULO V

Edesa, al norte de Siria, finales de primavera de 260;

1013 de la fundación de Roma

Setenta mil hombres bien equipados avanzaban por el alto Éufrates en dirección sureste, hacia el corazón de Mesopotamia. Siete legiones completas, reclutadas entre las mejores tropas del ejército de Roma en el Danubio, en los Balcanes y en Asia Anterior, habían sido seleccionadas y aleccionadas por el propio emperador Valeriano para poner fin a los ataques del rey Sapor I de Persia en la frontera oriental y restituir el entredicho dominio de Roma sobre Mesopotamia. El emperador había sido autorizado por el Senado para utilizar todos los medios disponibles contra los persas y así vengar la destrucción del campamento legionario de Dura Europos y el saqueo «de la ciudad de Antioquía y de las provincias de Cilicia y Capadocia; tenía potestad incluso de ir más allá del territorio romano, hasta la misma capital de Sapor si fuera posible.

Un augur del templo de Vulcano en Roma había revelado una premonición unos meses atrás. Tras observar el extraño vuelo de unas aves sobre el cielo de la capital imperial había aconsejado a Valeriano que no iniciara ninguna campaña miniar durante la luna llena, pues las señales eran nefastas y, además, cuatro años antes los bárbaros habían saqueado, en una de sus incursiones por Anatolia, el templo de la diosa Artemisa en la ciudad de Efeso, donde también se rendía culto a la Luna. Otro sacerdote del templo de Júpiter Salvador, a instancias del emperador, sacrificó unas tórtolas en honor del señor del Olimpo para evitar cualquier posible maleficio sobre la expedición militar que había decidido emprender Valeriano.

Tal cual se había planeado el año anterior, las siete legiones se concentraron en el curso medio del río Eufrates, en espera de desplegarse hacia el sureste en busca del ejército sasánida. El grueso del contingente romano se había agrupado en la ciudad de Edesa, en el norte de Siria, dispuesto a partir directo al centro del imperio de Sapor. Confiado en su abrumadora fuerza militar —hacía mucho tiempo que Roma no había reunido siete legiones en un mismo cuerpo de ejército para emprender una campaña militar—, el emperador Valeriano descuidó la defensa y vigilancia de los campamentos considerando que nadie en su sano juicio se atrevería a atacar de frente a un contingente tan numeroso; por ello, dispersó el ejército en demasía y subestimó la audacia de Sapor.

—Sapor debe de estar amedrentado ante la noticia de nuestra llegada. Si las previsiones de nuestros estrategas resultan atinadas, se retirará hacia el interior de su reino y abandonará Ctesifonte, porque sabe que no la puede defender de nuestra cometida —comentó Valeriano ante los generales de su Estado Mayor.

—Así lo hemos previsto, augusto —habló el general de la II Legión—. Estamos seguros de que Sapor se replegará; es probable que se dirija a Ctesifonte, aunque el año pasado Odenato ya le demostró que un contingente audaz y bien pertrechado puede llegar hasta los mismos muros de su capital y ponerlo en un aprieto. Claro que también podría huir hacia el este de su imperio, más allá de las montañas de Partía, en el lejano altiplano oriental, donde nos sería más difícil alcanzarlo.

—Tal vez ni siquiera tengamos que librar una sola batalla para recuperar toda Mesopotamia —supuso uno de los tribunos.

—El ejército que hemos organizado ha sido preparado para sostener un largo asedio. Hemos manejado desde el principio la idea de que Sapor se hará fuerte en Ctesifonte, al menos eso dedujeron todos nuestros estrategas. Sabemos que su consejero principal, un mago que ejerce como sacerdote del dios Ahura Mazda y que se llama Kartir Hangirpe, también le ha recomendado que resista tras los muros de su capital.

—Así es, augusto. —El general de la II Legión volvió a intervenir—. Eso es precisamente lo que esperamos que haga.

Desde luego, los romanos no imaginaban lo que había preparado Sapor. Informado por sus oteadores, el rey de los persas ordenó a su ejército avanzar a toda prisa por la orilla izquierda del Eufrates, y desde allí hacia Edesa, donde sorprendió a las confiadas legiones de Valeriano.

Lejos de amilanarse ante el amenazador envite de las siete legiones, cargó contra el corazón de las posiciones romanas. Sin dar tiempo a que los romanos se organizaran, Sapor ordenó el ataque en tromba de su caballería pesada, los catafractas, un formidable cuerpo de jinetes equipados con corazas y cotas de malla que montaban poderosísimos caballos, potentes, grandes y resistentes, criados en las inmensas praderas de una lejana región de Asia llamada Fergana, aunque no demasiado rápidos debido al enorme peso que soportaban, pues estaban forrados de hierro.

La caballería acorazada sasánida configuraba una fuerza devastadora, cuya carga frontal provocaba un impacto demoledor al atacar al enemigo en sólidas formaciones cerradas que desataban el terror entre las cohortes de la infantería romana. Hacía siglos que los persas utilizaban esta fuerza de choque en sus batallas en campo abierto; dirigida por generales competentes y en igualdad numérica con sus oponentes, una carga de los catafractas se consideraba prácticamente invencible. El rey de los persas concentró sus mejores tropas en un único frente de combate y de improviso cargó contra el centro de operaciones de la infantería de los legionarios, que no esperaban semejante reacción.

El ataque por sorpresa y rapidísimo de los sasánidas se produjo en los alrededores de la ciudad de Edesa, donde radicaba el cuartel general del cuerpo expedicionario romano. Valeriano, sorprendido por la inesperada maniobra de Sapor, al que ya suponía replegándose para refugiarse tras los muros de Ctesifonte, acudió al combate completamente desorientado y sin ningún plan previo, pues nadie en el puesto de mando tornano había previsto que pudiera aguardarse un ataque semejante. Los persas, con la caballería pesada al frente, cargaron con su demostrada contundencia y los catafractas arrasaron a las desorganizadas cohortes legionarias, que les salieron al paso de manera descompuesta, pues se hallaban demasiado dispersas por aquella región y habían descuidado la guardia.

BOOK: La Prisionera de Roma
10.44Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Sin With Cuffs by Carver, Rhonda Lee
The Wikkeling by Steven Arntson
The Nerdy Dozen #2 by Jeff Miller
Love Will Find a Way by Barbara Freethy
Consumed by Melissa Toppen
Wayward Angel by K. Renee, Vivian Cummings