—Tal vez no debí decirte nada; quizá esté equivocado y haya supuesto lo que no es.
Odenato dejó a Longino con la palabra en la boca y salió como un rayo en busca de Zenobia, a la que encontró en el patio del palacio organizando con los criados un próximo banquete.
—¿Estás embarazada? —le preguntó sin aguardar siquiera a disponer de un poco de intimidad.
Zenobia miró a los lados y los esclavos se apartaron prestos.
—Tal vez…
—Sí o no —insistió Odenato, que se mostraba nervioso e inquieto.
—Creo que sí; hace mes y medio que no sangro, la areola de mis pezones se ha hecho más grande y oscura, en ocasiones tengo sensación de vómito… Sí, creo que llevo en mi vientre un hijo tuyo.
—¿Cómo no me has dicho nada?
—No estoy completamente segura, tal vez sean síntomas de otra…; no sé, jamás había estado embarazada. ¿Te lo ha dicho mi madre? Es la única persona a la que le he confesado las dudas sobre mi estado, pero le advertí que no te lo revelara hasta que yo estuviera completamente segura de mi embarazo. —Zenobia acarició el amuleto de aetita que le entregara su madre el día de su boda con Odenato, el de la piedra roja que protegía a las mujeres preñadas contra los abortos.
—No, no he hablado de esto con tu madre; ha sido Longino quien me lo ha señalado.
—¿Longino?, ¿cómo ha podido…? —se sorprendió Zenobia.
—Lo ha deducido por tu estado esta misma mañana.
—Vaya con el filósofo.
—Sabes bien que, además de filosofía, posee amplios conocimientos de medicina, y ha supuesto que los síntomas que presentas son los propios de las embarazadas.
—Hoy mismo visitaré el santuario de Nebo; sus arúspices me confirmarán si estoy encinta o no.
—No confíes demasiado en esos interesados sabelotodo.
—A veces aciertan en sus predicciones.
—De acuerdo. Le ofrendaré a Nebo media docena de corderos, y, si estás embarazada, les regalaré a sus sacerdotes, además, dos camellos.
—Rezaré a Bel, a Marduk, a Zeus, a Mitra, a Amón, a todos los dioses y diosas conocidos, incluso a ese extraño dios de los cristianos, para que nuestro hijo sea un varón —dijo Zenobia.
—Estoy seguro de que será un niño, un nuevo príncipe para Palmira.
—En ese caso, ¿lo convertirás en tu heredero? —preguntó Zenobia.
Odenato apretó los dientes.
—Hairam es mi primogénito, y mi único hijo por el momento.
—Pero tú repudiaste a su madre; ahora soy yo tu única esposa.
—Yo mismo proclamé a Hairam, con su nombre romano de Septimio Herodes, como mi sucesor en el trono de Palmira. Acaba de cumplir veinte años y ya es un hombre, fuerte y decidido. Sí, he repudiado a su madre y la he recluido en una aldea cerca de Damasco, pero cuando nació Hairam ella era mi esposa legítima y, por tanto, mi hijo es mi heredero con todos los derechos de la sangre, de la costumbre y de la ley.
—Tal vez la fecha de su nacimiento no fuera propicia… —sugirió Zenobia.
—Lo fue. A los pocos días de nacer lo presenté en el templo de Bel. Los astrólogos determinaron que había nacido en un momento idóneo según los astros. Yo le otorgué mi herencia con plenos derechos al trono de Palmira en una solemne ceremonia ante los magistrados de la ciudad. Los miembros del senado de Palmira y los sacerdotes de todos los templos le han jurado fidelidad y obediencia porque yo así se lo demandé. Esa es nuestra ley, yo soy su principal valedor y el principal garante de su cumplimiento; y no puedo quebrantarla.
—Claro que puedes. Los caudillos árabes tienen la potestad de elegir como sucesor a cualquiera de sus hijos, no necesariamente al primogénito. Así ocurre entre los clanes de los pastores nómadas, entre las familias de los agricultores de los oasis y en las de los comerciantes de las ciudades. Tú eres un príncipe árabe, el más afamado y poderoso de todos. Puedes hacerlo; hazlo por mí. Nadie te criticará ni se opondrá a ello —insistió Zenobia.
—Hairam sabe que será mi sucesor; es un joven leal, valeroso y noble. No tengo ningún motivo para relevarlo como mi heredero. Tu hijo, nuestro hijo, será un gran príncipe cuando llegue su momento y tal vez algún día herede Palmira si antes falleciera Hairam, pero ahora mismo ese derecho le corresponde a mi primogénito.
—Pero si llegara el momento en el que faltases tú, tal vez Hairam pudiera emprender represalias contra mí y contra nuestro hijo. Podría hacer regresar a su madre de su exilio, y entonces estoy segura de que sería yo la expulsada de Palmira.
—Conozco bien a Hairam. Eso no ocurrirá. Le haré jurar ante los altares de todos los dioses en todos los templos de Palmira que cuando yo muera, él se comprometerá a mantener tu posición y la de nuestro hijo.
Zenobia calló; sabía que cuando Odenato tomaba una decisión firme la mantenía por encima de todo. Además, tal vez el retoño que portaba en su vientre fuera una niña, o, aun siendo un niño, podría fallecer al poco tiempo de nacer o presentar algún defecto que le impidiera reinar en Palmira.
Sí, comprendió que se había precipitado al presionar a su esposo y que había cometido un grave error. Se había dejado arrastrar por sus emociones y por los deseos de su corazón, que se habían antepuesto a la razón y no le habían permitido observar con claridad la situación. Se juró a sí misma que a partir de ese día jamás permitiría que los sentimientos prevalecieran en ella sobre el raciocinio; no volvería a dejarse arrastrar por el ardor del momento ni por el impulso de los afectos, y se propuso que actuaría, una vez analizada serenamente cualquier situación, con absoluta frialdad. Aquel día aprendió una de las lecciones más importantes de su vida, que no olvidaría jamás.
Palmira, comienzos de 261;
1014 de la fundación de Roma
El niño boqueaba de hambre en tanto Zenobia se aprestaba a ofrecerle sus pezones para que mamara. Odenato contemplaba a su esposa y a su hijo, para el que había elegido el nombre de Hereniano y al que acababa de consagrar al dios Yarhibol, la deidad palmirena que encarnaba al Sol radiante.
Apenas contaba con seis semanas de edad, parecía fuerte y sano y la madre se había recuperado del parto con una extraordinaria celeridad merced a su juventud, a su determinación y a su fortaleza. Gracias a los cuidados de los médicos, a una dieta que le sugirió Longino y a la realización de ejercicios gimnásticos como los que practicaban los atletas olímpicos, Zenobia recuperó su formidable aspecto físico en apenas un mes; como huella de las secuelas del embarazo sólo quedaron sus pechos, ahora más grandes e hinchados por la abundancia de leche, y unas caderas más amplias, más rotundas y más apetecibles.
—Regalaré tres camellos a los sacerdotes del templo de Nebo —dijo de pronto Odenato.
—Ofreciste dos —le recordó Zenobia.
—Me siento generoso; y, además, añadiré otros tres al templo de Baal Shamin para que no se sienta celoso, y unos cuantos corderos a los otros santuarios de Palmira. Ninguno de nuestros dioses dejará de tener su ofrenda por el nacimiento de nuestro hijo.
—Con tantos dioses a su lado, Hereniano será inmune a cualquier peligro que pueda acecharlo —ironizó Zenobia.
—Necesitará toda la ayuda posible. —Odenato torció el gesto.
—¿Nos acecha algún peligro?
—Sí, y no podemos permanecer en situación de espera.
—¿Qué quieres decir?
—Hace dos días celebré una reunión con el general Zabdas, mi primo Meonio y el resto de altos oficiales del ejército, y todos convienen en que es necesario atacar Persia antes de que sea Sapor quien venga a por nosotros y nos sorprenda.
—¿Estás seguro de lo que vas a hacer? Persia es una nación poderosa y, tras su victoria sobre el emperador Valeriano, sus soldados se creen invencibles. Los nuestros son valerosos y están muy bien preparados para la batalla, pero los persas son tan numerosos como los granos de arena del desierto —alegó Zenobia.
—Si no los atacamos y los mantenemos a raya, lo harán ellos, y no dudarán en acabar con Palmira. Somos su único escollo entre Mesopotamia y las costas del Mediterráneo; siempre han ambicionado ocupar todas las tierras entre el Eufrates y ese mar.
—Tras las murallas que ordenaste construir somos inexpugnables. Y además está el desierto como aliado de Palmira. Ningún ejército podría sostener un asedio prolongado mientras conservemos el control de los manantiales.
—No es tan fácil. La ciudadela de Dura Europos disponía de unos muros poderosísimos y de unos bastiones formidables, más altos y más fuertes que los de Palmira y construidos por los mejores ingenieros romanos, y pese a ello sucumbió ante el ataque de Sapor. No, esposa mía, estas murallas pueden detener a un ejército por un tiempo, pero no nos protegerán eternamente.
—En ese caso iré contigo; no dejaré que te enfrentes solo a Sapor.
—No se trata de salir de cacería, como hemos hecho tantas veces, sino de la guerra, de matar o de morir. No existe alternativa; si fallas no pierdes la pieza, lo que pierdes es tu propia vida —alegó Odenato.
—Si vas a esa guerra, yo quiero acompañarte.
—Ahora tienes un hijo al que cuidar.
—Si mueres en esa campaña contra Persia de nada valdrán ni mi vida ni la de mi hijo; estando contigo hago más por él que esperando aquí a que regreses vivo o a que alguien me traiga tu cadáver envuelto en un lienzo, como hicieron con el de mi padre.
—¿Acabas de cumplir quince años y ya quieres morir? —Odenato estaba orgulloso de su esposa aunque no quería que se le notara demasiado.
—Por supuesto que no deseo morir, pero si tú caes en la batalla Palmira estará perdida y yo también sucumbiré, o lo que es peor, acabaré convertida en esclava de los sasánidas o entregada como concubina al harén de alguno de sus nobles, mientras nuestro hijo se pudrirá trabajando encadenado en las minas o en los campos de Persia. ¿Es ése el final que deseas para tu esposa o prefieres regresar victorioso conmigo y seguir ver creciendo a nuestro hijo? Mi padre me educó para amar a Tadmor, pero has sido tú quien me ha enseñado a luchar por nuestra ciudad y por todo lo que supone, a mantener nuestra independencia y nuestra libertad.
—Mujer, eres un regalo de los dioses.
Odenato besó a su esposa en los labios y en los pechos. Y la volvió a amar después de varias semanas sin hacerlo tras el parto; y fue entonces cuando se dio cuenta de cuánto había echado de menos su cuerpo.
La primera esposa de Odenato, recluida en una aldea al norte de Damasco por el gobernador de Palmira tras el repudio que siguió a su boda con Zenobia, murió aquel invierno. Su hijo, el joven y arrojado Hairam, también llamado Septimio Herodes según el estilo onomástico romano, fue ratificado como heredero por el propio Odenato en una ceremonia celebrada en la gran explanada del santuario de Bel, a la que siguieron unos juegos en el teatro donde fueron mostrados los cachorros de león que recogiera Zenobia varios meses atrás; alimentados con leche de camella y de cabra y con albóndigas de carne fresca, todavía eran jóvenes y juguetones pero ya tenían el tamaño de un perro grande.
—Roma se hunde en el abismo —le reveló Odenato a Zenobia mientras ambos presenciaban la lucha de dos gladiadores.
—Y si Roma cae, ¿perjudicaría a Palmira? —preguntó Zenobia.
—No estoy seguro. Podemos mantener a raya a los persas de momento, pero no sé si lo lograríamos por mucho tiempo en caso de que el Imperio se deshiciera en pedazos, lo que parece estar sucediendo. Galieno, el hijo de Valeriano, carece de la capacidad necesaria para gobernar Roma en esta delicada situación. Ante la carencia de autoridad, varios generales se han autoproclamado emperadores en diversas provincias, en Iliria, en la Galia, e incluso en pequeñas regiones de Grecia como Tesalia o Acaya. En estos convulsos tiempos, cualquier oficial ambicioso que tenga bajo su mando un par de cohortes legionarias se siente con fuerza suficiente para echarle un pulso y disputarle su corona; alrededor de veinte usurpadores reclaman el derecho al trono, y cada mes surge alguno que se postula como candidato a emperador apoyado en un puñado de legionarios leales. Hace años que el Imperio se tambalea como un borracho a punto del desmayo; muchos de los tocados con la púrpura han sido asesinados, depuestos o se han suicidado, e incluso uno de ellos ha caído prisionero de los persas y sigue perdido y convicto, quién sabe en qué miserable rincón de ese reino, sin que los romanos preparen el rescate o la venganza.
—Esta situación no constituye ninguna novedad en la cruenta historia de los emperadores romanos. Calígula fue asesinado por sus propios guardias y sus sucesores Claudio y Nerón también; y eso ocurrió en la época dorada del Imperio, cuando nadie se atrevía a cuestionar el poder absoluto de Roma —replicó Zenobia.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Me lo han enseñado Longino y Calínico en las clases de historia.
—Parece que no me equivoqué al contratarlos.
Mientras los esposos conversaban, sobre la arena del teatro los gladiadores seguían luchando ante la indiferencia de los palmirenos, que no apreciaban esos combates con la misma pasión que despertaban en la mayoría de las ciudades del Imperio.
En ese sentido, Palmira tenía unos gustos más cercanos a los orientales; las diversiones de sus habitantes no se basaban precisamente en las carnicerías de hombres y animales, ni siquiera en las grandes representaciones de tragedias y comedias o en las carreras de caballos y de cuadrigas en los circos. Los palmirenos disfrutaban con placeres menos estridentes. Les atraían los largos y refinados banquetes compartidos con amigos y familiares al caer la tarde, los apasionados debates sobre sus actividades mercantiles y el beneficio a obtener de un lucrativo negocio, o el relajo reparador de un baño en las fuentes termales del manantial de Efqa, ubicado muy cerca de la ciudad, en el camino hacia Emesa. Ese manantial era el más caudaloso de los que manaban en Palmira y una de las causas de su riqueza. A su lado se había excavado una amplia fosa en cuyo centro se abría una amplia piscina a la que se descendía por unos escalones de piedra. Varios altares de mármol rodeaban la fuente, donde los palmirenos solían celebrar cultos y ritos en honor a las deidades del agua y de la fertilidad. En un lado se alzaba un pequeño santuario dedicado al dios Yarhibol. Allí mismo, en tiendas de fieltro, se instalaban masajistas profesionales que por una moderada cantidad proporcionaban un confortable masaje tras una carrera de caballos en el desierto, tras una partida de caza en las montañas del norte o tras la práctica de la cetrería con halcones o águilas en las colinas cercanas a la ciudad.