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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (7 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—No existe en todo el mundo una mujer tan hermosa como tú —le dijo—. Soy el más afortunado de los hombres.

Entonces se despojó de la camisola de lino y también quedó desnudo; se introdujo en la bañera y la besó en los labios, a la vez que acariciaba su cuerpo con toda la delicadeza de que era capaz.

El cuerpo de Odenato era el de un guerrero; en su piel lucía algunas cicatrices producto de los combates librados en defensa de las fronteras orientales de Roma, y a sus cuarenta años cumplidos aún mantenía unos músculos firmes y poderosos, ejercitados a diario en el combate en la palestra, en el campo de batalla y en la práctica de la caza.

Tras el baño, tomó una toalla de fino lino, secó el cuerpo de su joven esposa, luego se secó él y la tomó en brazos; la piel de aquella joven era todavía más suave y fina de lo que había imaginado. La condujo hasta el lecho, sobre el que se habían colocado algunos pétalos de flores rojas y amarillas, y la depositó con cuidado sobre el colchón de plumas. Volvió a contemplarla con el rostro arrebolado por la pasión y observó que Zenobia lo miraba sin aparentar deseo alguno.

No le importó; le mordisqueó los labios, la besó en el cuello, acarició sus pechos juveniles, firmes y duros como granadas en sazón, acarició su sexo dorado con las yemas de los dedos e intentó penetrarla.

Fue entonces cuando Zenobia gimió de dolor; Odenato se detuvo al escuchar el tímido lamento de la joven.

—Intentaré no hacerte daño, pero eres tan hermosa, te deseo tanto…

La desfloración de Zenobia provocó tal excitación en Odenato que se derramó en ella apenas culminada la penetración, después de varios intentos por conseguirla.

—¿Estás satisfecho, esposo? —le preguntó.

—Mejoraremos, Zenobia, mejoraremos —respondió Odenato entre ofuscado y ruborizado.

Salió de Zenobia, la besó en el rostro y se tumbó boca arriba, lamentando en silencio que en aquella primera noche su esposa no hubiera sentido otra cosa que un punzante dolor en su entrepierna.

Mientras su esposo dormía, Zenobia se levantó de la cama, se cubrió con una estola de fina lana y salió a una terraza exterior.

El cielo de Palmira era una bóveda de vidrio negro salpicada de chispas de plata; corrían los días más fríos del invierno, pero el agua no se había helado todavía y era probable que aquel año ya no lo hiciera. Las estrellas resplandecían como haces de luz nacarada en la negra noche sin luna y los tejados de los edificios se adivinaban recortados entre macizas sombras. Sobre algunos bastiones de la nueva muralla lucían faroles alimentados con betún y aceite, como un rosario de luciérnagas esmaltando con sus destellos anaranjados el oasis de las palmeras.

CAPÍTULO IV

Montañas al norte de Palmira, principios de primavera de 260;

1013 de la fundación de Roma

La caza abundaba en primavera en las agrestes montañas ocres y rojizas del macizo de Rasid, a medio centenar de millas romanas al norte de Palmira. Las laderas orientadas al norte de las cumbres más altas, en pleno desierto sirio, ofrecían en aquellos días algunas zonas de frescos pastos, recién brotados con las lluvias del inicio de la primavera, que eran frecuentados por pequeñas manadas de antílopes y de gacelas, a las que seguían al acecho algunos leones y leopardos.

Hacía mucho tiempo, cuando los grandes reyes de Asiria y de Persia eran señores absolutos de aquellos territorios, solía ser frecuente observar abundantes leopardos, osos y leones merodeando por allí en busca de presas. La caza de estas fieras había sido practicada por la aristocracia de Mesopotamia desde hacía siglos, como se podía observar en los relieves esculpidos en las paredes y los templos de algunas de sus arruinadas ciudades. Esquilmadas por la caza y por la demanda de fieras para los juegos en los anfiteatros, ahora eran tan escasas que había que acudir a los parajes más recónditos e intrincados para localizar alguna, pues apenas se veían aquellas poderosas bestias carnívoras, que temían tanto al hombre que huían en cuanto percibían su olor.

No obstante, Odenato había logrado abatir varias de ellas y andaba deseoso de mostrarle a Zenobia su destreza y su fuerza.

A comienzos de aquel año, según el cómputo del tiempo del calendario romano, Odenato había recibido un mensaje del emperador Valeriano en el que le comunicaba que a principios del próximo invierno comenzaría la prevista ofensiva contra Persia, para la que debería estar preparado.

Una partida de caza en las montañas del macizo de Rasid constituía un perfecto ejercicio para mantener a los soldados activos y para entrenar técnicas de ataque, tonificar los músculos y practicar con los caballos.

—Mañana saldremos de caza; creo que te gustará —le dijo Odenato a Zenobia.

—Nunca lo he hecho antes.

—Ya lo sé, pero confío en que te sientas a gusto. Cazar fortalece los músculos y obliga a mantener despiertos todos los sentidos. No hay mejor entrenamiento para la guerra que enfrentarte a un oso, acechar a un león o capturar a un leopardo.

Odenato estaba convencido de que el ejercicio de la caza atraería la atención de su joven esposa. En los meses que llevaban casados la había visto moverse por el palacio con la agilidad de una pantera, y en sus noches de amor había acariciado sus miembros fuertes y ágiles; sí, sería una buena cazadora.

—¿Vendrá a la cacería tu otra esposa? —le preguntó Zenobia.

—No. He decidido repudiarla. Esta misma semana se marchará de Palmira.

—¿Dónde la envías?

—A una aldea cerca de Damasco. Allí viven unos parientes suyos, estará bien. Quiero que tú seas mi única esposa.

—¿Y tu hijo Hairam?

—Es mi legítimo heredero. Se quedará conmigo. Algún día, él será el señor de Palmira y de toda Siria; tiene que aprender a gobernar este territorio.

Salieron de Palmira y siguieron durante una jornada el camino del Eufrates, para girar después hacia el norte a través de un valle reseco al fondo del cual se alzaba una cordillera de escarpados montes en los que florecían arbustos leñosos de la altura de un camello y prados de hierba verde.

—Este es el territorio de los leones. Cuentan los más viejos que hace tiempo eran tan abundantes que se podían encontrar incluso muy cerca de la ciudad. Pero cada vez es más difícil dar con ellos, pues la demanda de estos felinos ha sido tan grande que se han capturado hasta los más pequeños cachorros. Antaño, los cazadores sólo abatían a los grandes machos o a las hembras más viejas, y dejaban libres a los cachorros para que crecieran fuertes, a las hembras jóvenes para que parieran nuevas carnadas y a los machos adultos y sanos para que las preñaran; aquéllos eran otros tiempos. He oído decir que un emperador llamado Comodo decapitaba avestruces con flechas con punta de media luna y que mató en un solo día a cien leones asaeteándolos en el circo de Roma; y se asegura que hace trece años, durante el reinado del emperador Filipo, se sacrificaron en apenas cuatro semanas hasta once mil animales salvajes en el gran anfiteatro de Roma con motivo de las celebraciones del milenario de la fundación de la capital del Imperio.

»No sé qué tiene de placer, de valor o de mérito ver morir en la arena, sin posibilidad de defenderse, sin escapatoria alguna, a estos nobles animales.

—Se trata de mantener ocupados a los plebeyos; así sus cabezas se entretienen en los combates y desatienden asuntos mucho más trascendentes —opinó Zenobia.

—¿Quién te ha contado todo eso?

—Antioco Aquiles, el socio de mi padre. Todo cuanto sé se lo debo a mi padre, y desde que él murió ha sido Antioco quien me ha enseñado muchas cosas. Algunas tratan del gobierno de las ciudades y de los ciudadanos.

—¡Vaya!, ¿te interesa la política?

—Soy la esposa del gobernador de Siria, algo debería conocer.

—Si lo deseas, dispondré que te enseñen algunas disciplinas. Eres una mujer inquieta a la que no le gusta permanecer encerrada cada día en palacio esperando que llegue la noche para compartir el lecho conmigo.

—Estudiaré si es tu deseo. Mi padre me enseñó a leer y escribir, y me instruyó con algunas nociones de cuentas para ayudarle en sus negocios, pero murió antes de que yo pudiera aprender todo cuanto él sabía. Luego Antioco me ha dado lecciones y me ha proporcionado algunos libros.

—Tendrás los mejores maestros que pueda encontrar.

Zenobia montaba una potente yegua roana. Desde niña había practicado la equitación en los alrededores de Palmira acompañando a su padre, y era capaz de cabalgar con la destreza de un hábil jinete. Sobre aquella montura, la joven parecía una verdadera amazona. Vestía, además, como un guerrero: coraza de cuero, falda de cuero y remaches de metal, casco de combate, muñequeras hasta el codo y glebas de bronce para protegerse las piernas. Buena parte de sus hermosos muslos quedaban al aire, lo que concentraba las miradas deseosas de los soldados que componían la partida de caza.

Acamparon al pie de una empinada colina coronada por unas rocas en forma de capitel, al lado de un manantial del que sólo brotaba un hilillo de agua en los meses de la primavera y que se secaba en cuanto aparecían los rigores del verano.

Los soldados montaron los pabellones al abrigo de unos peñascos y Odenato estableció el turno de guardia; él se fijó la jefatura del primer turno, pues le gustaba dar ejemplo y compartir las tareas como uno más de los soldados, pero luego pasaría toda aquella primera noche en el desierto al lado de Zenobia.

A la mañana siguiente continuaron ascendiendo hacia las montañas; pronto vieron a lo lejos un grupo de gacelas que salieron corriendo en cuanto se apercibieron de la presencia de los humanos.

—Los leones suelen acechar las rutas que siguen las gacelas para encontrar su alimento. Iremos tras esa manada —propuso Odenato.

Los hábiles rastreadores, acostumbrados a descubrir las pistas más endebles con el más insignificante de los indicios, pudieron dar con el rastro de las huidizas gacelas y durante tres días lo siguieron hasta el pie de la más alta cima de aquellas montañas, en cuyas laderas se abrían profundos barrancos cubiertos de espesos matorrales leñosos, algunos de los cuales habían florecido con las escasas lluvias de aquella estación.

—Esa es la zona propicia para las emboscadas de los leones —señaló Odenato a su esposa, indicando la espesura de la vegetación—. En esta época del año esas plantas leñosas producen unos brotes tiernos y jugosos que atraen a las gacelas y a los antílopes. Agazapados entre la densidad de esos arbustos, los leones aguardan pacientes a que una pieza se acerque lo suficiente como para lanzarse a su captura. Es ahí cuando intervendremos nosotros, y el cazador pasará a ser cazado.

—¿Tendremos que esperar mucho? —preguntó Zenobia.

—Nunca se sabe; quizá ni tan siquiera haya leones en esta zona y nuestra espera resulte en vano. En la caza, como en la política, la paciencia es la mejor de las virtudes; no lo olvides.

Odenato era un hombre ecuánime y paciente; sus años al frente del gobierno de Palmira y su experiencia en las batallas contra los persas le habían otorgado una pericia extraordinaria. Zenobia era todo lo contrario; a la propia de su juventud sumaba la excitación de haberse convertido de pronto en la señora de Palmira, en el deseo más ardiente del
dux
de Siria, en la mujer más admirada de la más vasta y rica provincia del Imperio.

Tras una larga y tediosa espera que se extendió durante media jornada, unas gacelas se acercaron hacia los floridos arbustos con cautela. A una distancia de unos doscientos pasos, ocultos tras unas rocas y con el viento en contra para evitar ser detectados por el fino olfato de los animales, Odenato y Zenobia observaban sus nerviosos movimientos; tras ellos y a sus flancos se habían desplegado dos docenas de soldados, equipados con lanzas y redes, prestos a obedecer las órdenes de Odenato en cuanto apareciera un león.

—Mira —bisbiseó Odenato a Zenobia—; los jugosos y verdes brotes de esas plantas son irresistibles para las gacelas, pero no acaban de fiarse del todo. Es probable que tras el follaje se esconda agazapado un león, un leopardo o incluso un oso; y las gacelas saben que puede ser así. Delante de nuestros ojos se ofrece el juego de la caza. Pero lo que ignora la fiera, si es que hay alguna, es que nosotros también estamos aquí, esperando su ataque para convertirla en nuestra presa. Es el juego mortal de la vida. ¡Aguarda!

Los ojos avizores de Odenato percibieron un leve movimiento en unos matojos.

—¿Qué ocurre? —demandó Zenobia.

—Allí, a la derecha de las gacelas. Se han movido las hierbas altas y apenas hay viento. Si fuera un oso se ocultaría tras los arbustos, y los leopardos suelen agazaparse en las ramas de los árboles para lanzarse desde allí sobre sus presas, de modo que tiene que ser un león.

Odenato se giró e hizo una señal a sus hombres para que permanecieran listos.

—¿Estás seguro?

—Sí. Mira allá, puedo ver sus orejas. No tiene melena; es una leona y está a punto de atacar. En cuanto lance su acometida, nosotros saldremos por ella. Tú quédate aquí y observa.

—¿Me has traído hasta estas montañas sólo para que contemple desde la distancia cómo cazas un león? Quiero participar en la batida —asentó Zenobia con tal decisión que sorprendió a su esposo.

—No tienes la menor experiencia en la caza de leones. Esos animales son tan fuertes como un camello y más rápidos que el viento. Si te atacan, no sabrías cómo defenderte; uno solo de sus zarpazos podría partirte por la mitad. Limítate a observar; ya tendrás otra ocasión para participar en una cacería.

—No —dijo tajante Zenobia.

—No quiero que te suceda ningún daño; permanece quieta en este lugar y observa.

Zenobia le sostuvo la mirada a Odenato.

—Quiero participar en la cacería —insistió.

—No lo has hecho nunca.

—Pero manejo el arco como el mejor de tus arqueros.

Odenato la miró sorprendido.

—¿Sabes tirar con arco?

—Mi padre era comerciante, pero también un gran arqueto. Solía decirme de niña que todos los palmirenos debían practicar el tiro con arco, pues era el mejor método para defenderse en caso de ataque de bandoleros a una caravana. El me enseñó a hacerlo. Solíamos practicar muchas veces cuando estaba en Palmira. Soy capaz de acertar a un blanco fijo del tamaño de una granada a cincuenta pasos de distancia.

—¿Y tienes fuerza suficiente para tensar el arco?

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