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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (5 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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Tras sus rafias y saqueos, Sapor se retiró a la baja Mesopotamia y anunció con solemnidad a los príncipes persas, reunidos en la gran sala de columnas de su palacio de Ctesifonte, que estaba dispuesto a emprender la conquista del mundo. Alarmados ante la situación de guerra en la frontera del Eufrates, muchos de los judíos que habían abierto sus negocios en Dura Europos y otras ciudades del
limes
de Mesopotamia se trasladaron a Palmira e incluso a Persia, intentando alejarse de la zona de conflicto.

El palacio del gobernador Odenato se levantaba en el extremo noroeste de Palmira, dentro del recinto amurallado que hacía unas semanas se acababa de culminar, pues, tras la destrucción de Dura y la amenaza de que Sapor se decidiera a atacar Palmira, las obras de fortificación se habían acelerado muchísimo.

El gobernador observaba un plano de la gran provincia de Siria, una tierra de feracísimos campos en los valles de los ríos, salpicada de bosques en las alturas de las montañas y de desiertos silenciosos y cálidos, que se extendía entre el Mediterráneo y el Eufrates. Las líneas del mapa estaban trazadas con tinta roja y negra en un pergamino, sobre el que el general Zabdas, de casi cuarenta años de edad y recién nombrado comandante supremo del ejército palmireno, sólo sometido a la autoridad de Odenato, le explicaba a su señor los movimientos estratégicos de las tropas de Sapor y cómo se habían desplegado intentando cercar Palmira en un amplio movimiento envolvente desde el norte y el este.

—Han arrasado todo el norte de Siria, desde Edesa y Carras hasta Antioquía, han ocupado las ricas ciudades de Apamea y Zeugna y han saqueado algunas comarcas de Cilicia y Capadocia. Si conquistan Emesa y Damasco, sin duda sus próximos objetivos, nos habrán aprisionado en un cerco mortal; o reaccionamos pronto o estaremos irremisiblemente perdidos —sentenció Zabdas.

—El emperador Valeriano está concentrando en el norte de Grecia al grueso de sus legiones. Ha logrado la retirada de los godos de las costas de Asia Menor y planea atacar a Sapor desde el norte de Mesopotamia para reconquistar esos territorios y avanzar hacia Ctesifonte. Nosotros lo haremos a la vez, directamente a su capital —observó Odenato, cuyo dedo índice presionó con fuerza el lugar del mapa donde estaba ubicada Ctesifonte, la capital de los persas, a orillas del río Tigris, justo en el lugar donde más próximos discurren este río y su gemelo el Eufrates.

El gobernador de Palmira era fuerte y decidido. A sus cuarenta años conservaba la salud y la forma física de un hombre de veinticinco. Descendía de una noble familia de caudillos árabes, señores de Tadmor, que desde hacía al menos seis generaciones había sido estrecha aliada de los romanos. En los pedestales de la columnata de la gran avenida de Palmira estaban expuestas las estatuas de cuatro de sus antepasados: la de su padre, también llamado Odenato, uno de los primeros palmirenos en recibir la ciudadanía romana, doce años antes de que fuera universal para todos los habitantes libres del Imperio, y durante cuyo mandato el emperador Caracalla había concedido a Palmira la categoría jurídica de colonia romana, el mayor privilegio que se otorgaba a una ciudad; la de su abuelo Hairam, que gobernara Palmira en tiempos del emperador Comodo y la dotara de nuevas leyes y ordenanzas; la de su bisabuelo Vabalato, firme aliado del gran Marco Aurelio, el emperador filósofo, en sus guerras en Oriente; y la de su tatarabuelo Namor, quien acordara con Roma la instalación de una guarnición permanente de legionarios en Palmira hacía ya más de cien años.

Odenato había continuado la tradición familiar de alianza con los romanos y se había comprometido a respetar los viejos acuerdos que certificaban el poder y el dominio nominal de Roma sobre Palmira según el centenario tratado de amistad firmado por las dos ciudades. En realidad, la verdadera relación entre la ciudad de las palmeras y la capital del Imperio se basaba en un acuerdo para el mantenimiento de la defensa de los intereses mutuos. Con esa alianza, Roma conseguía fijar la frontera oriental de su Imperio ante la permanente amenaza de los persas y Palmira se garantizaba pingües beneficios al obtener el control de las rutas comerciales entre Asia y el Mediterráneo, además de la seguridad de contar con el apoyo del ejército más poderoso del mundo en caso de problemas con los belicosos vecinos del este, como parecía que iba a ser el caso.

Hacía apenas unos meses que Odenato había recibido del emperador Valeriano y del Senado de Roma el nombramiento de cónsul, lo que conllevaba el ejercicio del mando supremo como general en jefe del ejército imperial en la zona de operaciones militares de Mesopotamia. A una inscripción grabada en piedra en un pórtico de la avenida de columnas que certificaba la pertenencia de Odenato al Senado romano le fue añadida su nueva dignidad consular y el calificativo de «ilustre».

Ante el avance de los persas, los palmirenos habían realizado varias cabalgadas de castigo en el curso medio del Eufrates y habían logrado algunas sorprendentes victorias sobre destacamentos sasánidas, más numerosos pero menos eficaces en el combate. La caballería ligera de Palmira, dirigida por el general Zabdas, se movía con una extraordinaria rapidez, sorprendía a unidades dispersas del ejército de Sapor, ejecutaba un ataque rápido y contundente mediante disparos con arco, en cuyo manejo y puntería nadie los superaba, y se retiraba indemne tras causar al enemigo el mayor daño posible. En varios de aquellos encuentros habían caído más de un centenar de persas alcanzados por los experimentados arqueros sin que los palmirenos hubieran sufrido baja alguna.

Mientras los dos soldados debatían sobre la estrategia a seguir a la vista del mapa, un oficial entró en la sala anunciando la llegada de un emisario del emperador de Roma.

—Sé bienvenido, legado —lo saludó Odenato alzando su brazo al estilo romano.

—El augusto Valeriano y el césar Galieno te envían sus saludos de amistad y concordia, cónsul Odenato —dijo el embajador.

—¿Qué noticias traes?

—Tras haber expulsado a los bárbaros de las comarcas de Grecia y del Ponto, el augusto Valeriano tiene previsto dirigirse hacia Mesopotamia al frente de siete legiones; setenta mil hombres entre legionarios y tropas auxiliares forman el invencible ejército con el que Roma va a enfrentarse a ese bárbaro persa.

—¡Setenta mil soldados! Si se utiliza bien esa formidable fuerza, en apenas tres meses alcanzaremos el corazón del imperio de Sapor en Ctesifonte —comentó el general Zabdas.

—No será tan fácil. El Imperio persa es inmenso y está poblado por una multitud de pueblos tan numerosa como las estrellas. Si se siente amenazado, Sapor puede poner en pie de guerra a más de doscientos mil hombres, tal vez hasta trescientos mil en un solo campo de batalla —reflexionó Odenato.

—Lo sabemos, cónsul. Nuestros espías en Persia nos tienen bien informados de ello —intervino el legado—, pero se trata de un ejército poco cohesionado, compuesto por unidades muy diversas y muy desigualmente entrenadas, procedentes de regiones del reino de los persas tan alejadas entre sí que ni siquiera hablan la misma lengua. Sólo sus regimientos de caballería pesada están a la altura de nuestros legionarios.

»Por otra parte, Roma quiere concederte un nuevo título en agradecimiento a los servicios que has prestado en la defensa de las fronteras orientales del Imperio. Los insignes emperadores Valeriano y Galieno —el legado romano desplegó un rollo de pergamino— te otorgan el título de
dux romanonim
, con autorización imperial para ejercer el mando supremo militar sobre toda la provincia de Siria y el
limes
de Oriente.

El legado romano entregó el documento a Odenato y se cuadró a sus órdenes.

—Agradezco este honor y combatiré como leal aliado de Roma, como lo hicieron mis antepasados. ¿Cuáles son los planes del emperador Valeriano para el ataque a Persia?

Odenato le indicó al legado que tomara asiento a la mesa donde estaba desplegado el mapa de pergamino.

—Las siete legiones se concentrarán a comienzos de la próxima primavera en el curso alto del Eufrates; aquí. —El embajador señaló un punto sobre el mapa—. Avanzarán río abajo, siguiendo la calzada que se construyera en tiempos del divino Adriano, hasta Babilonia, y luego, por tierra, directas a Ctesifonte, en el Tigris. El augusto Valeriano te solicita que protejas el flanco occidental de nuestro avance a lo largo de la orilla derecha del Eufrates, desde Dura Europos hacia el sur, para evitar que Sapor lance por ese flanco un movimiento envolvente sobre el grueso de las legiones.

»Si todo sucede como está previsto, a mediados del próximo año beberemos vino en las copas de oro del palacio de Sapor, y la dinastía de los sasánidas será historia. Entre tanto, convendría que acosaras a los persas con ataques relámpago, como los que has efectuado en los últimos dos años, para mantener distraída su atención y evitar que puedan concentrar a todas sus tropas en un único frente de batalla.

Odenato miró a Zabdas en demanda de su opinión.

—Me parece un plan correcto, mi señor; si coordinamos bien nuestras fuerzas podemos conseguir una victoria definitiva —asentó su general.

—De acuerdo. Mantendremos la presión contra los persas durante los próximos meses mediante frecuentes ataques sorpresa con nuestros arqueros a caballo, y la próxima primavera nos encontraremos a las puertas de Ctesifonte, y después en el palacio de Sapor, espero —concluyó Odenato.

Palmira, otoño de 259;

1012 de la fundación de Roma

El sol brillaba como un tizón amarillo sobre el límpido celeste de Palmira. La gran avenida de la columnata se había regado y alfombrado con hojas verdes de palmeras y de arbustos aromáticos para recibir al ejército, que regresaba victorioso de una campaña contra los persas. Sobre los bastiones de las murallas, recién concluidas, los palmirenos ondeaban estandartes y agitaban banderolas saludando el regreso de los expedicionarios.

Odenato, al frente de dos cohortes legionarias romanas, un batallón de arqueros y dos regimientos de jinetes palmirenos, había atacado a los persas en una acción fulgurante, y en un gesto de audacia había recorrido durante las últimas semanas del verano el valle del Eufrates hasta plantarse a unas pocas millas al norte de la capital Ctesifonte sin que Sapor se hubiera atrevido a hacerle frente. El
dux romanorum
regresaba victorioso y cargado con un extraordinario botín.

Seguro y orgulloso, cabalgaba delante del general Zabdas, y saludaba feliz a la gozosa multitud que lo vitoreaba. Entró en la ciudad por la puerta sur y se dirigió de inmediato al santuario de Bel, en cuya gran explanada interior los sacerdotes del templo y los magistrados de la ciudad lo aguardaban perfectamente formados.

Al pasar junto a una triple inscripción en piedra, labrada en latín, griego y palmireno, que daba cuenta de su nombramiento como cónsul de Roma el año anterior, Odenato sonrió satisfecho. Gracias a él, los sasánidas no habían conquistado todo el oriente romano y se había salvado la rica provincia de Siria, la más próspera y floreciente de todo el Imperio. Se sintió todopoderoso; la gente de su ciudad lo aclamaba como si se tratara de uno de los héroes de las leyendas antiguas, un nuevo Hércules, o tal vez el mismísimo Alejandro Magno revivido.

Alzó su mano derecha y saludó a los centenares de ciudadanos que lo aguardaban a la entrada del enorme santuario donde lo esperaba Shagal, el sumo sacerdote. Descendió del caballo y, seguido por Zabdas, ascendió a grandes zancadas la escalinata de veinticinco gradas que daba acceso a los propileos del templo, una entrada con un monumental pórtico sostenido por ocho gigantescas columnas de fustes monolíticos y capiteles en estilo griego, el único acceso abierto en el
períbolos
, el recinto murado que delimitaba el sagrado perímetro del santuario. Saludó a Shagal con un abrazo, cruzó el umbral entre las puertas de madera y bronce abiertas de par en par, e ingresó en el inmenso espacio porticado que enmarcaba un gigantesco patio dentro del cual se alzaba el templo rectangular del sancta sanctórum, al que se accedía por una gran rampa de losas de piedra.

Ya en el interior del patio, un amplísimo
temenos
cuadrado de doscientos cincuenta pasos de lado, bajo un sol radiante y un prístino cielo azul, se dirigió hacia los dos grupos de notables y los saludó uno a uno: con un abrazo a los magistrados de la ciudad y con una leve inclinación de cabeza a los sacerdotes.

Con el casco de combate en la mano izquierda, ascendió pausado y majestuoso la rampa de piedra de varios tramos con suaves retalles que daba acceso al sancta sanctórum del complejo sagrado, un macizo edificio construido con ciclópeos bloques de piedra dorada. Las gigantescas puertas de madera chapeadas de láminas de plata estaban abiertas y la luz solar iluminaba el interior, donde se ubicaban dos altares dedicados a las principales deidades de la extensa nómina del panteón de dioses palmirenos.

Justo bajo el grandioso dintel de piedra labrado en una sola pieza, Odenato se quedó inmóvil por un instante. Tras él se habían acercado los sacerdotes, encabezados por Shagal y los magistrados, para acompañarlo al interior, pero el
dux
se giró, alzó el brazo y, con un rotundo gesto de autoridad, ordenó a sus acólitos que se detuvieran. Entre ellos se encontraba Meonio, que se seguía declarando fiel a su pariente.

—Entraré yo solo. Necesito hablar con nuestros dioses y que me asesoren sobre nuestro inmediato destino. Cerrad las puertas y aguardad fuera.

Los sacerdotes se miraron confusos; sólo ellos tenían autoridad para decidir quién entraba en el corazón del santuario, pero no tuvieron más remedio que acatar la tajante orden del
dux.

Odenato observó el relieve esculpido en piedra del dios Aglibol, cargado con un cesto de frutas, y el combate del dios Bel con el monstruo Tiamat, acontecido en el origen de la creación del mundo, y se sintió orgulloso por pertenecer al linaje que había hecho tan grande a Palmira.

Entró en el edificio y las pesadas puertas se cerraron tras él, sumiendo la sacrosanta sala en una ambarina penumbra apenas alterada por las llamas de cuatro lámparas de aceite que ardían ante los dos altares. Las aletas de su nariz se agitaron ante el intenso aroma a mirra que inundaba la nave. Habituado a la intensa luz solar del exterior, le costó algunos instantes acostumbrar sus ojos a la penumbra, hasta que comenzó a distinguir las formas del interior del santuario, que tan bien conocía. A cada lado de la puerta, en los dos testeros del edificio, orientados al norte y al sur, se ubicaban sendos altares; en el del muro septentrional, en el ara dedicada a la tríada de dioses principales de Palmira, se erigían las estatuas de Bel, la gran deidad celeste de los semitas, y a sus costados las de Yarhibol, el dios del sol coronado de rayos, y Aglibol, el dios de la luna, con un creciente lunar sobre su cabeza. El altar se cubría con una bóveda monolítica en la que estaban labradas las figuras de los siete dioses planetarios griegos y romanos, con Júpiter ocupando el centro de una circunferencia y los otros seis, Helios, Mercurio, Venus, Selene, Marte y Saturno, a su alrededor, rodeados a su vez de un círculo con los doce signos del zodíaco, inscrito en un cuadrado en cuyos ángulos desplegaban sus alas cuatro águilas imperiales.

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