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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (9 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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El emperador Valeriano, avisado del desastre que se avecinaba, se dirigió al frente del combate con un puñado de soldados de la escolta de su cuartel general. Incrédulo ante lo que le estaban relatando los mensajeros enviados desde el improvisado campo de batalla, quiso observar personalmente la magnitud del ataque, que en principio había supuesto que sería una mera escaramuza de los persas, sin apenas importancia y sólo destinada a retrasar la marcha hacia Mesopotamia. Su equivocada suposición resultó fatal. Nadie se explica cómo ocurrió, pero los persas, tal vez mediante un soborno a algún general romano, supieron que Valeriano había acudido a observar la batalla y le tendieron una emboscada.

Cuando la comitiva del emperador comenzó a darse cuenta de lo que ocurría, se encontró rodeada por un nutrido destacamento de la caballería ligera persa que envolvió al séquito del emperador, capturó a Valeriano y lo condujo a presencia de Sapor. Valeriano era valeroso y arrojado, pero tenía setenta y cinco años y ya no estaba en condiciones de dirigir personalmente y en pleno campo de batalla una expedición como ésa, y mucho menos de defenderse por sí solo.

Nunca en la historia del Imperio que fundara Octavio Augusto había ocurrido nada semejante; el emperador de Roma, el prefecto del pretorio, varios generales y decenas de los más relevantes oficiales, además de un numeroso contingente de soldados, habían caído presos en manos de su peor enemigo, el rey de Persia que, con semejante trofeo en sus manos, dio media vuelta y regresó a Ctesifonte llevando consigo cautivo al atribulado Valeriano y a varios centenares de destacados prisioneros romanos.

El desconcierto que se produjo entre las tropas expedicionarias fue absoluto. Siete legiones, entre ellas las veteranas XVI Flavia, IV Escítica, III Gálica y XII Fulminata, habían sido desbaratadas, decenas de generales y oficiales habían perecido en el combate y el mismísimo emperador había sido capturado por los persas. Ante semejante catástrofe, el Imperio romano parecía encontrarse al borde del abismo.

Palmira, pocos días después

—¡Han capturado al emperador! Valeriano Augusto está en manos de Sapor; es prisionero de los persas —anunció el general Zabdas a Odenato.

El
dux
de Siria estaba almorzando en su palacio con Zenobia. Según los planes acordados meses atrás con los embajadores de Valeriano, en unos días debía partir hacia el Eufrates para hostigar a los persas en su territorio y facilitar el avance de las siete legiones hacia Mesopotamia, defendiendo el flanco derecho del ejército; pero la noticia que traía Zabdas lo alteraba todo.

—¿Qué ha ocurrido? —se sorprendió Odenato.

—Mi señora… —Zabdas agachó la cabeza a modo de respetuoso saludo al observar la presencia de Zenobia en la sala—. El ejército de Valeriano ha resultado derrotado en Kdesa, y el emperador ha sido apresado. Me lo acaba de comunicar un mensajero recién llegado del lugar de la batalla. Es mi comandante de la caballería romana; dice llamarse Aureliano y porta sus correspondientes credenciales como embajador de Roma en Oriente. Espera afuera para informarte en persona.

—Hazlo pasar.

Zabdas salió y regresó instantes después con el tal Aureliano, que se cuadró ante la presencia de Odenato y se impresiono ante la belleza de Zenobia.

—Cónsul, señora… —Aureliano inclinó la cabeza como saludo respetuoso ante el gobernador de Palmira y su esposa.

—¿Es cierto que ha sido capturado el emperador, comandante?

—Los persas nos sorprendieron cerca de Edesa; aparecieron de repente, como surgidos de la nada, y lanzaron un ata—6qque contundente con su caballería pesada sobre nuestras desprevenidas legiones. Nuestra infantería no estaba preparada para el combate y fuimos aplastados con facilidad. El emperador Valeriano acudió a la batalla y fue rodeado por un contingente de jinetes persas; ha sido capturado y conducido a Persia. Sapor lo humilló obligándolo a arrodillarse ante él y montó en su caballo subiéndose primero sobre la espalda inclinada de nuestro augusto, al que ordenó colocar la frente sobre la tierra.

—¿Cómo conoces todos esos detalles?

—Los contó uno de nuestros oficiales que fue capturado con el emperador pero que logró escapar.

—Tienes aspecto noble. ¿Quién eres? —le demandó Odenato.

—Nací en la ciudad de Sirmio, en la provincia de Panonia, en la región de los montes Balcanes, hace cuarenta y cinco años. Mi padre sirvió como centurión en las legiones del Danubio y mi madre fue sacerdotisa en un templo dedicado al culto al dios Sol.

Aureliano calló que a su madre se le habían atribuido en su región natal dotes proféticas y adivinatorias, y que en una ocasión había pronosticado que el dios del Sol había previsto un alto destino para su hijo. Adoptado por un senador que protegía a su madre, desde muy joven Aureliano se enroló en el ejército, donde mostró ser un fiel devoto del dios Mitra, el Sol invicto, la deidad más venerada por los soldados romanos, la misma a la que rendía culto su madre. Fuerte y ágil, nunca rehusaba el combate cuerpo a cuerpo y en el campo de batalla se había ganado fama de luchador invencible. Se decía de él que en una sola campaña contra los sármatas había liquidado con su propia mano a cincuenta y ocho enemigos. Los soldados de caballería a su mando lo admiraban y obedecían ciegamente sus órdenes.

—¿Quién ha asumido el mando del Imperio? —le preguntó Odenato.

—El césar Galieno, el hijo de Valeriano, es ahora el nuevo augusto. El Senado lo ratificará como tal en las próximas semanas, en cuanto reciba la proclamación del ejército.

—Se avecinan malos tiempos para el Imperio —reflexionó Odenato en voz alta.

—Roma ha superado épocas peores, cónsul. A la muerte del gran Marco Aurelio, el mundo civilizado parecía derrumbarse, sobre todo cuando lo sucedió su hijo Comodo, de infeliz recuerdo según relatan algunos anales. Pero desaparecido éste, el Senado y el pueblo romano reaccionaron, eliminaron su estatua y colocaron en su lugar la de la diosa Libertad. Hace tan sólo diez años el Imperio ardió en revueltas e invasiones, pero también hemos superado esos peligros y aquí seguimos. El divino Eneas escapó de Troya y con los supervivientes de aquella guerra fundó Roma, que será eterna e inmortal. Si algún día Roma sucumbe, ese mismo día se habrá acabado el mundo.

Aureliano hablaba con el orgullo de los romanos de otros tiempos.

—Pareces muy interesado en la política —intervino Zenobia, que se había mantenido callada hasta ese momento.

—Debo estarlo en los tiempos que corren, señora; Roma debe ser defendida a toda costa y a los soldados nos incumbe cumplir esa sagrada misión. Nosotros somos hombres mortales, pero el Imperio y Roma son sagrados y deben continuar así por siempre.

—¿En qué te basas?

—En el segundo siglo de existencia del Imperio muchos emperadores murieron en sus camas, pero en este último casi todos han sido asesinados. Octavio Augusto gobernó durante más de cuarenta años e impuso el orden romano y la paz a todo el mundo civilizado. Pero ahora los emperadores se suceden con la rapidez del día y la noche. Diez, tal vez doce se han autoproclamado augustos en la última década y cualquiera que disponga de la fidelidad de un puñado de legionarios se atreve a reclamar para sí el trono de Roma. Pero saldremos triunfantes de esta nueva calamidad, señora. Nuestro gran poeta Virgilio, en la
Eneida
, cuenta cómo lucharon los romanos, encabezados por el héroe Eneas, el heredero de Troya, contra todas las tribus enemigas que los rodeaban, y cómo fueron venciendo una a una a todas ellas hasta imponerse sobre toda la región del Lacio. Roma puede perder algunas batallas, pero no puede ser vencida, es la dueña del mundo, es eterna —reiteró Aureliano con determinación, citando unos conocidos versos del propio Virgilio.

—Que así sea, y que Palmira la acompañe en esa eternidad de gloria —terció Odenato.

Ante la noticia del desastre de las legiones en Edesa, Odenato organizó un batallón de caballería que salió a toda prisa hacia el Eufrates. Sapor, tras su victorioso y audaz golpe de mano, había ordenado regresar a Ctesifonte con su más preciado trofeo, el emperador Valeriano, y con los centenares de presos romanos capturados para ser convertidos en esclavos y vendidos para trabajar en las minas de las montañas del este. Las largas columnas del ejército sasánida se replegaban con rapidez pero en orden hacia Mesopotamia, y Odenato no pudo hacer otra cosa que hostigar a la retaguardia persa, intentando liberar a algunos prisioneros.

Palmira, un par de semanas más tarde

Odenato la observaba atento; sus oscuros ojos de halcón recorrían el precioso cuerpo de su joven esposa con la avidez del hombre hambriento de sexo. El agua tibia y perfumada corría por la piel melada de Zenobia, en tanto dos esclavas le frotaban todo el cuerpo con paños humedecidos con esencia de rosas y narcisos, las flores legendarias de los árabes.

Acabado el masaje reparador, le untaron el pelo con aceite balsámico y se lo cepillaron con un peine de marfil. Desnuda delante de su esposo, Zenobia alzó los brazos mientras dos esclavas comenzaron a vestirla con una túnica de seda púrpura con ribetes dorados y le adornaban el cabello con flores de plata y oro y una corona de lapislázuli. Odenato tuvo que reprimirse para no poseerla allí mismo.

Aquel día era muy importante. Derrotadas las legiones romanas en Edesa y capturado el emperador Valeriano, Odenato aparecía corno el único general capaz de sostener la frontera oriental del Imperio ante la previsible inmediatez de las acometidas que se esperaban de los persas, sin duda envalentonados por su contundente victoria y por tener en sus manos al emperador de Roma.

La ciudad de Palmira, ya completamente rodeada de sólidas murallas y cerradas sus puertas con robustas batientes de gruesos tablones chapeados con placas de hierro, no sólo era el principal emporio comercial entre oriente y occidente, centro y etapa a la vez de todas las caravanas entre Siria y Mesopotamia y lugar de aprovisionamiento y descanso obligado en las rutas mercantiles entre el Mediterráneo y Persia y la India, sino que ahora se había convertido en el baluarte de la defensa de la civilización, tal como la entendían los griegos y los romanos, frente a la barbarie que se suponía procedente de más allá de los confines orientales del Imperio.

Odenato, erigido en caudillo taumaturgo e invicto de su ciudad, había citado en su palacio a un ser extraordinario recién llegado de Antioquía y quería que Zenobia lo acompañara; ella era su esposa y su diosa y sabía que, al lado de aquella espléndida mujer, su majestad y su gloria brillaban mucho más.

—Estás realmente magnífica —exclamó el príncipe de Palmira cuando recibió la mano de la joven elegantemente vestida y ricamente engalanada.

—Son tus ojos.

—Cualquier hombre moriría por tenerte un solo instante en su lecho, y yo soy el más afortunado de todos los mortales porque te tengo para mí todos los días. Eres digna de compartir el tálamo con un dios.

—Tú eres mi único señor —le susurró Zenobia, que no amaba a su esposo pero lo consideraba un hombre extraordinario al que honrar y respetar.

—Vamos; ese sabio por el que te has interesado nos espera en la sala de audiencias.

Los esposos aparecieron en el salón de recepciones del palacio como si se tratara de dos divinidades del Olimpo griego.

Zenobia centró las miradas asombradas de los hombres allí presentes; los cortesanos envidiaron a Odenato por ser el único poseedor del amor de aquella fabulosa mujer. El príncipe de Palmira saludó con el brazo en alto a los presentes, que aguardaban pacientes su llegada, y se sentó en el sitial del gobernador, un trono de piedra dorada cubierto con cojines de seda verde; a su lado, en un sillón de madera con cabezas de leones talladas en los brazos, lo hizo Zenobia, henchida de majestad, como si en vez de la esposa del
dux romanorum
de Siria fuera la verdadera emperatriz del mundo.

Al pie de los cinco escalones sobre los que se alzaban los dos tronos aguardaba paciente Pablo de Samosata. Este clérigo cristiano acababa de ser elegido patriarca de Antioquía, en sustitución del prelado Demetriano, que había sido asesinado durante la invasión persa que asoló la floreciente ciudad. Nada más tomar posesión de su sede, Pablo se había enfrentado con la mayoría de la comunidad cristiana antioquena y había provocado muchos problemas al ser acusado por algunos presbíteros de Antioquía por sus graves desviaciones doctrinales y sus posiciones heréticas.

—Sé bienvenido a Palmira —lo saludó Odenato.

—Te agradezco, mi señor, tu magnanimidad y tu protección.

—Se te acusa de agraviar a los miembros de tu comunidad de cristianos; ¿qué tienes que alegar?

—Quienes se han opuesto a que me hiciera cargo de mi diócesis lo han hecho violentando las verdaderas enseñanzas de Jesucristo; de no ser por tu intervención, hubiera sido incluso asesinado. Te debo la vida.

—Agradéceselo a mi esposa, a Septimia Zenobia. Ella es quien me pidió que te protegiera.

El obispo cristiano de Antioquía se inclinó reverente ante Zenobia, quien, informada de la situación de aquel hombre, al que muchos consideraban un sabio, había pedido a su esposo que lo trajera a Palmira y le concediera su amparo.

El patriarca Pablo, nacido en la ciudad de Samosata, al norte de Siria, tenía sesenta años; había sido elegido obispo a una edad ya avanzada pero mantenía tina fuerza vital extraordinaria, una brillante erudición y una más que notable habilidad dialéctica. Muchos cristianos de Antioquía y la mayoría de los clérigos se habían opuesto a su nombramiento como patriarca, pues hacía ya algunos años que sus heterodoxas tesis teológicas resultaban muy controvertidas por considerarlas desviadas con respecto a las que enseñara el apóstol Pablo de Tarso, el más influyente de los seguidores de Cristo, cuyas tesis eran aceptadas como canónicas por la mayoría de las autoridades de los cristianos. El de Samosata contradecía las enseñanzas trinitarias del apóstol Pablo y afirmaba que Dios Padre era el único que existía de un modo sustancial y que el Verbo no era otra cosa que el sonido proferido por Su boca. Así, concluía que Jesucristo sólo había sido un hombre carente de naturaleza divina aunque dotado de una sabiduría inducida directamente por Dios, que lo había adoptado como Su Hijo en el momento del bautismo por san Juan, cuando Cristo tenía treinta años de edad.

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