Read La Prisionera de Roma Online

Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (59 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
13.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—En ese caso —habló Zabdas—, Aureliano se plantará en cuanto pueda ante las puertas de Palmira.

—Creo que sí. Los bárbaros suponen un permanente incordio que los romanos pueden soportar con paciencia, pero Aureliano no permitirá nunca que varias provincias obedezcan a otro señor, pues eso supondría admitir su derrota —confirmó Giorgios.

—Pues en ese caso nos adelantaremos a sus planes. Si se le ocurre venir hacia aquí no esperaremos a que llegue ante los muros de Palmira, iremos a su encuentro y le haremos frente en Antioquía o en Edesa. No permitiremos que se acerque —añadió Zabdas.

—Espero que los persas se mantengan a nuestro lado —terció Zenobia dirigiéndose a Giorgios.

El ateniense explicó el resultado de su embajada a Ctesifonte y sus dudas sobre si los persas cumplirían su parte de la alianza militar recién acordada.

Mientras esto ocurría en Palmira, Aureliano se aprestaba desde las fronteras del Danubio a planear la recuperación de Oriente.

Kitot y Yarai aprovechaban cualquier momento para encontrarse a solas.

Kitot le había sugerido a su señora, la reina Zenobia, que sería bueno para Vabalato comenzar a practicar ejercicios de equitación y de esgrima. El joven rey sólo tenía siete años, pero ya estaba en condiciones de comenzar a recibir la educación que requería quien estaba marcado para convertirse en el señor de Palmira.

Zenobia accedió a que dos eunucos de palacio, Yarai, Kitot y una docena de soldados de la guardia acompañaran a Vabalato a practicar ejercicios ecuestres y de tiro con arco al sur del palmeral.

Algunos días acudía la propia Zenobia, que disfrutaba con los progresos de su hijito; en esas ocasiones, Yarai y Kitot tenían que limitarse a mirarse, desearse y darse algún beso furtivo. Pero cuando Zenobia se quedaba en palacio, los dos amantes se las arreglaban para despistarse del resto, esconderse en el palmeral y amarse con pasión.

Todos los que participaban en aquellas excursiones sabían lo que ocurría, pero callaban, sobre todo por miedo a que Kitot se enfadara y tomara represalias; la talla del gigante y su enorme fuerza amedrentaban a cualquiera que osara enfrentarse a él. Más de una vez los hombres de la guardia habían visto al coloso vencer en ejercicios de lucha en la palestra, y con la sola fuerza de sus manos, a tres hombres a la vez; nadie se atrevía a desafiar al armenio.

Uno de aquellos días, tras hacer el amor, Kitot le habló a Yarai.

—Tienes que ser mía para siempre. Voy a decirle a la reina que deseo comprarte.

—¿Quieres que sea tu esclava?

—Quiero que seas mi esposa. Ansío que duermas en mi cama todas las noches, y que podamos abrazarnos sin tener que escondernos como ladrones.

—La reina no me venderá.

—¿Por qué lo dices?

—Lo supongo porque estoy al cuidado de su hijito desde que nació; he pasado más horas con ese niño que su propia madre. Vabalato me tiene mucho cariño y no querrá que lo separen de mí.

—Puedes seguir a su servicio en palacio; ella lo entenderá. Su madre fue una esclava egipcia que su padre compró porque se enamoró de ella. Yo te compraré, pero no para convertirte en mi concubina, sino para casarme contigo y que seas mi esposa; así se lo diré a la reina. Te compraré, pero enseguida te concederé la libertad y nos casaremos.

—¿Y confías en que creerá que te has enamorado de mí?, ¿que si me deseas es para casarte conmigo? Tal vez sospeche que ya hemos tenido relaciones y se enfade por ello, o suponga que me deseas como barragana.

Yarai ignoraba que la reina ya conocía sus encuentros íntimos con Kitot.

—Estoy decidido; le ofreceré precio por ti. Si mis cuentas son atinadas, tengo cuarenta…, tal vez cuarenta y uno o cuarenta y dos años —Kitot dudó sobre su verdadera edad—, mis brazos siguen siendo poderosos y siento mi cuerpo vigoroso y en forma, pero no siempre será así. Algún día me abandonarán las fuerzas, no podré seguir luchando y tendré que dejar este oficio; y quiero que llegue ese día, si Marduk así me lo concede, al lado de una esposa que me dé hijos y caliente mi lecho en las noches de invierno. Y anhelo que esa mujer seas tú, si estás de acuerdo…

Los ojos azules del gigante parecían los de un niño pequeño y, pese a su enorme y fortísimo corpachón, en esos momentos semejaba un ser desvalido en los brazos delicados y suaves de Yarai.

—Está bien, habla con la reina y cómprame. Yo calentaré tu cama cuando seas viejo y criaré a tus hijos entre tanto.

Se besaron y volvieron a hacer el amor antes de regresar con el resto de la partida.

Kitot no aguardó ni un solo instante; en cuanto volvieron a palacio se dirigió a la reina, que esperaba en el patio a su hijito.

—¿Todo ha ido bien, Kitot?

—Sí, mi reina. El augusto Vabalato ya es capaz de tensar arcos con la fuerza necesaria para abatir a una cría de gacela, aunque todavía no como para matar a un jabalí.

—Poco a poco, Kitot.

—Señora…

—¿Qué ocurre?

—¿Puedo pedirte algo?

—Claro, ¿de qué se trata?

—Deseo comprarte a Yarai. Dime cuánto quieres por ella y conseguiré ese dinero.

—¿Por qué quieres comprar a Yarai?

—Deseo tener una esposa y creo que Yarai puede ser la mujer que me conviene.

—Tú eres un hombre libre que ha ganado su libertad con su propia sangre; Yarai es una esclava.

—Si me la vendes, mi reina, le otorgaré la libertad…

—Los esclavos deben seguir siendo esclavos; así ha sido siempre y así debe seguir. En caso contrario, este mundo en el que vivimos perdería el orden y se abocaría al caos.

—Pero señora, tu madre también fue una esclava, yo…

—¡Bastardo! —gritó Zenobia—. ¿Quién te has creído que eres para hablarme así? No vuelvas a mencionar a mi madre. ¡Qué sabrás tú! Yarai está a mi servicio y lo seguirá estando hasta que muera. ¡Ah!, ya lo entiendo… Esa gatita en celo te ha engatusado, ¿eh? Idiota, te ha utilizado. ¿No lo entiendes? Desea ser libre y se ha aprovechado de ti para llevar a cabo su plan. Te ha metido en su cama y te ha regalado sus encantos para que la desees todavía más y te rindas a sus deseos.

—No, no ha sido así. Ella me ama… —Pese a su fortaleza, Kitot temblaba ante la figura de Zenobia.

—¿Acaso creías que no conocía vuestros encuentros amorosos? Si los he consentido ha sido porque creía que esa esclava no era para ti sino una diversión, pero ahora veo que te ha hechizado.

—No, mi señora, ella no me ha…

—¡Basta! Mírate a un espejo, Kitot. No, no eres un hombre feo, pero tu tamaño es tan grande que asustas a cualquier mujer. Desengáñate, Yarai no te conviene; olvídate de ella. En los burdeles de Tadmor hay bellas hetairas dispuestas a calmar tu calentura. Y si quieres casarte, seguro que alguna hija de alguno de los mercaderes de la ciudad estará disponible. Tal vez una de esas tan altas y grandes que se quedan solteras salvo que encuentren a un hombre de su tamaño con el que casarse.

—Mi reina, yo sólo deseo a Yarai.

—Desde hoy dejas de servir en la guardia de palacio.

—Pero mi señora…

—Regresarás al cuartel general del ejército y te incorporarás de nuevo a las órdenes directas del general Giorgios. Prepárate porque en unos días saldrás de expedición hacia el noroeste; quiero que las ciudades de Anatolia vuelvan a prestarme juramento de obediencia. No dudo que tú conseguirás que sus magistrados lo confirmen. Yo confiaba en ti, Kitot, pero me has decepcionado.

—No he hecho nada para romper esa confianza, mi señora. Soy tu más fiel servidor y siempre lo seré.

—Entonces calla y cumple mis órdenes.

Los ojos de Kitot tornaron de la esperanza a la tristeza. Zenobia se apercibió del cambio de expresión en el rostro del armenio, pero se mantuvo firme. Era la reina y debía imponer su criterio y su voluntad por encima de todo, incluso de sus propios sentimientos.

Al despedir a Kitot, Zenobia pensó en Giorgios y en cómo la diosa del destino trazaba con sus caprichosos hilos la vida y el futuro de los hombres. En otras circunstancias ella y Giorgios hubieran podido amarse plenamente y ser dichosos como tantas familias de Palmira, y Yarai y Kitot tal vez hubieran culminado su romance como lo hicieron los padres de Zenobia. Pero los hados no parecían propicios a que ambas parejas disfrutaran libremente del amor y estaban condenadas a no poder sentir su dicha salvo en esos escasos momentos en los que podían amarse en la soledad de una alcoba o bajo el brillo de las estrellas, sólo unos instantes efímeros y fugaces, brillantes y dichosos como los meteoros que cruzaban el cielo en las noches sin luna y no dejaban otra cosa que el vago recuerdo de un reguero de luz en la memoria.

—La reina no ha accedido a venderte —le dijo Kitot a Yarai.

El armenio había tenido que dejar su puesto en la guardia de palacio, pero se las había ingeniado para entrar aquella misma noche en el recinto del que hasta ese día había sido su principal guardián. De nuevo, el eunuco encargado de la puerta y los soldados de la guardia habían mirado hacia otra parte.

—¿Le dijiste por qué querías comprarme? —le preguntó Yarai.

—Cometí ese error, y otro más grave aún: le recordé que su madre había sido una esclava y eso la enfureció. Me ha relevado al frente de la guardia de palacio. Ya no prestaré mis servicios aquí.

—¿Y dónde vas a ir?

—De momento a visitar a los gobernadores de las ciudades de Anatolia.

—¿Te destierra?

—No exactamente, pero me aleja de ti. Quiere que visite a los magistrados de esas ciudades para que le reiteren el juramento de fidelidad que le hicieron el año pasado, cuando ella misma recorrió esas tierras al frente del ejército.

—¿Cuánto tiempo…?

—No lo sé, tal vez unos meses, un año, quizá dos…

—No, no. —Yarai se tapó los ojos con las manos y sollozó—. No quiero estar tanto tiempo lejos de ti. Huyamos de aquí; vayámonos a Armenia, a Roma, a Persia, con los bárbaros si es preciso.

—No llegaríamos muy lejos. Una mujer hermosa como tú y un hombre tan grande como yo no pasaríamos desapercibidos en ninguna parte. Zenobia es obedecida en todas las provincias y ciudades entre Mesopotamia y Egipto; antes de llegar a un lugar seguro nos alcanzarían sus soldados y quién sabe qué podría hacernos. Es la reina y tiene que demostrar su poder y su autoridad.

—Entonces, ¿no podemos hacer nada? ¿Sólo resignarnos a la separación…?

—Esperaremos, tal vez las cosas cambien. Es probable que los romanos ataquen Palmira en cuanto solucionen sus problemas internos y se garantice la defensa de las fronteras del Danubio. Si eso ocurre, te juro que pelearé como el más fiero de los titanes; me ganaré mi derecho a comprarte y Zenobia no tendrá otro remedio que entregarte a mí. Es una reina, pero también es una mujer, lo entenderá.

—¿Sabes que se acuesta de vez en cuando con el general Giorgios?

—Claro que lo sé. Pretende mantenerlo en secreto, pero toda Palmira sabe que son amantes.

—En ese caso, conoce lo que es el amor…

—Sí, pero la reina coloca su trono y los intereses de Palmira por encima de sus sentimientos.

—Odio a esa mujer, la odio y la odiaré siempre.

—Yo he odiado mucho en vida, Yarai, más de lo que tú eres capaz de comprender, y es ahora cuando me he dado cuenta de que el odio sólo sirve para consumirte por dentro, para anular tu voluntad y para hacerte peor que una alimaña. El odio convierte a los hombres en fieras salvajes, no lo olvides nunca. —El antiguo gladiador, que había ganado su libertad matando sobre la arena de los anfiteatros a más de cien hombres, hablaba como un filósofo.

—No me importa; la odio, la odio. Maldita sea.

Las murallas que ordenó construir Odenato se habían quedado pequeñas a causa del crecimiento de la ciudad. En apenas una década la población había aumentado mucho gracias al establecimiento de nuevos comerciantes que acudían a instalarse al abrigo de su desarrollo y de su fortuna y a los mercenarios contratados en el ejército, muchos de los cuales se asentaron en Palmira con sus familias.

Los dioses Arsu, el que protegía las caravanas procedentes del este montado en su camello, y Azizu, el que lo hacía con las del oeste desde su caballo, se estaban mostrando muy propicios para con los palmirenos, que seguían ofreciendo a sus sacerdotes cuantiosas ofrendas y donativos. Incluso Malakbel, la divinidad a la que creían responsable de la fertilización de las plantas y del renacer de la naturaleza cada primavera, pues las cosechas eran abundantes y sus frutos copiosos.

Todo parecía ir bien en el reino de Zenobia, donde la mayoría de los comerciantes confiaba en que los romanos no se atreverían a atacar a su ciudad, que consideraban invencible. Sólo Giorgios y Zabdas insistían en que debían estar preparados para una ofensiva de Roma.

—Los romanos no vendrán a por nosotros. Tienen asuntos más urgentes que resolver: la amenaza de los godos en el Ponto, las hordas bárbaras en el Danubio o los pronunciamientos de generales ansiosos de vestir la púrpura imperial. Creo que debemos permanecer tranquilos; aquí, tras las murallas que construyó Odenato, estamos seguros. —Aquileo, el sobrino de Antioco, que había heredado la mitad de su fortuna y se había centrado en el comercio de la seda, erigido en portavoz de la cofradía de los mercaderes de seda, acababa así un encendido alegato en contra de la propuesta que había realizado en la sala de banquetes del ágora el general Giorgios para ampliar las murallas, aumentar el número de efectivos del ejército y destinar muchos más recursos para equipar mejor al ejército.

—Creo, ciudadanos honrados de Palmira, que no habéis entendido las enormes dificultades en las cuales se va a ver sumida esta ciudad. Aureliano es un soldado, toda su vida ha estado enrolado en el ejército de Roma y no entiende otra cosa que la fuerza de la espada. Lo conozco bien porque serví varios años a sus órdenes. Es un hombre tenaz y arrojado al que no le importa empuñar su propia espada y pelear en primera línea de combate. No es uno de esos senadores ufanos y cobardes que se pasan el día conspirando en las termas de Roma sobre la manera de hacerse con el poder. No; Aureliano es un hombre de acción que entiende que el Imperio debe imponerse por encima de cualquier otra circunstancia. Por eso, o nos fortificamos, nos reforzamos y aumentamos nuestros efectivos, o cuando Aureliano aparezca ante los muros de esta ciudad al frente de sus renovadas legiones Palmira durará menos que un pedacito de hielo a la luz del sol estival.

BOOK: La Prisionera de Roma
13.11Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

#5 Not What I Expected by Laurie Friedman
War Maid's Choice-ARC by David Weber
Murder of the Bride by C. S. Challinor
With or Without You by Alison Tyler
Boys in Control by Phyllis Reynolds Naylor
Deadly Embrace by Jackie Collins