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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (84 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—Especulas demasiado, señora. ¿Crees que sentiría el menor remordimiento si te poseyera aquí mismo?

Aureliano se acercó hasta Zenobia, la tomó entre sus poderosos brazos y la apretó contra su cuerpo. Zenobia dudó. No sentía ninguna atracción hacia aquel hombre y no deseaba convertirse en la concubina de un emperador al que no parecía preocuparle otra cosa que su gloria militar y el triunfo de Roma.

—Una nueva conquista, sin resistencia, no añadirá más gloria a tu fama.

Aureliano se apartó de la reina de Palmira. Parecía confuso. La había abrazado seguro de que aquella mujer, fría y distante, se estremecería en brazos del dueño del mundo, pero la sintió gélida y lejana, como si hubiera abrazado a una de esas estatuas de mármol de Afrodita que decoraban los templos dedicados a venerar a la diosa del amor.

—Tienes razón: las victorias más extraordinarias son las obtenidas con el mayor esfuerzo —comentó antes de retirarse.

CAPÍTULO XLVIII

Mar Jónico, principios de otoño de 273;

1026 de la fundación de Roma

El viento del este tensaba hinchiéndolas de aire las velas de la flota que comenzaba a zarpar desde El Pireo rumbo al oeste.

—Si Eolo envía vientos favorables y Neptuno se muestra amable con nosotros, en unos días el ejército desembarcará en la Galia —comentó el comandante de la trirreme en la que había sido embarcada Zenobia.

La reina se volvió hacia él.

—¿La Galia? ¿No vamos a Roma?

—Por el momento, no.

—Pero… Quiero hablar con el emperador.

—El augusto se ha adelantado, señora. Zarpó ayer.

—No entiendo; me dijo que lo esperaba un recibimiento triunfal en Roma.

—Así es, pero antes quiere restaurar su dominio sobre la Galia. Hace ya varios años que en esa provincia se han levantado varios usurpadores que se han proclamado emperadores. Aureliano ha decidido que es hora de darles su merecido y devolver la unidad al Imperio. Quiere hacerlo así antes de recibir su triunfo en Roma. En cuanto a ti, señora, tengo orden de llevarte a la isla de Capri. Allí esperarás el regreso del emperador para entrar con él en Roma.

—Una nueva prisión…

—Estarás cómoda. Te instalarás en una villa que fue construida por el emperador Tiberio para su recreo. Allí pasó los últimos años de su vida retirado del ajetreo de la capital y de las intrigas políticas. Te gustará.

Zenobia torció el ceño. Se había hecho a la idea de pasar el resto de su vida encerrada en una prisión romana, tal vez en las mazmorras de algún palacio, sintiendo pasar un día tras otro sin otra esperanza que la llegada de la muerte, quién sabe si para encontrase con sus seres queridos al otro lado. Todos los pueblos de la Tierra creían en otra vida después de la muerte. En Palmira, la muerte se consideraba el tránsito hacia una vida mejor en la que se disfrutaba de una existencia placentera. Pero los romanos eran distintos al resto de los pueblos del mundo. Ellos, que hacían obras para ser eternas, no creían en la eternidad de las almas. Roma era un imperio en la Tierra y todo cuanto se hacía en su religión estaba dirigido a la utilidad en este mundo.

Es cierto que algunos de sus sacerdotes hablaban de sus dioses inmortales, la mayoría heredados, aunque con distintos nombres, de los dioses griegos, y que algunos romanos se enterraban con una moneda para pagar al barquero Caronte a fin de que los trasladara al otro lado de la laguna Estigia, la que tenían que atravesar todos los muertos, pero en verdad ningún romano culto creía que existiera otra vida tras la muerte. Para los romanos, sólo Roma y nada más que Roma era eterna.

Al segundo día de navegación dejaron las costas del Peloponeso y pusieron rumbo hacia el oeste. Todos los marineros sabían que una vez doblado el cabo Sunion, navegando siempre hacia la puesta de sol a través del mar Jónico, se arribaba al sur de Italia. Si los vientos y las corrientes eran favorables, en esa época del año lo habitual era avistar tierra justo a la altura del estrecho que separaba Italia de la gran isla de Sicilia, la que dividía el mundo marino romano en dos mitades.

Una de las dos esclavas que atendían a Zenobia le anunció que la cena estaba lista. El cocinero de la trirreme había preparado un asado de carne ahumada de cerdo condimentada con
garum.

—Es carne de cerdo, señora —le avisó la esclava.

Zenobia apenas tenía apetito. Bebió un poco de vino rebajado con abundante agua y rechazó el plato. Los árabes no comían cerdo. Era un animal que consideraban inmundo, portador de numerosas enfermedades y difícil de criar en sus desiertos porque necesitaba mucha agua debido a que su piel se resecaba con el sol si no se humedecía a menudo.

La esclava se retiró y la dejó sola. Atardecía sobre el Jónico; unas aves volaban muy alto hacia el sur en bandadas alineadas en forma de punta de flecha. El maderamen de la trirreme crujía con cada envite de las olas. El viento del este ayudaba a los remeros, que por turnos no dejaban de bogar hacia el oeste.

Sicilia apareció en el horizonte poco después del amanecer. Algunos marineros ofrecieron oraciones a Neptuno, el dios del mar, por haberlos llevado a salvo a través de las aguas y haberles permitido contemplar tierra de nuevo.

—Hubo un tiempo, el de los héroes, en el que el astuto Ulises, rey de Itaca, recorrió errante durante veinte años estas aguas, intentando regresar a su pequeño reino al lado de su esposa Penèlope, que aguardaba ansiosa a su esposo tras la victoria de los griegos en la guerra de Troya. Ulises, el más inteligente de los reyes helenos que participaron en aquella guerra, fue quien ideó la estratagema, que cuenta Virgilio en la
Eneida
, para la conquista de Troya. —El comandante de la trirreme se acercó a Zenobia, que desde la proa contemplaba las costas sicilianas.

—Vaya, todos los romanos citáis a Virgilio como si fuera un miembro más de vuestra familia —comentó la reina de Palmira.

—Es nuestro gran poeta. Los griegos tuvieron a Homero para cantar las hazañas de sus héroes; nosotros tenemos a Virgilio.

—Conozco esa historia. En Palmira teníamos los libros de Homero. Leí los dos que escribió, y conozco los viajes de Ulises. Es una gran gesta, pero tal vez no fuera del todo cierta —respondió Zenobia.

—En la época de los héroes pasaron cosas que ahora parecen increíbles. Pero creo que tienes razón, señora, yo jamás he visto sirenas ni cíclopes, y hace veinte años que navego por las aguas de este mar.

Poco antes de tocar tierra en Sicilia, el comandante cambió el rumbo y la trirreme viró al norte, navegando en paralelo a la costa siciliana, sobre la que destacaba una enorme montaña cubierta de nieve y humeante.

—El volcán Etna —comentó el comandante—. De vez en cuando vomita fuego y lava. Hay quien cree que en sus entrañas existe una fragua en la que el dios Vulcano, al que los griegos llamaban Hefesto, fabrica los rayos de Júpiter.

Zenobia recordó que en una ocasión, poco antes de que los romanos atacaran Palmira y ante el sonido de las fraguas en las que se forjaban las armas de los palmirenos, Giorgios le contó la historia de Hefesto, el herrero, y cómo éste, cojitranco, contrahecho y feo, se había desposado con Afrodita, la más hermosa de las diosas.

—Y supongo que ese humo es el que sale de su fragua, por lo que parece que ahora está trabajando en ella —ironizó Zenobia.

Isla de Capri, otoño de 273;

1026 de la fundación de Roma

El comandante avisó a Zenobia a la vista de la isla.

—Capri, nuestro destino.

—Pero si es un pequeño islote —se sorprendió.

—Espero que no permanezcas aquí demasiado tiempo, señora. En cuanto se restaure la Galia, irás a Roma.

Desembarcaron en el pequeño puerto de la isla, en un muelle de madera donde había media docena de pequeñas embarcaciones de pesca. Capri tenía laderas muy escarpadas que caían al mar en forma de precipicios vertiginosos y el palacio de Tiberio estaba ubicado en la más alta de las dos cimas que configuraban su inconfundible perfil para los marineros.

Conforme iban ascendiendo la empinada ladera, la panorámica que se abría a sus ojos era más extraordinaria. Frente a la isla se alzaba majestuoso un monte, sobre la ciudad de Neapolis.

Hicieron un alto en el camino para que los porteadores descansaran un poco.

—Aquél es el Vesubio. —El comandante señaló la montaña—. Hace un par de siglos estalló y la lava que surgió de las entrañas de esa montaña sepultó a varias ciudades. Se dice que todavía permanecen enterradas bajo las coladas de lava y barro.

—La cólera de Hefesto, supongo —comentó Zenobia.

—Sí. Vulcano suele enfadarse de vez en cuando y manifiesta su cólera haciendo surgir de la tierra las rocas candentes. Imagino que no soporta que su bella esposa, la diosa Venus, ande por ahí fornicando con cuantos dioses o mortales se encuentra en el camino. La ira de los dioses siempre la pagamos los humanos.

Por fin, tras el largo y pesado ascenso, alcanzaron la cumbre de la isla.

El palacio que ordenara construir Tiberio había perdido buena parte de su pasada grandeza. Tiempo atrás, en su esplendor, debía de haber sido una residencia magnífica, con fabulosas estancias y patios porticados, terrazas y jardines colgando sobre el acantilado a modo de nidos de águila y estanques y parterres maravillosos. Ahora, muchos de los edificios de la gran villa imperial estaban abandonados o en ruinas y la otrora fastuosa residencia se había reducido a media docena de pequeños edificios, un par de modestos jardines y dos patios porticados, uno abierto hacia la bahía de Neapolis y otro hacia el oeste.

El encargado de la residencia recibió al legado del emperador, que portaba un papiro con las órdenes escritas de Aureliano en las que le ordenaba la custodia, bajo su propia vida, de Zenobia de Palmira.

—Señora, aquí acaba mi cometido. Desde ahora quedas en manos del gobernador de esta isla. Espero que tu estancia en Capri sea dichosa.

—Agradezco tu diligencia, comandante… Vaya, ahora caigo en la cuenta de que ni siquiera sé tu nombre.

—No importa, señora. Recuérdame alguna vez como el marinero que te condujo a través del mar de Ulises para traerte hasta Capri, tu nueva Itaca.

—Mi única Itaca está en Palmira, a la que, a diferencia de Ulises, nunca regresaré.

Pasaron dos meses sin que Zenobia recibiera noticia alguna. El gobernador de la isla la visitaba un par de días a la semana, se limitaba a reiterarle que no había ninguna novedad y le confesaba que él también estaba ansioso por conocer qué estaba ocurriendo en la guerra que el emperador había emprendido en la Galia, pues de ella dependía el futuro de todo el Imperio.

Una vez a la semana llegaba un barco con algunas mercancías y suministros desde Neapolis, y los isleños aprovechaban aquellos contactos para preguntar a los marineros sobre las nuevas de Roma.

Isla de Capri, finales de 273;

1026 de la fundación de Roma

Zenobia estaba degustando un plato de
tyropatinam
, uno de los postres más deliciosos según los gustos romanos. Se trataba de una crema elaborada con yemas de huevo, leche y miel, cocida lentamente hasta que cuajaba y adquiría un color dorado.

Esa misma semana habían llegado buenas noticias de la Galia. El gobernador interrumpió a Zenobia mientras la reina daba cuenta de la dulce crema.

—Señora, lamento molestarte, pero al fin traigo noticias de tu interés: el augusto Aureliano ha sometido a toda la Galia. Tétrico, el viejo senador que proclamaba su autonomía como gobernante de esa región, ha claudicado ante el emperador.

—Por lo que parece, la guerra ha sido muy rápida.

—Tétrico heredó el gobierno de la Galia siendo ya un anciano. Su edad y su escasa preparación militar no han sido rivales para Aureliano. Algunos de sus generales le instaron a resistir, pero él desistió; no quiso que se enfrentaran romanos contra romanos. En verdad, lo que Tétrico ansiaba era entregarse a Aureliano y acabar con esta situación.

»Las legiones leales a Roma han derrotado a algunos rebeldes que no han querido someterse en una batalla librada en los Campos Cataláunicos, en el centro de la Galia, que ha sido pacificada. El emperador ha destacado una flota en el mar occidental para que limpie las costas de Britania y de Bélgica de piratas sajones. Y lo mejor es que la provincia de Britania, en la gran isla occidental, también ha sido completamente restituida al Imperio por sus gobernadores.

—Britania… ¿Sabes, gobernador, que hubo un tiempo en el que los mercaderes de Palmira tenían delegaciones en esa provincia, en el extremo norte, y que hasta allí llevaban nuestros productos?

—No me gusta Britania, señora. Serví dos años en la segunda cohorte de la VI Legión Victrix, en Luguvalium, un campamento ubicado en el
limes
del norte, sobre la misma muralla que construyera el emperador Adriano para mantener a raya a los belicosos pictos, un pueblo salvaje que vive enriscado en sus brumosas tierras, más similares a bestias que a hombres. Siempre llovía, y ni siquiera en verano calentaba el sol lo suficiente como para sacarte de los huesos el frío y la humedad del invierno. Las armas se oxidaban en cuanto dejabas de secarlas o te relajabas en su mantenimiento. No, Britania no es para alguien que ha nacido en la bahía de Neapolis, pero aquellos dos años en el norte de aquella isla me proporcionaron un rápido ascenso, y tiempo después pude optar a este puesto.

—Gobernador de Capri; no parece un gran destino. Esta isla se puede recorrer de parte a parte en media jornada y apenas viven aquí mil personas.

—Tal vez para ti, que has sido, según me dicen, soberana de todo Oriente durante algún tiempo, una pequeña isla como ésta no sea el mejor de los reinos posibles, pero te juro por Vulcano que yo no cambiaría este gobierno ni siquiera por el del reino de Persia.

—Parece que vuelven los buenos tiempos para Roma —comentó Zenobia.

—Todo se lo debemos al augusto Aureliano. Hacía falta un emperador de su energía y determinación para restaurar la gloria de Roma. Creo que a partir de ahora, el Imperio va a vivir una segunda edad de oro, como la que iniciara Octavio Augusto y culminaran los divinos Trajano y Adriano.

—Hace tres o cuatro años, cuando yo gobernaba en todo Oriente y varios generales se autoproclamaban emperadores, Roma estuvo a punto de perder su Imperio. Y ahora Aureliano lo ha recuperado. Todo parece así demasiado fácil.

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