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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (85 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—Roma no ha dejado jamás de ser grande. El problema que teníamos es que los emperadores que la han gobernado en los últimos decenios no estaban dotados ni del coraje ni de la fuerza necesarios para dirigir el Imperio. La debilidad del emperador Galieno permitió que se alzaran las provincias orientales —el gobernador de Capri omitió cualquier referencia directa a la revuelta de Zenobia en Palmira—, que los persas asolaran el
limes
de Mesopotamia, que la Galia fuera gobernada al antojo de los usurpadores que habían proclamado su propio imperio desde que lo hiciera el traidor Postumo hace siete años, y que los bárbaros penetraran impunemente en territorio romano saqueando provincias y ciudades.

—Entonces, ¿el emperador regresa ya a Roma?

—No lo sé, señora, aunque imagino que lo hará de inmediato, pues tengo noticias de que ha ordenado que se vaya preparando su triunfo en Roma.

—¿Todavía permanece en la Galia?

—Creo que sí. Algunas partidas de soldados rebeldes han huido y se han dedicado a saquear villas y aldeas, pero serán reducidos enseguida. Aureliano ha nombrado como gobernador de la Galia a su gran amigo y mano derecha, el tribuno Probo, un experimentado y enérgico general que no permitirá que los bandidos o los bárbaros incordien a los ciudadanos romanos de la Galia.

—¿Qué ha ocurrido con los vencidos? Aureliano tiene fama de severo, pero yo lo he visto comportarse de manera caritativa con los que han sido derrotados por él, sobre todo si se han entregado sin resistencia.

—Ha permitido que los legionarios de la Galia que combatieron contra él se incorporen a las legiones leales al emperador; muchos de ellos han sido destinados a Britania, a la II Augusta y a la XX Valeria Victrix. Y en cuanto a Tétrico, lo ha perdonado y creo que le otorgará algún puesto relevante una vez regrese a Roma. Aureliano sabe que la rendición de Tétrico ha salvado muchas vidas romanas, pues si se hubiera mantenido firme la guerra hubiera sido terrible y se hubiera saldado con miles de bajas. Aureliano no puede permitirse que las luchas civiles entre romanos desangren el Imperio como ya ha ocurrido en otras ocasiones. Necesita a todos los soldados disponibles para defender Roma de nuestros verdaderos enemigos: los bárbaros.

Al día siguiente, el gobernador se presentó de nuevo ante Zenobia. Estaba inquieto y hablaba de manera precipitada.

—Prepárate, señora, partes de inmediato hacia Roma. Acaba de atracar una nave con una orden imperial. Mañana, al alba, te llevará hasta el puerto de Ostia.

—Imagino que soy el broche del triunfo de Aureliano.

—No lo sé, señora. Me limito a cumplir la orden del emperador que, por cierto, ha sido honrado por el Senado con un nuevo título.

—¿Rey de Roma? —Zenobia sabía que a algunos emperadores les gustaba mantener la ficción de que Roma seguía siendo una república, y que el Senado guardaba ciertas formas republicanas, aunque fuera de un modo meramente nominal.

El gobernador fingió no sentirse molesto por aquella impertinencia.

—No. Se trata de algo mucho más importante para un romano. Le ha sido otorgado el título de
britannicus maximus
por haber recuperado esta provincia para el Imperio.

—Si Aureliano sigue acumulando títulos y honores, no habrá un arco triunfal lo suficientemente grande como para que quepan todos en una sola inscripción.

—Y por lo que respecta al senador Tétrico, el emperador ha sido magnánimo. Lo ha nombrado
corrector
de Italia y le ha prometido que nombrará a su hijo gobernador de la región de Lucania, una de las regiones más importantes del sur de Italia; allí se crían la mayoría de las piaras de cerdos que abastecen de carne a Roma.

Zenobia sonrió. El hijo del que podía haberse convertido en emperador de Roma si se hubiera atrevido a plantar batalla a Aureliano seria pronto el gran porquero del Imperio.

—Todo ha vuelto a su sitio.

—Tétrico facilitó mucho la conquista de la Galia. Uno de sus principales aliados, el gobernador Faustino, lo conminó a que se proclamara emperador y a que marchara con sus legiones sobre Roma cuando Aureliano se encontraba guerreando en Oriente, pero lo que hizo Tétrico fue enviar una carta secreta a Aureliano en la que le prometía que si acudía a la Galia se pondría a sus órdenes, lo reconocería como emperador legítimo de todo el Imperio y lo ayudaría a someter a los rebeldes.

—¡Ahora comprendo el cambio de planes de Aureliano a su regreso de la campaña por los Balcanes! Entonces no entendí por qué se había desviado de su ruta a Roma para arriesgarse a perder su ejército en la Galia. Tenía asegurada la victoria con la rendición pactada de Tétrico. Aureliano es muy listo.

—Roma está segura con él; y eso es lo que importa.

CAPÍTULO XLIX

Puerto de Ostia, principios de enero de 274;

1027 de la fundación de Roma

El delfín de plata
era el nombre del barco que llevó a Zenobia hasta el puerto de Ostia. La nave atracó en el malecón de poniente del nuevo puerto construido hacía cien años para suplir al viejo, ya abandonado, pues había quedado anegado ante los cambios de curso del río Tiber.

La mayor parte de las mercancías que llegaban a Roma lo hacían a través del puerto de Ostia, donde trabajaban miles de personas afanadas en descargar barcos con trigo de Àfrica con el que se mitigaba la demanda de pan de los cientos de miles de personas que vivían en la capital del Imperio.

Una escolta de veinte legionarios de la guardia pretoriana, mandada por un centurión, aguardaba su llegada.

El capitán de la nave entregó a su prisionera y a las dos esclavas que la servían al centurión y le dio una tablilla de madera con un texto escrito en el que se dictaban las condiciones en las que tenía que ser tratada Zenobia. Aquel oficial conocía bien su trabajo y cumplía con disciplina todas sus obligaciones; no había dejado ni un solo día de redactar el parte diario que tenía que presentar al legado de su cohorte en Roma.

—Señora —todos los que se dirigían a la reina tenían que darle ese tratamiento—, mi nombre es Cayo Fulvio, centurión de la primera cohorte de la guardia pretoriana. Me han encomendado la misión de conducirte hasta Roma. Esta noche descansarás en Ostia y partiremos mañana al amanecer; hay toda una jornada de camino.

—¿Dónde me alojaré?

—En casa del presidente de la corporación de constructores de barcos; es la mejor mansión de esta ciudad. Su nombre es Marco Tulio, un hombre muy rico.

Zenobia subió a una carreta en cuya portezuela pudo ver dibujadas las iniciales del emperador. La comitiva atravesó la calle principal atestada de gentes que caminaban prestas entre centenares de carros. Decenas de tiendas se abrían en los bajos de las casas, muchas de ellas de cuatro y cinco pisos de altura.

Circularon con dificultad debido al intenso tráfico que colapsaba la calzada a pesar de que los pretorianos se empleaban con dureza para abrir paso a la carreta de Zenobia.

Por fin llegaron ante la casa de Marco Tulio. El constructor de barcos era elegante y culto. Dueño del mayor astillero de Ostia, su fortuna se debía a la construcción de naves, muchas de ellas por encargo del ejército romano. Su casa era un verdadero palacio de considerables proporciones, con un gran patio central decorado con un enorme mosaico.

Avisado de la llegada de Zenobia, el naviero aguardaba ante la puerta acompañado de su esposa, de dos de sus hijas y de media docena de esclavos. Marco Tulio se adelantó para ayudar a Zenobia a descender de la carreta.

—Sé bienvenida a mi casa, señora, que desde ahora es la tuya.

—Gracias —respondió ella apoyando su mano en el brazo que él le ofrecía.

—Mi esposa, Julia Serena, y mis hijas, Domicia y Aurelia.

Las tres mujeres inclinaron levemente la cabeza; todos en aquella casa parecían muy impresionados por albergar a la que un día fue la augusta de todo Oriente.

—Seis pretorianos harán guardia permanente por turnos. Mañana, con las primeras luces del alba, partiremos hacia Roma. La señora deberá estar lista para entonces.

—No te preocupes, centurión, sé bien lo que debo hacer.

—Salve —el centurión saludó a Marco al uso militar y se marchó con parte de sus hombres, dejando a los seis del primer turno de guardia.

En aquella mansión todos los detalles daban buena muestra de la riqueza de su propietario.

—Magníficos mosaicos. ¿Son sirenas? —Zenobia señaló unas figuras femeninas con cabeza y torso de mujer y cola de pez.

—No, señora; son nereidas, las hijas de Neptuno, el dios del mar. Los marineros de Ostia se encomiendan a él y le ofrecen sacrificios antes de iniciar una travesía. Y yo construyo los barcos que ellos manejan, de modo que cuando encargué el mosaico central de mi casa quise que aparecieran las ninfas reflejadas en el suelo.

—Señora —terció la esposa del naviero—, hemos supuesto que estarías hambrienta y cansada tras la travesía y te hemos preparado un baño antes de la cena. Disponemos de unas pequeñas termas privadas en nuestra casa.

—Te lo agradezco…

—Julia, mi nombre es Julia.

—Te lo agradezco, Julia.

—En ese caso, acompáñame, señora.

Marco Tulio se excusó y dejó a las mujeres solas. Se habían dispuesto un par de estancias para Zenobia y sus esclavas, y allí se quitó la ropa y se cubrió con una bata de seda. El baño era de considerables proporciones pese a estar destinado al uso exclusivo de los moradores de aquella casa.

—Me gustaría quedarme sola —le dijo Zenobia a Julia.

—Como desees, señora.

La reina se sumergió en el agua caliente de una enorme bañera de mármol blanco decorada con bajorrelieves de cabezas de leones. El agua estaba perfumada con esencia de rosas. Sus dos criadas le masajearon los hombros y la espalda y le aplicaron cremas y ungüentos que Julia les había proporcionado.

Ya en su estancia, Zenobia se vistió con una túnica de seda roja y se cubrió los hombros con un manto azul.

Pese a lo avanzado del invierno, no hacía frío. La casa era muy confortable y estaba dotada de un sistema de calefacción mediante conductos de aire caliente que discurrían bajo los mosaicos y por el interior de los muros.

La cena se sirvió en el
triclinium
, una estancia de más de diez pasos de larga con un mosaico en el que destacaba la figura de una hermosa mujer recostada sobre una enorme almohada, a cuyos pies parecían sometidos los animales más fieros, leones, tigres, jabalíes, osos, panteras, cocodrilos e incluso monstruos marinos que surgían de las aguas para humillarse ante ella.

—Espero que la comida sea de tu agrado, señora —le dijo el naviero a la vez que con un gesto de su mano ordenaba a los esclavos que comenzaran a servirla.

—Hemos preparado los platos más delicados que se suelen tomar en Roma; esperamos que sean dignos de tu persona —intervino Julia.

Los esclavos comenzaron a sacar bandejas repletas de comida.

—A éste lo llamamos
moreturrr
, es un pastel de ajo y queso de cabra. Y ése es el
epytirum
, un picadillo de aceitunas majadas en aceite de oliva que se come untándolo en rebanadas de pan. ¡Ah!, las inevitables habas, que ahí están servidas en crema batida con hinojo, vino blanco de la Campania, aceite de la Bética y salsa
garum
de las factorías de Gades. Y el pulpo, pescado en las costas de Cerdeña, aderezado con salsa picante y fritura de verduras. Como plato principal hemos preparado un cabrito asado con ciruelas pasas de Damasco,
garum
y aceite de oliva. Y para acabar, tomaremos
encytum
, nuestro delicioso pastel de queso, harina y miel servido sobre manteca ardiente; nuestro cocinero lo prepara como nadie. El vino es un delicado caldo rojo de Capua rebajado con hidromiel —explicó Marco.

—¿Es de tu gusto, señora? —le preguntó Julia.

—Sois unos excelentes anfitriones.

—Cuando nos dijeron que te instalarías en nuestra casa, procuramos que te sintieras a gusto entre nosotros y que disfrutaras de la hospitalidad de los romanos. Hemos intentado conseguir alimentos de tu tierra de origen, pero en el mercado sólo he encontrado ciruelas pasas de Damasco. Nos han dicho que Palmira es famosa por su excelente cocina; ¿es así?

—Sí. Dicen en Oriente que en Palmira se elabora la mejor cocina del mundo. Nuestros cocineros son célebres, pero su secreto es simple: utilizan los mejores productos y nunca engañan a sus clientes.

Zenobia probó todos los platos; los consideró sabrosos, aunque ninguno de ellos alcanzó la sutil delicadeza de los que se servían en Palmira.

—Señora, ¿me permites una pregunta? —dijo Marco.

—Claro.

—¿Por qué te alzaste contra Roma? Espero no molestarte ni parecer inoportuno.

—No, no lo has sido. Te responderé. Creímos que Roma estaba acabada. Supusimos que el Imperio era incapaz de garantizar la seguridad del mundo civilizado y que la autoridad de los emperadores había desaparecido. Mientras vivió mi esposo Odenato, él fue la muralla de Roma en Oriente, pero tras su asesinato todo cambió. Aquel mundo se desmoronaba por momentos ante nuestros propios ojos y teníamos que hacer cuanto estuviera en nuestras manos para evitarlo. El Imperio era demasiado grande, por todas partes surgían generales que se autoproclamaban emperadores en cualquier lejana provincia y no se vislumbraba ninguna mejora de la situación, ni siquiera un atisbo de esperanza. En medio de aquella desolación yo quise erigirme en salvadora de Oriente, y fracasé.

»Imagino que os habrán contado cosas terribles de mí: que asesiné a mi esposo, que traicioné a Roma, que conduje a mi pueblo a la destrucción…

—Este es un puerto en el que constantemente recalan marinos y viajeros de todo el Imperio, y cada uno cuenta las cosas de distinta manera, pero créeme, señora, a todos cuantos les he oído hablar de ti lo hacían con admiración. Es verdad que muchos te condenaban por haberte rebelado contra la madre Roma y por haber provocado una guerra, pero en sus palabras se intuía que te admiraban. Y, eso sí, todos comentaban tu legendaria belleza, que he podido comprobar que es cierta.

Julia se sintió incómoda por aquel galanteo de su esposo.

—Hubo un momento en el que me sentí tan fuerte que pretendí emular a Cleopatra y convertir en realidad su sueño. Ella fracasó y yo creí vencer cuando me convertí en reina de Egipto. Pero aunque hubo un instante en que logré alcanzar ese sueño, no pude mantenerlo por mucho tiempo y se esfumó.

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