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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (81 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—No. Los historiadores no han tenido tiempo de inventar un relato sobre ello. Tú no les has dado ocasión de hacerlo. Sólo Calimaco escribió un memorial sobre mi linaje, donde se demuestra que soy descendiente de Dido de Cartago y Cleopatra de Egipto.

—Los historiadores no deberían falsificar el pasado —comentó Aureliano.

—Cuanto se describe en esa historia es cierto.

—Todas las historias tienen algo de invención.

—Si así piensas, tendrías que ordenar que se escribiera una nueva historia de Roma.

Aureliano sonrió ante la ironía de Zenobia.

—Eres una mujer brillante y con una sagacidad fuera de lo común. Ahora comprendo por qué Oriente cayó rendido a tus pies. No era sólo por tu belleza; dentro de ese hermoso cuerpo hay mucha inteligencia.

—Les di la esperanza de ser libres.

—No; les ofreciste la ilusión de tenerte como reina, y bastó para poner en marcha un imperio. Pero Roma no podía ceder en eso.

—Hubiera sido mucho mejor para el mundo que hubieras aceptado la paz y hubieras consentido la existencia pacífica de dos imperios. Hubiéramos evitado muchas muertes.

—La muerte es inevitable, mi señora. Tarde o temprano, la negra parca siempre aparece para arrastrarnos al otro mundo.

Zenobia se apoyó en la baranda de la trirreme.

—Esa ciudad —dijo la reina mirando a Bizancio— pudo haber sido parte del imperio de Palmira.

Aureliano contempló la belleza de Zenobia; la suave brisa que soplaba sobre el Cuerno de Oro agitaba el velo de seda con el que cubría su cabeza; su transparencia dejaba entrever su cabello negro y brillante.

—Toda mi vida he sido un soldado, solamente un soldado, pero te aseguro que si te hubiera conocido antes…

—No. No sigas, augusto, no hay marcha atrás. No se puede cambiar el pasado, ni siquiera los dioses pueden hacerlo, ni siquiera tu dios Sol, el único en el que yo creo.

—Había pensado en llevarte conmigo al Danubio, pero creo que será mejor dejarte aquí, en Bizancio, mientras yo soluciono la rebelión de los carpi.

—¿Crees que yo sería un estorbo en tu campaña militar? Te aseguro que he participado en algunas otras.

—Una mujer como tú es capaz de causar un hondo desasosiego en cualquier hombre, y cuando se está en campaña toda la atención debe estar centrada en la batalla.

—Tienes miedo —asentó Zenobia.

—¿Miedo? Jamás he rehusado un combate.

—No, no me refería al miedo a la guerra, sino miedo de mí, de una mujer.

Aureliano no contestó a la pregunta; en el fondo de su corazón Zenobia le provocaba una extraña inquietud.

—Te quedarás aquí, en Bizancio. En cuanto regrese, viajaremos a Roma.

La campaña de Aureliano contra los carpi duró dos meses, los más crudos del invierno. Con los veteranos de las legiones con las que había conquistado Palmira y con el apoyo de varias cohortes de las legiones I Itálica y XI Claudia, acantonadas en sus campamentos de Novae y Durostorum, a orillas del Danubio, arrasó a los carpi en dos batallas, capturó y ejecutó a los caudillos promotores de la revuelta y trasladó a los supervivientes a la región del bajo Danubio. A los que le juraron fidelidad les concedió tierras a cambio de la promesa de mantenerse leales a Roma y de ayudar a los legionarios de la V Macedónica en la defensa de esa zona del
limes
. Los que no lo hicieron fueron vendidos como esclavos o ejecutados.

Por esa victoria, Aureliano recibió del Senado el título de cárpico máximo y una nueva corona de oro. Además, al inicio de aquel año fue elegido cónsul de Roma por segunda vez.

CAPÍTULO XLVI

Bizancio, principios de primavera de 273;

1026 de la fundación de Roma

Zenobia contemplaba las aguas del Bósforo desde el palacio ubicado en la acrópolis de Bizancio. Antes de partir en campaña contra los carpi, Aureliano había dispuesto que la reina de Palmira quedara recluida en un sector del palacio, con libertad para moverse por una zona vigilada pero sin posibilidad de salir del recinto. El comandante encargado de su custodia respondía con su vida si escapaba.

Uno de los eunucos de su pequeño séquito se dirigió a ella en voz muy baja.

—Mi señora, tengo una noticia que te interesará mucho.

Zenobia se volvió hacia él.

—Habla.

—Esta misma mañana había cierto revuelo en el cuerpo de guardia de palacio. He conseguido averiguar el motivo: Palmira se ha levantado en armas contra Roma.

—¿Estás seguro? ¿Es eso cierto?

—Creo que sí, mi señora. Según he podido saber, un pariente vuestro, Aquileo, ha logrado hacerse con el control de la ciudad y ha proclamado la independencia de Palmira.

—¿Qué más sabes? —insistió Zenobia.

—Nada más. Mi informador, uno de los legionarios de la guardia, tenía miedo a que su comandante lo sorprendiera hablando conmigo y no ha podido revelarme los detalles.

—Pues procura enterarte de cuanto puedas. Necesito saber lo ocurrido en Palmira.

Zenobia indicó con un gesto de su mano al castrado que se retirara y éste lo hizo con parsimonia tras una reverencia.

Hacía tan sólo dos días, Zenobia había pensado en envenenarse porque apenas soportaba la ausencia de su hijo, y el recuerdo de Giorgios y de su perdida Palmira. Pero aquella noticia la reconfortó.

«¡Palmira de nuevo libre!», pensó mientras procuraba imaginar qué habría sucedido en su ciudad. Desde luego, le sorprendió que fuera Aquileo el instigador de la revuelta contra Roma, no lo creía capaz por sí solo de dar un paso semejante.

Pero, ¡y si fuera Giorgios el rebelde! Tal vez su amante ateniense no hubiera muerto y lo que le habían dicho sobre su final no era sino una excusa para desanimarla y doblegar su voluntad de resistir.

Durante toda esa semana intentó averiguar qué estaba pasando, pero el comandante de la guardia ordenó que quedara incomunicada y que le sirvieran la comida y la atendieran dos eunucos y dos sirvientas bizantinas siempre bajo la supervisión de dos legionarios, que tenían la orden de degollar al instante a cualquiera que pronunciara una sola palabra ante ella.

El emperador se presentó hecho una furia. Parecía el mismísimo dios Eolo henchido de cólera y dispuesto a desencadenar la más terrible de las tempestades.

—Imagino que ya sabes la noticia —espetó a Zenobia sin darle ocasión a saludarlo.

—Sí, enhorabuena augusto, conozco tu victoria sobre esos desdichados bárbaros que han osado cuestionar la autoridad de Roma.

—No es momento de ironías, señora. Sabes a qué me refiero.

—No sé nada; lo único que he escuchado en los últimos siete días ha sido el eco de mi voz en las estancias donde he sido recluida, el sonido de los pasos de mis guardianes, el trino de los pájaros y el ulular del viento en los tejados durante la noche. Tu perro guardián dio orden de que no se me dirigiera la palabra bajo pena de muerte y me recluyó a estas tres estancias de las que no he podido salir. ¿Cómo quieres que sepa a qué te refieres?

—Se ha producido una violenta rebelión en Palmira. ¿Tienes que ver algo en ello?

—Hace meses que estoy presa, ¿cómo pretendes que sea culpable de nada?

—Te pondré al corriente de lo sucedido. Un tipo llamado Aquileo, del que he averiguado que es pariente tuyo, comenzó a tramar una conspiración para que estallara una revuelta contra Roma. Consiguió convencer a algunos palmirenos para que se sumaran a la rebelión y una vez que logró la adhesión de varios notables de la ciudad se dirigieron a Marcelino, el gobernador que yo designé para administrar la provincia de Mesopotamia, y le propusieron proclamarlo emperador de Oriente a cambio de su apoyo y del de los legionarios a sus órdenes. Los conspiradores desconocían que Marcelino, uno de mis más fieles amigos, me informó de inmediato de lo que pretendían aquellos traidores y rechazó su oferta dándoles largas para ganar tiempo. Pero los rebeldes optaron entonces por nombrar emperador a su cabecilla, ese tal Aquileo. Hace unos días ha sido proclamado emperador en Palmira con el nombre de Septimio Antioco Aquileo.

»Y lo primero que ha hecho el muy cretino ha sido ordenar labrar unas inscripciones en piedra o pintadas en rojo con su nombre en todas las paredes Palmira.

—¡Vaya con Aquileo! jamás lo hubiera imaginado al frente de una revuelta contra Roma.

—Pues debes saber que se ha proclamado emperador alegando sus derechos al trono por ser hijo tuyo.

—¡Hijo mío, pero si es mayor que yo! —se sorprendió Zenobia.

—Hijo adoptivo. Ha anunciado que tú lo acogiste como hijo adoptivo poco antes de que Palmira cayera en mis manos y, por tanto, es tu sucesor legítimo.

—¿Qué han hecho los legionarios de la guarnición en Palmira?

—Eso es lo peor. Muchos de los ciudadanos de Palmira han seguido las consignas de Aquileo y armados de cuchillos y espadas han abatido a la guarnición que dejé acantonada en la ciudad. Seiscientos de mis hombres, una cohorte entera de excelentes arqueros de Emesa, ha sido aniquilada. Sandarión, el general a su mando, también ha sido asesinado. Dime que no tienes nada que ver en esto, dímelo.

—Te juro por el dios Sol, en el que creo, que nada de cuanto ha sucedido en Palmira ha sido instigado de modo alguno por mí. Ya he visto demasiado sufrimiento, demasiadas muertes. Además, mi hijo Vabalato, el último retoño de mis entrañas, ha muerto y sin él nada me empuja ya a recuperar un reino que considero perdido para siempre. ¿Qué vas a hacer?

—Regreso de inmediato a Palmira. Voy a borrar esa ciudad de la faz de la Tierra.

—No lo hagas.

—Los palmirenos me habéis causado demasiados problemas. Arrasaré tu ciudad y arrancaré hasta la última de las piedras de sus cimientos. Cuando acabe con ella, Palmira sólo será un recuerdo.

—Te lo ruego: no la destruyas. Castiga a los culpables, es tu obligación como emperador, pero no asoles Palmira, no lo hagas, por favor, no lo hagas.

—Dame una sola razón.

—El perdón es mejor que la venganza —citó Zenobia.

—¿Quién dice eso?

—Un filósofo griego, Pitarco de Mitilene. Lo proclamó en una situación extrema. Su hijo había sido asesinado y cuando apresaron al asesino y lo llevaron a su presencia, eso fue lo que sentenció y dejó que el criminal se fuera libre.

—El castigo es el único remedio que entienden los delincuentes. Si no hubiera castigos para reprimir los delitos cometidos, el mundo sería ingobernable. Las leyes de Roma se crearon para hacer justicia, y yo soy el encargado de impartirla.

—Eres un hombre justo y has demostrado que eres capaz de perdonar. En tu marcha amnistiaste a algunas ciudades que se habían resistido a tu avance. Haz lo mismo con Palmira y te aseguro que no habrá más rebeliones.

—¿Qué harías tú a cambio de mi perdón? —le preguntó el emperador.

—¿A qué te refieres?

—He matado a más de mil hombres con mis propias manos. Comprenderás que no me temblaría el pulso al ordenar que ejecutaran a todos los palmirenos. ¿Qué precio estarías dispuesta a pagar si me comprometo a no borrar de la faz de la tierra a tu ciudad y a todos sus habitantes?

—Lo que me pidieras. Sé que no harás nada que te deshonre.

—Hay quien asegura que soy cruel.

—Tal vez, en ciertas situaciones, todos lo seamos, pero sé que no destruirás Palmira.

—¿Estás segura?

—Completamente.

—También se ha rebelado Alejandría. Un traidor llamado Firmo ha proclamado una especie de república independiente, al estilo de las antiguas
polis
griegas…

—O de la vieja Roma —lo interrumpió Zenobia, que recordaba las clases de historia que le impartiera Calínico.

—La república es una forma de gobierno propia del pasado. Una vez que reconquiste Palmira, iré a Alejandría y pondré en su sitio a ese tal Firmo. Cuando acabe con estas dos revueltas, el poder de Roma no se cuestionará nunca más.

—Palmira y Alejandría son las dos ciudades que más he amado, y ambas continúan vivas. Si las destruyes, nada me ligará ya a mi pasado.

—Hablas de ellas como si fueran la razón de tu vida.

—Y en cierto modo lo son. Han muerto todos los seres que alguna vez he querido; sólo me quedan los recuerdos. Pero mientras Palmira y Alejandría existan, aunque nunca volveré a verlas, sabré que siguen ahí, palpitantes de vida, y eso será lo único que me conforte.

—Eres extraña, señora. Los romanos amamos a Roma, aunque algunos ni siquiera saben el porqué. Yo nací en lliria, pero me hicieron sentirme romano desde que lo recuerdo. ¿Sabes por qué? Te lo diré, Zenobia, porque Roma es el mundo, todo el mundo.

—Estáis equivocados. Allende las fronteras de Roma, hacia la salida del sol, hay una extensión de tierra mucho más grande que tu Imperio. Tal vez los romanos os creáis el centro del mundo, pero el Imperio de los sasánidas es tan grande como el de Roma, y más allá hay otro imperio, el de la India, y todavía más hacia el este otro si cabe más extenso, el de China y todavía existen unas enormes islas en el océano del extremo oriental del mundo, donde nace el sol cada mañana.

—Tierras bárbaras… —comentó Aureliano.

Zenobia sonrió; el emperador no había sabido qué contestar ante sus argumentos. El mundo era mucho más grande de lo que suponían los romanos y, visto así, el Imperio de Roma no era ni el más grande ni el más poderoso, ni siquiera estaba ubicado en el centro del mundo, sino en su extremo occidental, en el fin de la tierra hacia Occidente.

Palmira, finales de primavera de 273;

1026 de la fundación de Roma

Aureliano se puso en marcha hacia Palmira al frente de dos legiones. En Antioquía, donde había concentrado a sus tropas, asistió a unas carreras de caballos en el hipódromo. Durante la competición, Marcelino, el gobernador romano de Mesopotamia, le había informado personalmente de la trama que había urdido Aquileo. Le ratificó, como ya había hecho unas semanas atrás mediante una carta, el intento de soborno a que había sido sometido y cómo algunos palmirenos, de los que tenía la lista completa con sus nombres, le habían propuesto otorgarle el título de augusto y proclamarlo emperador de Oriente si aceptaba defender la independencia de Palmira y declaraba la guerra a Aureliano.

Los habitantes de Antioquía se sorprendieron ante la presencia del emperador, pues estaban acostumbrados a que los romanos no reaccionaran con tanta celeridad ante cualquier contratiempo en la frontera oriental. La determinación de Aureliano era buena muestra de que estaba dispuesto a mantener su autoridad y la unidad del Imperio a toda costa.

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