—¡Por todos los dioses! —exclamó Kitot—, ¿qué es esto?
—La historia de los judíos —respondió Zenobia—. En esas pinturas se muestran las escenas de su libro sagrado, al que llaman la Torà. Pero es extraño; los judíos de Palmira abominan la representación de escenas con figuras humanas, y en cambio aquí… —Zenobia se acercó a una de las paredes—. Mirad, éste debe de ser su gran profeta, Moisés, el que condujo a los judíos desde Egipto a la que llaman Tierra Prometida, y ese otro su rey Salomón, el que construyó su gran templo en Jerusalén, el que destruyeron los asirios.
—Sabes mucho de los judíos, mi… —Kitot estuvo a punto de decir «reina», pero se contuvo a tiempo.
El muchacho que los había recibido en la puerta les indicó que podían sentarse en un rincón de la sala sobre unas esterillas y que les servirían allí mismo algo de comida si lo deseaban.
—La espera será más llevadera, y estamos hambrientos —dijo Zenobia.
Una jovencita con la cabeza descubierta apareció enseguida con una bandeja de empanadillas de carne y un par de cuencos con dátiles, higos secos y uvas pasas.
Todavía no habían acabado de comer cuando se presentó Miami.
—Ese cabrón malnacido de barquero no llegará hasta esta tarde. He tenido que preguntar en el muelle a varios mercaderes y uno de ellos me ha informado al fin sobre su paradero. A primera hora de la mañana ha remontado el río para llevar a unos mercaderes a la otra orilla, a unas diez millas aguas arriba. Si no aparece contratiempo alguno, regresará esta misma tarde —explicó Miami.
—Lo estrangularé cuando nos deje en nuestro destino —comentó Kitot.
—Esperaremos aquí —ordenó Zenobia, que se cubría la cabeza con una capucha de algodón.
El pequeño Vabalato seguía tosiendo y su aspecto no era demasiado saludable. Yarai permanecía callada y los castrados parecían asustados e incómodos.
Zenobia sintió la necesidad de ir a las letrinas y Kitot le indicó a Yarai que la acompañara. En la parte posterior del complejo de la sinagoga había un pequeño baño y unas letrinas. Antes de regresar a la sala de las pinturas, Zenobia cogió a Yarai por el brazo y la retuvo unos momentos.
—Estás muy callada; apenas has abierto la boca en estos días.
—Estoy cansada, señora.
—¿Todavía me guardas rencor? Al final vas a conseguir lo que querías. Estás aquí, a salvo, con el hombre al que dices amar. Deberías estar contenta.
—Sigo siendo tu esclava…
—Y así será mientras vivas —dijo Zenobia.
—¿Por qué me tratas así? Yo siempre te he servido con lealtad…
—Eres mi esclava, y así debes continuar.
—Ya no eres ni reina ni dueña de nada. —Yarai subió el tono de su voz, hasta entonces sumiso—. Tu imperio se ha desvanecido como la bruma bajo el sol ardiente; ya no existe.
—Sigo siendo la reina de Oriente, desgraciada.
—No, no eres sino una mujer amargada y resentida que odia y envidia a todo el que pretenda ser feliz.
—Jamás serás libre, jamás.
Zenobia entró en la sala de pinturas donde comían Vabalato, Kitot, Miami y los dos eunucos.
Kitot sospechó que algo había ocurrido entre las dos mujeres al contemplar el rostro desencajado y tenso de Yarai.
—¿Qué habrá ocurrido en Palmira? —se preguntó Zenobia en voz alta.
—Todavía no se sabe nada; he preguntado en el muelle a los mercaderes, pero aún no han llegado nuevas del asedio. Algunos comentaban que Aureliano ya ha lanzado el ataque final.
—En ese caso no tardarán en conquistar la ciudad y en comprobar que la reina ha escapado. Debemos salir de aquí cuanto antes; mientras estemos a su alcance, los romanos nos perseguirán —dijo Miami.
—No saben hacia dónde nos hemos dirigido —alegó Zenobia.
—Pero tienen métodos para averiguarlo; lo sé bien —terció Kitot.
—Por eso deberíamos apresurarnos; no tardarán en dar con nuestra pista. Un grupo como el nuestro no pasa desapercibido —añadió Miami.
—Págale a esta gente lo que hemos consumido y vayamos enseguida al embarcadero —ordenó la reina a uno de los eunucos; parecía asustada.
—He pagado a un tipo para que nos avise en cuanto aparezca esa condenada barca. Entretanto, aquí estaremos más seguros —explicó Miami.
—No. Marchémonos ya; esperaremos en el río —insistió Zenobia.
—Vamos, en marcha —ordenó Kitot a los eunucos, que se pusieron en pie a regañadientes.
Dura Europos había perdido la grandeza de antaño, cuando fue primero la principal fortaleza de los persas y después de los romanos en la frontera de Mesopotamia entre los dos grandes imperios. Había sido una ciudad en la que podían verse gentes de todas las razas y religiones; allí, en una extraña y pacífica convivencia, los cristianos habían adaptado dos casas particulares como iglesias, los judíos habían construido dos sinagogas, los griegos templos a Artemisa y Adonis, los romanos cuatro templos a Júpiter, los árabes santuarios a Baal Gad y Atargatis, los magos persas al dios Azzanathkona, los adoradores del fuego a Aphlad y los legionarios a Mitra; no había deidad conocida que no tuviera un altar en alguno de los santuarios de Dura.
Salieron de la sinagoga y atravesaron la ciudad en dirección al río; la gran plaza del ágora era un pálido reflejo de lo que llegó a ser tiempo atrás. La mayoría de las tiendas estaban cerradas y sólo algunos tenderetes levantados con lonas y palos indicaban que años atrás en aquel lugar se celebró un floreciente mercado.
Descendieron por un sendero de tierra muy inclinado por la pendiente del acantilado rocoso de medio estadio de altura que caía sobre el río como tajado por el hacha de un gigante, y llegaron al embarcadero.
La balsa que monótonamente hacía el recorrido de orilla a orilla estaba siendo amarrada al muelle, pero no había ni rastro de la barca que debía llevarlos aguas abajo hasta territorio sasánida.
En lo más alto de la ciudad podía verse la fortificación que en su día fuera el palacio del
dux ripae
, el nombre con el que era designado el gobernador romano de Mesopotamia, cuya sede había sido Dura Europos.
Cuando llegaron al embarcadero varios camellos cargados de fardos estaban siendo desalojados de la balsa. Sobre sus jorobas portaban enormes fardos, probablemente de telas. A pesar de la guerra entre Roma y Palmira, las mercancías seguían fluyendo entre oriente y occidente.
Kitot se sentía intranquilo. Intuía que los romanos ya habrían ocupado Palmira y que Aureliano habría enviado a sus jinetes más veloces a la busca de Zenobia. Mientras esperaban la barca, el gladiador no dejaba de otear hacia el oeste esperando ver alguna señal que le indicara la cercanía de los romanos.
Miami paseaba de un lado a otro del embarcadero, entre los camellos que se agrupaban antes de ser conducidos hacia la ciudad. Mascullaba insultos y juraba que desollaría al barquero con sus propias manos.
Al fin, una vela ocre se vislumbró aguas arriba de Dura. Miami colocó su mano derecha en forma de visera sobre sus ojos y le hizo una señal a Kitot indicándole que aquélla era, al fin, la barca esperada.
Kitot conminó a los eunucos y a Yarai a que se prepararan para embarcar. Zenobia suspiró aliviada y acarició el rostro triste y pálido de Vabalato. El muchachito parecía enfermo.
La barca se acercaba río abajo empujada por la suave corriente y el ligero viento que soplaba del noreste. Cuando se encontraba a media milla de distancia del muelle, arrió la vela y se acercó despacio hacia el pantalán fluvial.
Dos marineros lanzaron las amarras que los operarios del muelle se apresuraron en asegurar a tierra. La barca se detuvo tras un crujido de su maderamen.
—Vamos, embarcaremos enseguida; ya me encargaré yo de ese barquero más adelante —comentó Kitot.
El barquero se acogotó ante la imponente presencia de Kitot pero mantuvo una agria discusión con Miami en la que no cesaba de justificar su retraso.
—Estáis a salvo. Yo regreso a Palmira —comentó Miami.
—Te agradezco todo lo que has hecho —le dijo Zenobia.
—Vete ya, señora. Y ojalá…
—Que los dioses te sean propicios, mercader.
Kitot ayudó a Zenobia y a Yarai a subir a la barca a la vez que el barquero y Miami se enzarzaban en una acalorada discusión sobre el muelle.
Un estruendo llamó la atención de Kitot. El armenio alzó la cabeza y entonces los vio descender por la escarpada ladera. Enseguida reconoció a los jinetes de la caballería romana que cabalgaban hacia donde estaba atracada la barca.
No había tiempo para zarpar, pues las maromas seguían firmemente atadas a los amarres del pantalán.
El gladiador echó mano a su espada, la escondió debajo de unas lonas y les dijo a los dos eunucos que se largaran de allí, que se escondieran y que no regresaran hasta que no se hubiesen marchado los romanos.
—Dejadme hablar a mí, y seguidme la corriente —dijo.
Los jinetes romanos llegaron al embarcadero y descendieron de sus monturas. Eran al menos un par de docenas, estaban cubiertos de polvo y parecían cansados y sedientos. Los mandaba un comandante de caballería de aspecto duro y atlètico, de rostro severo y ademanes autoritarios.
Los romanos comenzaron a revisar a cuantas personas había en el lugar, alrededor de un centenar entre comerciantes, camelleros, criados, estibadores y acemileros, además de una treintena de mujeres.
Kitot intentó mantener la calma y les dijo a las dos mujeres y a Vabalato que permanecieran juntos sobre la cubierta de la barca y que no hablaran una sola palabra.
El comandante romano se acercó hasta Kitot, que se mantenía en pie sobre la barca, apoyado en la barandilla que daba al muelle. La figura del gladiador armenio resultaba imponente.
—¿Quién eres? —le preguntó en latín.
—Mi nombre es Sagaristión. Soy un sacerdote mago del dios Ahura Mazda.
—Hablas bien latín para ser persa.
—Procedo de Armenia, y fui gladiador en Roma. —Kitot se descubrió el hombro derecho y mostró la señal, grabada a fuego, que denotaba su antigua condición—. Gané mi libertad tras vencer en cien combates.
—Aguarda. ¿Alguien conoce a este hombre? Asegura que es un gladiador, que combatió en Roma. ¿Alguien lo conoce? —gritó el comandante dirigiéndose a los hombres a su mando.
—Yo escuché la historia de un gladiador armenio invencible que era tan grande como una montaña; tal vez sea él —dijo uno de los jinetes romanos.
—¿Eres tú ese tipo? —le preguntó el comandante.
—Lo soy —respondió Kitot.
—¿Yesos tres?
—Son mis dos esposas y mi hijo.
—¿Cuál es vuestro nombre? —les preguntó el comandante.
—No comprenden latín —intervino Kitot—; fueron esclavas. Las compré a un mercader de Ctesifonte pero les he otorgado la libertad.
El comandante romano receló de las palabras de Kitot, subió a la barca y se acercó a las dos mujeres y a Vabalato.
—Diles que se quiten la capucha, quiero verles el rostro.
Kitot les habló a las dos mujeres en el idioma de Palmira, esperando que el comandante romano no conociera esa lengua.
Zenobia y Yarai dejaron sus cabezas al descubierto, en tanto Vabalato seguía tosiendo en el regazo de su madre.
—Vaya, tienes dos bellas esposas; pero tu hijo está enfermo.
—Venimos de las montañas del norte, donde he ido a fundar un templo; allí ha cogido frío, pero es un muchacho fuerte, sanará pronto.
—¿Adónde te diriges?
—Al sur.
—¿A Persia?
—Ya te he dicho que nací en Armenia, pero ahora soy un sacerdote de Ahura Mazda.
—Ya.
El comandante romano desenvainó su espada y la colocó en el cuello de Kitot.
—¡No! —gritó Yarai en griego—. ¡No lo mates! ¡Esta es Zenobia, la reina de Palmira, y ése su hijo Vabalato! ¡No lo mates, te lo ruego!
Kitot aprovechó que el comandante se despistó un instante, sorprendido por la revelación de Yarai, y lo empujó con tanta fuerza que lo hizo rodar sobre la cubierta. Se agachó para intentar recuperar su espada pero antes de que pudiera alcanzarla una flecha disparada por uno de los soldados se clavó en su costado. El gigante trastabilló, pero se la arrancó con la mano y se encaró con media docena de legionarios, que se acercaban hacia él con sus lanzas apuntándole.
—¡Matadlo! —ordenó el comandante desde el suelo.
Cinco lanzas volaron hacia el armenio, que pudo esquivar dos y rechazar una tercera con su brazo, la cuarta rebotó en el cinturón repleto de monedas y joyas, pero la quinta le perforó el estómago.
Los romanos desenvainaron sus espadas, saltaron sobre la barca y se acercaron blandiendo sus armas hacia Kitot. El armenio se mantenía en pie aunque tambaleante; también se arrancó la lanza que le habían clavado en el vientre. La alzó y la arrojó contra uno de los soldados con tanta fuerza que le atravesó el pecho pese a la protección del peto de cuero. Los otros cinco se acercaron con cautela, amedrentados por la estatura de Kitot. Tras ellos se aproximaban otra media docena de soldados, que habían montado sus arcos y estaban prestos para disparar.
El antiguo gladiador, pese al dolor que le causaban las heridas, todavía pudo aplastar con sus brazos a dos de los soldados, pero recibió el impacto de algunas saetas; los otros tres lograron asestarle varios tajos con sus espadas y abrirle profundas heridas en el torso y en los brazos. Mientras forcejeaba con ellos, el comandante, que había recuperado su espada, se acercó por detrás y se la clavó entre los omóplatos.
Kitot se contorsionó hacia atrás y se tambaleó a un lado. Sintió que sus fuerzas lo abandonaban y cayó de rodillas sobre la cubierta manchada con su propia sangre y con la de los tres soldados romanos que había abatido.
Yarai lanzó un desgarrador grito de dolor, se levantó y corrió hacia su amado gigante. Kitot alzó la cabeza y miró a la muchacha. Los ojos del armenio estaban llenos de muerte. Intentó levantar su enorme mano para acariciarla pero no pudo, estaba inmóvil, paralizado, y la vida se le iba a borbotones como la sangre por las abundantes heridas.
—No te mueras, no te mueras —rogó Yarai angustiada.
El comandante extrajo su espada de la espalda de Kitot y volvió a clavársela, ahora justo por debajo de la nuca, en la cerviz. Un crujido reveló la rotura de las vértebras quebradas por la punta de acero.
Kitot cayó de bruces sobre el tablazón y expiró su último aliento entre esputos de sangre.