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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (74 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—También lo harán.

—Pues no perdamos tiempo.

Zenobia se dirigió a Longino.

—Gracias a ti he aprendido cuanto sé. Si alguna vez la historia me recuerda, a ti te lo deberé.

—Ha sido un placer servirte, mi señora.

—No pudimos construir el mundo que soñamos.

—Pero estuvimos a punto de lograrlo. Y además, como dijo Periandro, un tirano que gobernó la ciudad de Corinto hace casi mil años: «Los placeres son perecederos, pero los honores son inmortales.»El filósofo se arrodilló ante la reina y besó su mano.

—Zabdas, mi gran general… ¿qué puedo decirte?

—Siempre serás mi reina.

Zenobia abrazó al general y lo besó en la mejilla.

—Cuida de esta ciudad.

—Con mi vida.

—Giorgios de Atenas…

El griego inclinó la cabeza; Zenobia se acercó y le acarició la mejilla.

—Si existe otra vida después de ésta, te buscaré en ella —le susurró Giorgios.

Zenobia lo cogió por la mano y se alejaron unos pasos del guipo, tras una columna.

—Una parte de mí se queda contigo —le dijo Zenobia.

—Cuando me recuerdes, si alguna vez lo haces, piensa en el hombre que te amó más allá de la locura, y no olvides que si existe la eternidad te buscaré en ella hasta que te encuentre.

Se besaron en los labios.

—Recuérdame siempre —le dijo Zenobia.

—Es imposible olvidarte.

Regresaron a la entrada de la cloaca, donde ya se habían encendido las lucernas.

Kitot portaba atado a su cintura un saquillo alargado, en forma de ancho cinturón, lleno de monedas de oro y piedras preciosas.

—Vamos; hay que salir al otro lado antes del cambio de guardia —dijo Miami.

La cloaca tenía la altura de un niño de ocho o nueve años y la anchura suficiente como para poder moverse con cierta holgura. El único que tuvo problemas para recorrerla fue Kitot. La corpulencia del armenio constituyó un impedimento considerable, pero al fin, no sin algunos golpes, también pudo llegar al otro lado.

El túnel desembocaba en una depresión a poco menos de una milla de la ciudad, donde hacía tiempo, cuando la cloaca estuvo en uso, se vertían las aguas residuales una vez utilizadas en los baños y las letrinas, pero unas decenas de pasos antes de su término, aprovechando un respiradero, se había abierto una salida por la que aparecieron los huidos. Al borde del respiradero, camuflado en una zona de rocas, los esperaba un beduino.

Miami emitió un peculiar silbido y el beduino contestó con otro similar.

—Ya estamos aquí. ¿Y los camellos? —preguntó el mercader.

—A dos millas hacia el este —dijo el beduino.

—Demasiado lejos. No era eso lo convenido.

—El oficial romano al que hemos sobornado no nos ha dejado acercarnos más; ha dicho que corría un gran riesgo.

Miami torció el gesto.

—Bien, pues no perdamos tiempo y vayamos hacia allá.

Tardaron algún tiempo en llegar hasta el puesto donde esperaban seis beduinos con una docena de camellos.

—Había casi cuatro millas hasta aquí —protestó Miami.

—No sé calcular bien las distancias de noche —se excusó el beduino que los había esperado a la salida de la cloaca.

Sin perder tiempo, montaron en los camellos y partieron raudos hacia el este, evitando el camino habitual que seguían las caravanas.

—Un momento —dijo Zenobia.

—Debemos apresurarnos, mi señora.

—Sólo un instante.

La reina miró a su ciudad, apenas perfilada a lo lejos en la oscuridad de la noche. Sus ojos se humedecieron pero no rodó ninguna lágrima por sus mejillas.

Atrás quedaba Palmira, arrumbada al pie de las colinas de piedra, rodeada por la corona de hogueras que dibujaban las fogatas de los campamentos de los sitiadores romanos.

—Es la ciudad más hermosa del mundo —musitó.

—En verdad que lo es —asintió Miami.

Arrearon a los camellos y partieron rumbo al este, siempre con la estrella polar a su izquierda.

Sobre sus cabezas brillaba con intensidad la constelación de Casiopea y un poco más al sur titilaban las cuatro estrellas del gran cuadrado de Pegaso, el mitológico caballo alado. Las estrellas de Orión señalaban el camino hacia el sureste, la ruta hacia la salvación en el reino de Persia.

Zenobia recordó la leyenda del cazador, del ambicioso Orión, que le contara Giorgios durante una noche de amor, y se estremeció al pensar en los brazos del griego abrazándola bajo la bóveda celeste, y entonces lamentó no haber pasado muchas más noches con su amante.

CAPÍTULO XLI

Palmira, finales de verano de 272;

1025 de la fundación de Roma

Cuando Giorgios escuchó los pasos presurosos sobre el pavimento de la galería del teatro no tuvo que preguntar qué ocurría.

Saltó de su catre y se precipitó hacia la puerta de la pequeña estancia donde solía dormir. Uno de sus ayudantes la golpeó con los nudillos, llamándolo con insistencia.

—General, los romanos…

—Imagino lo que ocurre. Vamos, ayúdame a colocarme las grebas y la coraza. No pierdas tiempo.

Todavía no había salido el sol, pero ya clareaba con la suficiente luz como para no tener que alumbrarse con faroles o lucernas.

Giorgios salió al patio a cuya puerta estaba preparado su caballo.

Partió al galope hacia la puerta de Damasco, a la que llegó enseguida atravesando la calle porticada que desembocaba allí mismo. Justo en ese momento apareció Zabdas con varios oficiales a caballo.

—¡Ya vienen! —gritó el veterano general.

—¿Cuántos son? —le preguntó Giorgios—. Como nos dijo Miami, dos legiones completas, y todavía quedan otras tres en la reserva.

Descabalgaron, subieron a grandes zancadas los escalones de madera de un andamiaje que se había construido para facilitar el acceso de los guardias a la muralla y se apostaron sobre el torreón izquierdo de la puerta de Damasco.

—Ahí los tienes.

Desde el llano del oeste se acercaban en formación de testudo varias centurias de legionarios perfectamente parapetados tras sus grandes escudos rectangulares.

—Habrá que romper esas tortugas con piedras; apenas nos quedan nafta y betún —propuso Giorgios.

—Piedras sobran aquí —respondió Zabdas—. Preparad las catapultas y no ceséis de disparar sobre los romanos. Y los arqueros, en cuanto se abra la menor brecha, asaeteadlos. Hay que conseguir que se retiren.

Los fundíbulos que habían construido los romanos batieron las murallas en medio de atronadores estampidos. Una y otra vez, desde las torres de madera cubiertas de gruesos cuetos empapados en agua lanzaron sucesivas andanadas de piedras sobre las puertas de la ciudad intentando abrir alguna brecha por donde iniciar el asalto de los legionarios.

Desde lo alto de la torre Giorgios dirigía la defensa; apenas disponían de cinco mil hombres para enfrentarse a las cinco legiones de Aureliano, pero contaban con los mejores arqueros, capaces de acertar a un hombre a cien pasos de distancia.

Las tortugas estaban cada vez más cerca; las piedras lanzadas desde las catapultas apostadas en las murallas conseguían abatir a tres o cuatro legionarios, pero sus compañeros se rehacían de inmediato y cerraban el hueco que habían dejado los caídos.

Alentados por los centuriones y decuriones, los soldados seguían avanzando y las primeras tortugas se colocaron apenas a treinta pasos de las murallas. Tras ellos, las catapultas, los fundíbulos y los escorpiones no cesaban de disparar flechas, lanzas y piedras en tan grandes cantidades que los palmirenos apenas podían responder.

Entre las formaciones de los legionarios aparecieron de repente grupos de eslavos portando decenas de escalas de madera tan altas como las propias murallas. Los romanos las habían construido con los troncos de las más altas palmeras del país.

—Debimos haber excavado un foso profundo alrededor del exterior de la muralla —comentó Giorgios.

—Ya no hay tiempo para lamentos; ahora debemos prepararnos para el asalto.

Zabdas intentó insuflar ánimos a sus hombres, pero la avalancha romana parecía incontenible.

Después de varias horas de escaramuzas y constantes bombardeos, las primeras escalas se apoyaron en la muralla justo a mediodía, con el sol en el punto más alto. Los palmirenos se habían provisto de ganchos y de largas pértigas para derribarlas, pero los eslavos también estaban equipados con garfios que lanzaban desde abajo para conseguir asirse a lo alto de los muros y arrastrar con ellos a los defensores.

Tras los portadores de las escaleras surgieron los auxiliares eslavos armados con sus escudos redondos y sus hachas de combate. Pintados como mimos, con sus rostros perfilados en blanco y negro, semejaban espectros fantasmales recién salidos del averno. Gritaban consignas de guerra en una lengua ininteligible con la que parecían masticar más que pronunciar las palabras.

Giorgios se asomó a la muralla y atisbo la llanura frente a Palmira; su corazón se encogió al contemplar los miles de soldados que la cubrían, como un enjambre de abejas lanzándose ávidas sobre un arriate de flores.

De pronto, decenas de silbidos agudos e intensos cortaron el aire.

—¡Honderos! —gritó.

Dos soldados cayeron al suelo alcanzados de lleno por los proyectiles de plomo disparados por los honderos procedentes de las islas del Mediterráneo e integrados por Aureliano en las tropas auxiliares.

—¡Protegeos con los escudos, cuidad la cabeza! —tronó Zabdas.

Un proyectil en forma de bellota de roble impactó en la coraza de Giorgios; el general se tambaleó pero consiguió mantenerse en pie.

Una nueva andanada de plomo, seguida ahora de una lluvia de proyectiles de piedra del tamaño de un puño barrieron el camino de ronda y abatieron a varios arqueros.

Por las decenas de escaleras que los eslavos habían logrado lijar en la pared de la muralla ascendían ya los primeros auxiliares eslavos con sus largas cabelleras rubias recogidas en coletas y trenzas y con las hachas amenazantes.

Giorgios desenvainó su espada, bajó del torreón y corrió hacia un sector del muro donde varios eslavos habían logrado abrirse paso en el camino de ronda. Un guerrero de aspecto leroz, que gritaba como un loco, corrió hacia él con el hacha enarbolada y presto para descargarla.

El griego no le dio opción. Con la rapidez tantas veces entrenada en los ejercicios de esgrima le asestó una estocada en medio del pecho. El eslavo soltó un esputo de sangre y cayó de bruces con el corazón partido.

Giorgios liquidó a dos eslavos más y se dio cuenta de que aquellos demonios altos y rubios combatían con fiereza, tal vez fruto de su miedo y de su desesperación, pero carentes de entrenamiento militar. Con la ayuda de dos oficiales pudo desalojarlos de esa zona y derribar la escalera por la que habían trepado.

Miró a los lados y observó impotente que decenas y decenas de escaleras se apoyaban sobre los muros y que por ellas trepaban centenares de eslavos, mientras los honderos seguían arrojando glandes de plomo y los fundíbulos vomitaban proyectiles de piedra que mantenían a raya a los arqueros palmirenos.

Alzó los ojos y vio a Zabdas gesticular desde lo alto del torreón. El veterano general, al contemplar cómo sus tropas comenzaban a ser desbordadas en lo alto de los muros, bajó al camino de ronda y acudió en ayuda de Giorgios, que defendía un sector del muro sobre el que ya se había encaramado una docena de eslavos.

—No tardarán mucho tiempo en romper nuestras defensas. Será mejor que te retires; alguien tendrá que pactar la rendición —le dijo Giorgios a Zabdas cuando éste llegó a su altura.

—De eso ya se encargará Longino.

—Vete, general. Yo lucharé aquí hasta el fin.

—Le prometí a Zenobia que te defendería —insistió Zabdas.

—Ni hablar. En esta ocasión no voy a obedecerte, no quieto que tú ganes toda la gloria en esta batalla.

—Terco griego.

Una multitud de eslavos corría sobre los muros golpeando con sus hachas de combate de un solo filo a cuantos palmirenos encontraban a su paso. Pronto cercaron a los dos generales, que quedaron espalda con espalda ante decenas de enemigos. El camino de ronda estaba sembrado de cadáveres y el suelo empapado de sangre.

—Ha sido un honor combatir a tus órdenes, general —dijo Giorgios, que comprendió que su final estaba cerca.

—Creo que éste es el fin, pero antes de que me arrastre la muerte enviaré al infierno a unos cuantos de estos salvajes; lástima que no sean los legionarios de Aureliano.

—En una ocasión, Kitot me confesó que los instructores de los gladiadores los entrenan para que cuando mueran sobre la arena lo hagan con prestancia; pero también me dijo que nunca vio morir a ninguno de sus oponentes como si estuviera asistiendo a la más selecta de las fiestas.

—Si llega ese momento, procuraremos caer con elegancia; ¿de acuerdo?

Zabdas se ajustó el casco y giró su espada en el aire; dos eslavos se lanzaron sobre él, pero los despachó con sendas estocadas. Sobre el muro apenas había espacio para dos hombres, de modo que mientras ambos generales se guardaran mutuamente las espaldas, sólo podían ser atacados por dos enemigos a un tiempo. Los dos generales eran luchadores formidables, sin embargo parecía cuestión de tiempo su derrota, pues a su alrededor no había sino enemigos; todos los defensores palmirenos de aquel sector de la muralla o habían caído en la lucha o habían sido apresados.

Los generales abatieron a una docena de eslavos y tras ellos vieron aparecer a los primeros legionarios de Aureliano, que habían trepado por las escalas tras los auxiliares bárbaros. Aquellos tipos vestidos con toscas pieles y pintados como mi mos burlescos no eran rivales para dos avezados soldados como ellos, pero tras los que caían llegaban más y más mercenarios, y aunque consiguieran abatirlos a todos, tendrían que enfrentarse con los veteranos de las legiones.

Poco a poco las fuerzas comenzaron abandonarlos; Zabdas fue el primero en bajar la guardia por unos breves instantes para tomar aire y seguir combatiendo. Una lanza corta, arrojada desde lo alto de la torre que acababa de ser tomada, lo alcanzó en la parte posterior de la rodilla, en la corva, justo en el lugar que no protegía la greba. El general sintió la punzada de dolor y notó cómo le flojeaba la pierna herida y perdía estabilidad.

Giorgios, que mantenía a raya a dos eslavos, altos y fuertes pero a los que podía más el miedo a la muerte que el ansia de victoria, miró hacia atrás de soslayo y vio tambalearse a su amigo.

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