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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (78 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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Centenares de cruces poblaron los caminos y en ellas murieron los condenados, abrasados por el sol otoñal que todavía calentaba con fuerza la reseca tierra del desierto sirio.

Por fin, Aureliano decidió que el escarmiento aplicado a la ciudad rebelde era suficiente y que los supervivientes serían necesarios para recuperar la riqueza de Palmira y mantener el comercio y las rutas mercantiles, ahora en beneficio de Roma y de su Imperio.

Un mensajero trajo una buena noticia para el emperador. Enterado el Senado de Roma de sus victorias, le había concedido nuevos honores, entre otros los títulos de pérsico, armeniaco, restaurador y pacificador de Oriente, gótico, sarmático y aeliabénico.

—Regresaremos a Occidente la semana próxima. —Aureliano estaba reunido con sus generales en el que había sido palacio real de Palmira—. Tú, Sandarión, quedarás al mando de esta ciudad.

—Agradezco tu confianza, augusto. —El elegido se inclinó ante su emperador.

—Nuestra tarea aquí todavía no ha finalizado. Asuntos urgentes requieren de mi presencia en las Galias, pero hemos de consolidar esta conquista, pues los persas no dudarán en atacarnos si atisban el menor síntoma de debilidad. Quedarás al mando de setecientos arqueros de Emesa, nuestra fiel aliada ahora en Siria, y dos cohortes legionarias. Tu misión es conseguir que toda esta región, hasta ahora rebelde a Roma, quede sometida y que la frontera del Eufrates permanezca vigilada hasta que regresemos para liquidar a la dinastía sasánida. Me he propuesto que toda Mesopotamia se reintegre al Imperio, pero eso será más adelante. Ahora he de someter a los traidores que se han rebelado en las Galias.

—¿No acudirás a Roma para celebrar tu triunfo, augusto? —planteó uno de los generales.

—De momento no; antes debo poner orden en las provincias de Occidente. Y ahora traed a Zenobia a mi presencia.

La que fuera reina de Palmira y augusta de Oriente se presentó ante Aureliano, que ordenó a sus hombres que los dejaran a solas.

—¿Cómo se encuentra tu hijo? —preguntó el emperador, que parecía mostrar un rostro más humano.

—Sigue débil. Los médicos no consiguen que gane fuerza —respondió Zenobia—. Ya he perdido a dos hijos. Murieron de fiebres hace unos años. Todas las personas a las que alguna vez amé han muerto; sólo me queda Vabalato.

—Nunca debiste desafiar a Roma. Has sido mi enemiga, pero te compadezco, mujer; a causa de tu locura se han perdido muchas vidas.

—Teníamos derecho a decidir nuestro destino, a ser libres.

—Te equivocas. El único derecho sobre el destino es el que dicta Roma. Además, incumpliste todos los tratados que durante siglos habían aliado Roma con Palmira y con tu actitud de rebeldía y soberbia lo has arruinado todo.

—Teníamos derecho a ser libres —insistió Zenobia.

—La libertad no existe, señora. Todos somos esclavos de lo que el destino nos depara. Nuestra vida está marcada en las estrellas y los hados deciden cuál será nuestro futuro.

—Me habían dicho que no creías en otro dios que en el Sol Invicto, pero compruebo que también te afectan las supercherías de los augures. —Zenobia parecía más segura de sí misma.

—¿Acaso crees que confío en las burdas tretas de los
Libros sibilinos
? Si en alguna ocasión he ordenado que se consulten lo he hecho porque así lo requiere la tradición de Roma, no porque estime que los augures sean capaces de desentrañar el futuro. Yo creo en el Sol Invicto, al que rezo cada día para que me ayude a recuperar la grandeza del Imperio, pero son muchos los romanos que siguen venerando a los dioses olímpicos y yo soy su emperador y debo respetar las creencias de todos.

—¿Incluso las de los cristianos?

—Esos condenados seguidores del llamado Jesús nos han causado algunos problemas, pero si se mantienen fieles al Imperio por mí pueden seguir rezando a su hombre-dios hasta que se harten. Sólo actuaré contra ellos cuando no cumplan con su deber como ciudadanos de Roma. Pero dejemos este asunto. Te he hecho llamar porque debes prepararte para un largo viaje. En cinco días partiremos hacia Occidente. Sé que nunca has estado allí.

—Lo más al oeste que he viajado ha sido a Alejandría. Todavía soy la reina de Egipto. —Zenobia habló con orgullo.

—Egipto es una provincia más del Imperio; por un tiempo lograste que algunos egipcios te siguieran en tu locura, pero eso ha acabado ya.

—Egipto me aceptó como heredera de Cleopatra y me proclamó su reina…

—Los egipcios son veleidosos, como bien sabes, y ya te han olvidado. Enterados de tu derrota, han acatado la autoridad imperial y han jurado fidelidad a Roma. Egipto no sabe gobernarse por sí mismo, necesita ser sometido y que le marquen su ruta. Deberías saberlo bien, pues tú te aprovechaste de esas circunstancias para hacerte con su gobierno.

—Tengo derecho; soy descendiente de la reina Cleopatra. El trono de Egipto me pertenece —asentó Zenobia.

—¿Y de qué te sirve ahora ese derecho? He conocido a decenas de reyes y de príncipes que se proclamaban herederos, hijos incluso de los mismísimos dioses. Entre los godos no hay caudillo que no se sienta emparentado con sus deidades, de las que todos dicen descender, y asumen que su origen es divino y sagrado. Maté a muchos que estaban seguros de que procedían de un linaje de dioses inmortales y de nada les sirvió para librarse de una muerte cierta.

»Te aseguro, señora, que todos los hombres somos hijos del barro y de la sangre. Los dioses no son otra cosa que una creación de nuestros miedos o de nuestras ambiciones. Allá arriba, en la nevada cumbre del Olimpo, sólo hay hielo y rocas.

Aureliano era un hombre imponente. Alto, fortísimo, de poderosos hombros y musculados brazos, su aspecto era elegante y su porte majestuoso. A pesar de no ser miembro de una familia aristocrática y de haber pasado toda su vida en la milicia, sus ademanes eran corteses cuando se lo proponía y en la intimidad, cuando no necesitaba demostrar su poder, se comportaba con un encanto que lo hacía muy atractivo.

—Dicen de ti que has matado a más de mil hombres con tus propias manos en combate —comentó Zenobia de pronto.

—No creas cuanto se dice de mí; algunos elogios están dictados por aduladores que sólo pretenden conseguir que les otorgue privilegios. Como bien habrás experimentado, pues tú también te sentaste por algún tiempo en un trono, cuando se alcanza el poder imperial suelen escribirse sobre la vida de quien ocupa ese puesto demasiadas exageraciones. Mientras un soberano ostenta el poder, nadie se atreve a replicar sus hazañas, aunque en no pocas ocasiones resulten inventadas y no sean sino mera ficción, pero cuando muere, o es depuesto y cae en desgracia, sus detractores se encargan de difundir todo tipo de defectos.

»Ahora me toca a mí ser loado, idolatrado y tenido por el más grande de los héroes y el más benéfico de los gobernantes. Afirman que soy moderado en la comida y en la bebida, severo con el gasto, de formación excepcional y de probada castidad. ¿Acaso crees que todo eso es verdad?

Aureliano se acercó a Zenobia. No era tan alto como Kitot, nadie era tan alto como lo había sido el gladiador armenio, pero su presencia altiva y regia impresionó a Zenobia.

—Le preguntaré a tu esposa si tengo oportunidad de conocerla —ironizó.

—Tal vez seas la única mujer en el mundo por la que un hombre como yo perdería la cabeza…

—Cuidado, augusto, ¿ya no recuerdas lo que se cuenta de tu determinación con aquel soldado que cometió adulterio con la esposa de uno de sus huéspedes?

Aureliano se apartó unos pasos.

—¿También conoces esa historia?

—La he oído, sí. Pero me gustaría saber si es verdad.

—Yo era general de la III Legión Félix. Uno de los oficiales a mi mando había acogido a un huésped y a su esposa en su casa. Un día en que el marido estaba ausente, se aprovechó de su mujer y cometió adulterio con ella. El esposo despechado se presentó ante mí reclamando justicia. Yo le había dado mi palabra de que Roma garantizaba la seguridad de los aliados que se colocaban bajo su protección. Ordené que dos árboles cercanos uno a otro fueran doblados con cuerdas hasta que sus copas tocaran el suelo y que el oficial adúltero fuera atado a los dos árboles, un brazo y una pierna a cada uno de ellos. Luego di la orden de soltar las cuerdas. Eso es lo que les ocurre a quienes profanan la palabra de hospitalidad de un general de Roma.

—¿Y qué hiciste con la mujer?

—La devolví a su marido. Ella fue una víctima. Si pretendes ser un buen general, debes comportarte con ejemplaridad y procurar que la disciplina no se relaje entre tus soldados. No puedes consentir que los hombres bajo tu mando roben y cometan tropelías contrarias al honor del ejército. Los soldados vivimos del botín de los derrotados, pero jamás hemos de comportarnos como ladrones, sino como vencedores.

—¿Pretendes recuperar el viejo espíritu de los romanos?

—El mismo que nos hizo poderosos y dueños del mundo. Roma se ha tambaleado en los últimos decenios por el mal gobierno de algunos de sus emperadores, pero también porque la mayoría de sus ciudadanos ha dejado de comportarse con las virtudes con que lo hacían sus mayores. El honor y la gloria jamás se consiguen sin sufrimiento y sin esfuerzo.

—Aquí, en Oriente, estimamos más otro tipo de virtudes —dijo Zenobia.

—La avaricia, la lujuria, la gula, la envidia… —recitó Aureliano.

—La fortaleza, la paciencia, la obediencia… —lo corrigió Zenobia.

Caían sobre Palmira los días de mediados de un otoño gris y mortecino. El oasis de las palmeras era de nuevo una posesión del Imperio y sobre sus muros, afectados por las huellas del asedio a que habían sido sometidos, se alzaban orgullosos los estandartes de las legiones que habían participado en el asalto. Los aquilíferos habían colocado sus enseñas sobre las puertas de la ciudad, para que cualquier viajero que se atreviera a visitar Palmira contemplara de inmediato el triunfo de Roma.

A pesar de las órdenes de Aureliano, hubo algunos saqueos y no todos los tesoros almacenados en casas, palacios y templos pudieron ser recogidos por los legados imperiales, que tenían orden de ejecutar de manera sumarísima a cualquier legionario o auxiliar, fuera romano o eslavo, que fuera sorprendido intentando ocultar parte del botín.

Bajo el peristilo del patio central del palacio real se amontonaron decenas de piezas de oro y de plata entre las que destacaban las copas de oro de la vajilla de Sapor ganadas a los persas por Odenato y las copas de oro de Cleopatra, requisadas en el palacio de los Ptolomeos en Alejandría.

—Aquí están los vestidos de la reina… de la viuda del
dux
—corrigió un tribuno—. ¿Qué hacemos con ellos? —le preguntó a Aureliano.

El emperador cogió la ropa que se guardaba en varios arcones y desplegó uno de los vestidos. Era una túnica de lana fina, muy brillante, recamada de perlas, teñida de un color púrpura como jamás antes se había visto en Occidente.

—Es el color más hermoso… ¿Cómo se consigue este tono y estos reflejos? —demandó el emperador.

—Hemos preguntado a los eunucos y aseguran que se trata de una lana traída de las montañas de la India, teñida con un extraño producto llamado sándix que usan los reyes de Persia en sus atuendos de corte.

—Guardad esa túnica. Ya veremos si podemos conseguir la composición secreta de ese tinte. Comprobad el inventario de todos estos tesoros y embaladlos para su transporte a Roma.

—¿Y las estatuas?

—Nos llevaremos aquellas que tengan una mayor calidad y que representen a los dioses que se veneran en Roma.

—¿Y en cuanto a los prisioneros? Son demasiados, augusto.

—Vended como esclavos a los que puedan tener algún valor. Seguro que en los mercados de Persia o de Grecia habrá compradores dispuestos a pagar por ellos. A los que no tengan ningún valor, dejadlos libres. Tened todo dispuesto, pues en cinco días saldremos hacia Occidente.

—¿A Roma?

—No, antes hemos de dejar pacificada la frontera del Danubio y del Rin.

Decenas de carretas y centenares de camellos se alineaban en el exterior de la puerta de Damasco. Hacía ya tres días que los romanos habían embalado los tesoros y obras de arte requisadas, que estaban dispuestos para su traslado a Roma.

Desde una de las carrozas, custodiada por un escuadrón de caballería de Sebaste, junto a un mástil donde ondeaba el pabellón imperial de Aureliano, Zenobia observaba el caserío de Palmira consciente de que tal vez lo hacía por última vez.

Los muros de piedra alzados por orden de Odenato eran mudos testigos del asedio a que habían sido sometidos pocas semanas atrás. En los sillares de piedra dorada de la muralla destacaban los impactos de los proyectiles de las catapultas y fundíbulos romanos y el remate superior de los muros había perdido buena parte de su pretil.

Por todas partes se amontonaban las ruinas de la batalla y eran claramente perceptibles las huellas negruzcas de los incendios que habían provocado sitiadores y sitiados. Algunas cuadrillas de trabajadores estaban comenzando a recoger los escombros.

Zenobia acariciaba el cabello ensortijado de Vabalato. El muchachito continuaba con su aspecto demacrado y enfermizo, y unas ojeras oscuras rodeaban sus ojos como si se tratara de un antifaz.

—¿Volveremos algún día, madre? —le preguntó.

La reina le había contado a su hijo que los romanos habían ganado la guerra y que los llevaban a Roma, pero que no tenían intención de hacerles daño.

—Nadie sabe qué le deparará el destino. Ahora hemos perdido y debemos someternos a la voluntad del vencedor. Siempre ha sido así; los vencedores suelen dictar las reglas y los vencidos debemos acatarlas o morir.

—Yo no quiero ir a Roma.

—No tenemos más remedio que hacerlo. Lo importante es que estamos juntos, hijo mío. Los griegos creen que la fortuna es una rueda que gira caprichosa señalando el destino de los hombres. Ahora nos ha tocado aceptar el exilio que nos imponen nuestros enemigos, pero aguanta, tal vez algún día no muy lejano tornen las cosas y los vientos de la fortuna, ahora adversos, nos sean propicios. No desesperes y confía en el futuro. Yo mantengo viva la esperanza de regresar algún día para recuperar el trono que Roma nos ha usurpado y verte asentado en el lugar que ocupó tu padre.

—Yo te ayudaré, madre —dijo Vabalato.

Zenobia mentía. Estaba convencida de que su esfuerzo por crear un imperio en Oriente al margen del de Roma había acabado en un fracaso y que no volvería a haber una Palmira independiente.

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