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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (82 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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Cuando en Palmira se supo que el emperador y su ejército se encontraban apenas a dos jornadas de distancia de la ciudad, el pavor a una terrible represalia cundió entre sus habitantes. Hacía sólo dos meses que, siguiendo las consignas de Aquileo, se habían sublevado contra Roma y habían asesinado a los seiscientos legionarios de la guarnición que Aureliano había dejado para controlar Palmira.

Muchos de los ciudadanos que habían apoyado la rebelión se arrepintieron. No habían calibrado la capacidad de Aureliano para responder con tanta rapidez a ese reto, y no habían tenido tiempo para preparar un ejército en condiciones de enfrentarse a las dos legiones con las que a toda marcha se acercaba el emperador.

En la sede del Senado de Palmira, entre el teatro y el ágora, los cabecillas de la revuelta sopesaron todas las posibilidades. Desde luego era imposible plantar cara a las dos legiones, pues tras la conquista de Palmira su ejército había quedado diezmado y, además, no encontraron a ningún general dispuesto a dirigir las tropas. Zabdas, Giorgios y el resto de los oficiales que en otro tiempo los habían conducido a la victoria contra los persas estaban muertos y no había ningún estratega con la experiencia y la capacidad suficiente como para organizar la resistencia armada, y mucho menos en el plazo de dos días. Además, ni siquiera se habían ocupado en rehacer los paramentos de las murallas que habían quedado destruidos durante el asedio.

Cuando se presentaron ante los muros de Palmira, los legionarios romanos estaban excitados. Por un lado los enervaba la sed de venganza; la muerte de sus seiscientos compañeros, asesinados a cuchilladas, requería de una respuesta sangrienta que sirviera de escarmiento definitivo para los palmirenos y de aviso para cualquier otra ciudad o región que pretendiera seguir su ejemplo. De otra parte, y pese a la conquista y el saqueo del año anterior, Palmira y los palmirenos seguían siendo ricos, y los legionarios estaban convencidos de que en esta ocasión su emperador les permitiría saquearlos impunemente.

El día anterior al del asalto, Aureliano reunió a los tribunos, generales y altos oficiales en su pabellón.

—Hace ahora nueve meses conquistamos esta ciudad. Entonces concedí el perdón a la mayoría de sus habitantes, ¿qué creéis que deberíamos hacer ahora? —les preguntó.

El tribuno de mayor antigüedad, de rango senatorial, alzó su brazo y habló:

—Palmira debe ser arrasada. Tras la batalla de Zama, Roma decidió no destruir Cartago y de nuevo se rebeló contra nosotros y tuvimos que acudir a una nueva guerra. Este caso es similar; si no la destruimos, volverá a suponer un problema.

—Yo estoy de acuerdo —añadió otro tribuno.

Uno a uno, los oficiales de las dos legiones ratificaron la opinión de los tribunos y algunos propusieron que se permitiera a los legionarios saquear la ciudad.

—Sabéis bien, pues hace años que combatís a mi lado, que siempre he exigido a mis hombres una severa disciplina. Nunca he permitido ni que se robara ni que se saquearan las ciudades o aldeas conquistadas.

—Perdona que te interrumpa, augusto —intervino el tribuno de mayor rango—, pero este caso es especial. Los palmirenos no nos declararon la guerra; se comportaron como traidores y asesinos al degollar a nuestros compañeros de armas en un complot criminal. No puede haber perdón alguno para su comportamiento.

—Tal vez tengáis razón, pero no podemos dejarnos llevar por el justo sentimiento de la venganza. Palmira es una ciudad estratégica para el Imperio. Si la destruimos, tal vez nos sintamos confortados por haber hecho justicia ante nuestros compañeros muertos, pero si desaparece se irá con ella una fuente de riqueza que puede ser muy útil. Sabéis bien que las arcas del erario imperial están vacías y que cada año que pasa es más oneroso mantener nuestro ejército, sin el cual los bárbaros se presentarían a las puertas de Roma en un par de meses. La construcción de la nueva muralla y el mantenimiento de las fortalezas en el
limes
del Rin y del Danubio, en el norte de Britania y en los desiertos de África acaparan casi todos los impuestos que recaudamos. Y además está Persia, cuya amenaza sigue pendiendo sobre Roma. Si destruimos Palmira, los persas podrían presentarse de nuevo en Antioquía o Damasco sin nadie que los frenara en su camino —alegó Aureliano.

—Tienes razón, augusto, pero deja al menos que durante un día nuestros soldados ejerzan su venganza.

El comandante de la guardia imperial se acercó hasta Aureliano y le bisbisó algo al oído. El emperador asintió con la cabeza.

—Me acaban de comunicar que ante nuestro campamento se ha presentado una delegación de ciudadanos de Palmira y ofrecen rendirse si perdonamos sus vidas y no destruimos su ciudad.

—No tienen ninguna baza para negociar la rendición. Deja que nuestros hombres se venguen, augusto. Un día, sólo un día.

Aureliano se quedó pensativo por unos largos instantes y, ante la expectación de su Estado Mayor, al fin habló:

—De acuerdo. Mañana a la salida del sol los legionarios entrarán en la ciudad y les dejaré hacer, pero sólo hasta mediodía. Cuando el sol esté en lo más alto sonarán las trompetas y cesará el saqueo. Si después de ese momento algún legionario sigue en ello, será ejecutado de inmediato.

»Decidle a los mensajeros de Palmira que quienes lo deseen podrán salir de la ciudad, dispondrán para hacerlo del tiempo que va del alba a la salida del sol, pero lo harán sin llevar nada consigo. Los que decidan quedarse dentro deberán atenerse a las consecuencias.

Y así ocurrió. Como había dispuesto el emperador, con las primeras luces del alba sonaron las trompetas y unos centenares de palmirenos salieron por las puertas huyendo de la masacre anunciada. Otros muchos se quedaron en sus casas, esperanzados en que los romanos se limitarían a saquear sus moradas y sus riquezas. Justo cuando el arco amarillo del sol comenzó a rayar en el horizonte sonaron de nuevo las trompetas y los legionarios se lanzaron al pillaje.

Palmira fue saqueada, muchos de sus hombres ejecutados, sus mujeres violadas y luego asesinadas y con ellas sus hijos, incluso los más pequeños; ni siquiera los ancianos fueron respetados.

A mediodía sonaron de nuevo las trompetas y cesaron el saqueo y las matanzas. Aureliano entró en Palmira y contempló el terror que habían aplicado sus legionarios.

Centenares de cadáveres aparecían diseminados por las calles en medio de charcos de sangre que teñían las calzadas de macabras manchas marrones. Todas las casas presentaban sus puertas quebradas y de muchas de ellas salía un humo negruzco y un repelente olor a muerte y a destrucción.

Los aquilíferos de la III Legión Cirenaica se cebaron con el templo del Sol. La mayoría eran ciudadanos de Bosra y no habían olvidado que los palmirenos arrasaron y destruyeron el templo de Bel de su ciudad cuando la ocuparon en tiempos del gobierno de Zenobia.

Los supervivientes y los que habían salido de la ciudad al alba, que habían quedado concentrados en el valle de las tumbas, fueron conducidos a la plaza del ágora y a la escena del teatro. Los que habían sobrevivido a la matanza no constituían ni siquiera la cuarta parte de los habitantes que tenía Palmira antes de ser sometida a la ira de las legiones. Entre ellos estaba Aquileo, el caudillo y principal instigador, que se había proclamado emperador de Oriente.

—Borpha, Tybul, Hegión, Bolha, Barates, Shaqai, Maani, Cálices, Hagago, Themes, Estásimo… —un escriba fue leyendo unas listas escritas en rollos de papiro con los nombres de los implicados en la revuelta según los informes que el gobernador Marcelino había hecho llegar a Aureliano.

Los citados que todavía quedaban vivos fueron identificados, separados del grupo y conducidos al exterior de la puerta de Damasco, donde fueron degollados.

Aureliano perdonó la vida a los demás supervivientes y dejó la decisión sobre Aquileo para el final. Al sobrino de Antioco Aquiles le esperaba una muerte terrible.

—De modo que tú eres el causante de todo esto. Me han dicho que eres pariente de Zenobia.

—Mi tío, Antioco Aquiles, fue socio de su padre, y ambos se consideraban casi como hermanos.

—¿Por qué lo hiciste? Sabías que no podías vencer.

—Me cegó la ambición. Soy un hombre de condición humilde que fui adoptado por Antioco. Creí que me convertiría en su hijo y que heredaría toda su fortuna. Yo lo amaba, pero él le legó la mitad a Zenobia… Yo, yo…

—Quitadle las cadenas. Eres libre —sentenció Aureliano.

Aquileo no creía lo que estaba oyendo; los generales de Aureliano se miraron sorprendidos.

—Pero, augusto, este hombre ha sido el culpable del asesinato de seiscientos soldados romanos —alegó un tribuno sorprendido por la decisión.

—«El perdón es mejor que la venganza», dijo un filósofo griego —se limitó a comentar Aureliano.

—Gracias, mi señor. —Aquileo se arrojó a los pies del emperador.

—Hoy mismo saldrás de esta ciudad para no regresar jamás; si vuelvo a verte te aseguro que no tendré piedad y ordenaré que te descuarticen con caballos y arrojen tus despojos a los perros. Vete a Persia, o al fin del mundo si lo prefieres, escóndete allí y no se te ocurra regresar nunca. Eres un tipejo insignificante, indigno siquiera de ser juzgado por un tribunal de Roma.

Aureliano miró a sus generales y a sus tribunos; ni uno solo se atrevió a replicar su decisión.

—¿Qué hacemos con los supervivientes y con la ciudad, augusto? —le preguntó un tribuno.

—Requisad cuanto quede de valor y liberad a esas gentes, que vuelvan a sus casas y reanuden sus actividades. Dejaremos aquí una guarnición de dos cohortes y cuatro escuadrones de caballería. Todas las demás tropas disponibles partirán de inmediato hacia Alejandría. Una vez sofocada la rebelión de Firmo, los legionarios recibirán una buena compensación y podrán disfrutar de un descanso. Los que más destaquen en el combate tendrán un puesto en las cohortes pretorianas de Roma.

El emperador recorrió la ciudad y se detuvo ante el gran santuario de Bel, que había sido muy dañado por los legionarios de Bosra. Aureliano ordenó que se restaurara de inmediato y se reanudara el culto en exclusiva al dios Sol, aunque autorizó que los palmirenos se dirigieran a él con el nombre de Bel. Tras la victoria, prometió que erigiría en Roma un templo dedicado al dios Sol, al que le atribuía la protección de sus soldados en las batallas, y ordenó que se requisaran varias estatuas de buena factura dedicadas al Sol, obra sin duda de escultores griegos, para ser enviadas a Roma.

Antes de partir, Aureliano dispuso que se destinaran tres libras de oro, algunas gemas del tesoro de Zenobia y mil ochocientas monedas de plata de las requisadas a los palmirenos para reconstruir lo destrozado por los legionarios y reponer los adornos destruidos y arrancados, y ordenó que se remitiera una carta al Senado de Roma para que enviara a un pontífice para que volviera a consagrar el templo una vez restaurado.

CAPÍTULO XLVII

Alejandría, verano de 273;

1026 de la fundación de Roma

Firmo, el comerciante nacido en la ciudad de Seleucia, en Mesopotamia, que residía hacía más de veinte años en Alejandría, había amasado una enorme fortuna comerciando con seda, piedras preciosas, oro y plata. Gracias a sus buenas relaciones con el Imperio sasánida, al fin y al cabo él era persa de nacimiento, sus redes comerciales se extendían hasta la India, de la que se decía que era la tierra más feraz del mundo. Desde luego, en lo referente a piedras preciosas era cierto, pues en la India se obtenían las más grandes y perfectas gemas, sobre todo rubíes, brillantes y esmeraldas.

Los agentes comerciales de Firmo rastreaban permanentemente los mercados de la India y de Persia y compraban en ellos las mejores piedras que enviaban a Alejandría, donde el sagaz comerciante multiplicaba su valor engastándolas en anillos, pulseras, broches o collares que luego vendía a las damas de Roma. Las esposas de los senadores, las de los más ricos patricios e incluso mujeres de alta alcurnia en la corte imperial eran sus principales dientas.

Firmo había hecho algunos negocios con Antioco Aquiles, el preceptor de Zenobia, y había mediado ante el sumo sacerdote Anofles para que éste ayudara a los palmirenos a someter a Egipto. Tras la derrota de Palmira, y temiendo ser ejecutado por los romanos, sobornó a varios de ellos para que lo dejaran en paz, pero al enterarse de la rebelión de Palmira y del triunfo momentáneo de Aquileo decidió seguir sus pasos y se proclamó caudillo de la república independiente de Alejandría.

Sometida Palmira, Aureliano envió a todas sus tropas disponibles sobre Egipto. Pacificada la frontera del Danubio, asegurada la presencia romana en Asia Menor y en Grecia, derrotada y escarmentada Palmira, Alejandría era el último foco de resistencia en Oriente. Si lograba sofocarlo, Aureliano se podría presentar en Roma como el verdadero pacificador del Imperio y tendría las manos libres para reducir a los últimos rebeldes en la Galia y fortalecer las defensas en el Rin. Y entonces sí podría ser aclamado como uno de los más grandes emperadores, a la misma altura que Octavio Augusto y Trajano.

A la vista de Alejandría, Aureliano supo que no resistiría ni una semana el ataque de sus legiones, y que en pocos días su triunfo sería completo.

En el exterior de la ciudad, entre los campos de trigo recién cosechados, una embajada de alejandrinos se presentó ante el emperador. La encabezaba un cristiano llamado Anatolio, que había convencido al senado de la ciudad para que retirara su apoyo a Firmo y se le autorizara para pactar con Aureliano una rendición digna.

El emperador recibió a la delegación en su campamento.

—Alejandría está dividida, augusto —comenzó a hablar Anatolio—. Parte de la población quiere pertenecer al Imperio de Roma, pero algunos insensatos han escuchado los discursos alocados de Firmo y se han unido a él. Nosotros venimos a ofrecerte la lealtad de los cristianos de Alejandría y que nombres gobernador a Julián, uno de los nuestros.

—Alejandría ya se rebeló en otra ocasión contra Roma y se puso del lado de Zenobia, y ahora ha vuelto a sublevarse. No puedo esperar de los alejandrinos otra cosa que la traición —respondió Aureliano.

—Si perdonas a esta ciudad y castigas sólo a los seguidores de Firmo, te aseguro que Alejandría permanecerá fiel a Roma y que el trigo de Egipto continuará fluyendo para garantizar el pan a sus habitantes.

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