Read La Prisionera de Roma Online

Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (86 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
9.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Los romanos consideramos que Roma es eterna e inmortal; podemos ser derrotados en alguna ocasión, pero jamás nos damos por vencidos.

—Sabía que así era. Mis consejeros insistieron en ello numerosas veces y en Palmira todos éramos conscientes de que Roma volvería a reclamar sus dominios, pero nos sentíamos fuertes y, por un tiempo, creímos ser invencibles. Palmira nos transmitía su fuerza, la energía de su dios sol vivificador.

—¿Mitra?

—Allí lo llamamos Bel, aunque los romanos dicen que se trata de Júpiter.

—Aquí, en Ostia, Mitra es el dios más venerado. Ninguno tiene tantos altares erigidos en su nombre, ni siquiera el hombre-dios de los cristianos.

—¿Hay cristianos en Ostia?

—Sí, cada día abundan más, y también en la propia Roma. Se dice que en algunos barrios ya son mayoría, sobre todo en los más pobres. Recluían a los neófitos entre los trabajadores más sufridos. La mayoría de los que trabajan en las lavanderías públicas, siempre metidos en los depósitos de orín y las sales que se utilizan para lavar y blanquear la ropa, tal vez el oficio más inmundo de Roma, son cristianos. Dicen que basta con oler a uno de ellos para reconocer que lo es —comentó el naviero.

—No parecen gustarte.

—Mucha gente los odia porque dicen que con sus absurdas creencias amenazan a la religión de los dioses de Roma, pero por lo que a mí respecta, me son indiferentes.

—Estarás cansada, señora, y mañana te espera un día de viaje hasta Roma; ¿deseas retirarte?

—Sí, Julia, y agradezco vuestra amabilidad y vuestras atenciones.

—Ha sido un honor tener en nuestra casa a la reina de Palmira.

El naviero llamó a Zenobia «reina» a pesar de las precisas instrucciones del centurión de los pretorianos, que le había insistido en que siempre deberían dirigirse a ella como «señora», jamás como «reina».

Por una conversación que escuchó a dos de los pretorianos que hacían guardia a la puerta de la casa de Marco Tulio, Zenobia intuyó que Aureliano ya estaba en Roma.

Mientras se despedía de sus anfitriones, los dos soldados comentaban que debían asistir al desfile del triunfo del emperador, pues la guardia pretoriana era la encargada de la seguridad en el desfile.

—El emperador agradece tu disposición, Marco Tulio. Uno de sus consejeros me ha encomendado que te haga saber que serás recompensado por ello.

—Dile que no es necesario; haber hospedado en nuestra casa a esa mujer es suficiente recompensa —dijo el naviero.

—Gracias de nuevo —se despidió Zenobia.

—Ésta será siempre tu casa, señora —añadió Marco mientras ayudaba a la reina a subir a la carreta.

El arriero fustigó con su vara a las dos millas y la carreta se puso en marcha hacia Roma. El sol acababa de asomar por el horizonte y sus rayos pronto comenzarían a mitigar el frío de la madrugada invernal.

Las ruedas traqueteaban sobre las losas de piedra de la calzada que unía Ostia con Roma. Desde la ventanilla de la carreta, Zenobia podía observar el trajín de carromatos, acémilas y peatones que circulaban por la vía, en tanta cantidad que por semejante tránsito más parecía la calle de una ciudad que una carretera entre dos ciudades.

Los gritos de los arrieros demandando un esfuerzo a sus acémilas se mezclaban en el aire con las conversaciones de los pretorianos de la escolta, todos ellos montados sobre caballos pardos.

Se detuvieron a comer a mitad de camino, en una posada atestada en esos momentos de mercaderes, trajineros, soldados y buhoneros.

Cuando Zenobia entró en la posada, donde previamente los pretorianos le habían hecho un hueco, todos los que allí estaban comiendo se quedaron en silencio ante la majestad que emanaba. La barahúnda que hasta entonces había envuelto el comedor de la posada se mudó en un silencio tan profundo que parecía como si el mundo se hubiera detenido por unos momentos.

Los ojos de los variopintos clientes se clavaron en su hermosa figura, que lucía como el más rutilante rubí con su vestido de seda roja en medio de aquella turba de tipos de toda calaña.

Ocho de los pretorianos se colocaron de pie a su alrededor, escrutando con expresión amenazadora, con la mano sobre la empuñadura de la espada, a los que se encontraban más cerca. Con su actitud dejaban bien claro que darían su merecido a cualquiera que osara acercarse a molestar a aquella dama.

—Queso frito con miel, cordero asado en salsa de almendras y pescado frito en aceite de oliva. Es lo mejor que puede ofrecer el cocinero, señora —le dijo el centurión.

Zenobia asintió con la cabeza; no tenía ganas de hablar. Deseaba acabar aquel viaje, iniciado hacía ya muchos meses, y llegar a Roma cuanto antes.

Roma, principios de enero de 274;

1027 de la fundación de Roma

La ciudad más grande del mundo no era precisamente un dechado de armonía urbana. La muralla que había comenzado a construirse por orden de Aureliano, enorme, fría y amenazadora, estaba muy avanzada. En sólo cuatro años se había definido un circuito de once millas de longitud, con dieciocho puertas y casi cuatrocientos torreones, que englobaba a las siete colinas sobre las que se asentaba la capital del mundo, todas ellas en la orilla izquierda del Tiber.

Desde el reinado del emperador Octavio Augusto, Roma nunca había necesitado un muro que la protegiera. El Imperio se consideraba tan fuerte, poderoso y seguro que los emperadores ni siquiera se habían planteado la posibilidad de amurallar su capital. Pero el deterioro de la autoridad imperial, las incursiones bárbaras de los últimos años y las permanentes proclamaciones de usurpadores habían provocado que Aureliano acordara, entre sus primeras decisiones como emperador, rodear la ciudad con un muro defensivo. El
limes
romano había estado hasta entonces a miles de millas de Roma, pero ahora esa frontera terrible y peligrosa se encontraba en la misma ciudad. Aquella muralla era un bastión defensivo, pero a la vez reflejaba la debilidad de un Imperio que había dejado de ser el mundo seguro y firme que construyeran emperadores como Octavio Augusto y Trajano.

Tiempo atrás nadie podía entrar armado en Roma. Según una vieja ley, los soldados tenían que dejar sus armas fuera de la ciudad y, una vez dentro, eran considerados como cualquier civil. Pero aquella ley, supuestamente todavía en vigor, se había olvidado y nadie la cumplía, de modo que los soldados de la escolta ni se molestaron en ocultar al menos sus lanzas y espadas.

La carreta que llevaba a Zenobia atravesó la puerta Ardeatina y enfiló una amplia calle hacia la colina del Palatino. La calzada se fue empinando y el arriero tuvo que exigir de las mulas un último esfuerzo.

Zenobia contemplaba a través de la ventanilla del carruaje la frenética actividad que inundaba las calles. Como si se tratara de un hormiguero humano, las gentes iban y venían de un lado para otro, se movían como presas de un frenesí incontrolable, voceaban los productos a la venta y sus precios, anunciaban a voz en grito espectáculos y el nombre del mecenas que los patrocinaba, chillaban como histriones reclamando la atención de los viandantes, gritaban ofreciéndose para realizar los trabajos más extraños, y todo ello en una jerga tan coloquial que Zenobia, que ya se consideraba familiarizada con el latín, apenas comprendía.

Le llamó la atención la altura de algunos edificios de viviendas, de hasta diez pisos, llamados
insulae
, que parecían sostenerse milagrosamente en el aire dada la apariencia tan endeble de su construcción.

—Señora, hemos llegado.

El centurión de la guardia pretoriana abrió la portezuela de la carreta y ofreció su brazo a la reina. Zenobia se cubrió la cabeza con un pañuelo de seda y descendió del carruaje. Sus ojos contemplaron una monumental fachada de mármol salpicada de hornacinas en las que se ubicaban decenas de estatuas de la altura de dos hombres, entre las que identificó a algunos dioses del Olimpo y a otros personajes que por su atuendo parecían emperadores de Roma.

—¿Qué lugar es éste? —preguntó.

—Estás en el monte Palatino, señora, en el palacio que fue residencia del emperador Septimio Severo, uno de los grandes gobernantes que hemos tenido. Por el momento ésta será tu morada en la ciudad.

—Mi prisión, querrás decir.

—Aquí es donde debes aguardar a que llegue el emperador para celebrar su triunfo.

—¿Cuándo sucederá eso?

—No sé si debería decírtelo, no estoy autorizado…

—¿Qué daño puede hacerte que yo lo sepa?

—Será dentro de quince días, el tercer sábado de este mes. El emperador nos ha ordenado que tengamos todo listo. Hace ya varias semanas que se están llevando a cabo los preparativos para el desfile. Aureliano quiere que sea el más fastuoso jamás presenciado en Roma.

—¿Y qué parte juego yo en ese triunfo?

—Eso no lo sé, señora. Mi misión es protegerte…

—Vigilarme.

—Llámalo como desees.

El mayordomo del palacio acudió enseguida ante Zenobia. El centurión le entregó una tablilla con el informe correspondiente al viaje desde Capri.

—Señora, sé bienvenida. Desde ahora ésta es tu casa.

—Una casa de la que imagino que no puedo salir, ni siquiera con escolta.

—Así es. Deberás permanecer en este palacio hasta el día del triunfo. Hemos dispuesto unas estancias para ti y las dos esclavas que te sirven, y además tendrás a tu disposición varias esclavas más y media docena de eunucos. El palacio cuenta con baños propios y con un amplio jardín que ocupa lo que fue la arena de un viejo estadio; puedes utilizar esos espacios a tu conveniencia.

El centurión saludó a la reina llevándose el puño de su mano derecha al pecho.

—Mi destacamento velará por tu seguridad, señora.

La reina, acompañada por el mayordomo, entró en el palacio de Septimio Severo y recorrió varias salas, amplias y provistas de espléndidos mosaicos, hasta llegar a la zona reservada para ella, tres estancias abiertas a una galería con columnas desde la que se contemplaba el amplio jardín que en su día fuera un estadio construido por orden del emperador Domiciano para su uso particular y el de los altos dignatarios de la corte imperial.

Aquellos quince días se hicieron muy largos. El palacio disponía de algunos libros, ubicados en una sala que llamaban biblioteca pero que en realidad había sido edificada como salón de banquetes, aunque sólo fue utilizado con ese fin durante el reinado de Septimio Severo. En una alacena de madera con incrustaciones de nácar y marfil se guardaban medio centenar de rollos y códices, entre ellos ejemplares de la
Odisea
y la
Ilíada
de Homero,
El asno de oro
de Apuleyo, la
Eneida
de Virgilio, algunos
Discursos
de Cicerón,
Sentencias
de Séneca, las
Meditaciones
del emperador Marco Aurelio y varias historias escritas por Tito Livio, Plutarco y Apiano.

Por fin, el mayordomo le anunció que debía prepararse para el gran día, el del desfile triunfal de Aureliano en Roma.

Todo estaba minuciosamente dispuesto. Aureliano había dado órdenes precisas para que nada fallara. Aquél iba a ser su gran día, el de celebración de su triunfo.

Hacía dos meses que se estaba preparando la ceremonia, en la cual intervendrían miles de personas. Los responsables del desfile andaban como locos de un lado para otro, revisando todos los detalles para que no fallara nada.

Los animales que iban a participar en el desfile y sus cuidadores habían sido ubicados en el recinto del circo que se construyera en la colina del Vaticano, al otro lado del Tiber, durante el reinado del emperador Nerón. Los demás se congregaron en el campo de Marte, a orillas del río, donde fueron citados para el amanecer del día de la semana dedicado a Saturno. La comitiva saldría desde el circo, cruzaría el río por el puente ubicado junto al mausoleo del emperador Adriano, donde se sumarían los que aguardaban en el campo de Marte, atravesaría la gran vía de las Coronas hasta el Panteón, el templo redondo erigido en honor de todos los dioses, cruzaría la vía del foro imperial, pasaría por delante del Coliseo, como llamaban los romanos al mayor edificio de la ciudad, donde se celebraban los juegos, las luchas de gladiadores y las peleas de fieras, y acabaría en la colina del Capitolio, ante el palacio imperial.

Zenobia fue despertada de madrugada.

—Señora —el mayordomo, acompañado por dos enormes eunucos, le informó de lo que le esperaba—, debes vestirte con ese vestido de seda rojo y engalanarte con esas joyas.

Sobre una mesa de taracea había una diadema imperial de hojas de laurel de oro y el broche de lapislázuli con forma de caracol que le regalara Odenato. Aureliano le había permitido recuperar media docena de sus más preciadas joyas.

Por un momento Zenobia pensó en negarse, en no vestirse como demandaba Aureliano, en no enjoyarse con aquellos broches, collares, anillos y corona, en resistirse a ser exhibida ante la plebe de Roma como el más preciado de los trofeos de su emperador. Pero al fin decidió hacerlo porque, además, no tenía ningún remedio para evitarlo. Sí, desfilaría por las calles de Roma encadenada, y seguramente sería objeto de la burla y los insultos de los ciudadanos, no en vano muchos legionarios habían muerto en la guerra que ella había provocado al proclamar la independencia de Palmira, y lo haría altiva y hermosa, procurando mantener la dignidad que se le suponía.

—De acuerdo, pero déjame sola mientras me visto —le dijo al mayordomo.

Con la ayuda de sus dos esclavas se puso el vestido de seda rojo, muy ajustado, que marcaba las rotundas formas de sus caderas y sus pechos, se cepilló el pelo negro y lacio, dejando que sus cabellos cayeran sobre su pecho y su espalda, y se colocó la dorada corona de laurel, el broche de lapislázuli y varios collares, pulseras y anillos. Por fin, se perfiló los ojos con
kohl
negro y se aplicó cremas aromáticas en el rostro y perfume de jazmín en el pelo.

Cuando estuvo lista, hizo que avisaran al mayordomo.

—En verdad, sois digna de ocupar el trono de un Imperio —dijo al contemplarla.

La carroza la esperaba en el exterior, escoltada por una docena de pretorianos a caballo y el centurión que la custodiara en su viaje desde la isla de Capri, que sostenía en sus manos unas enormes y pesadas cadenas de oro.

—¿Y esas cadenas?

El centurión carraspeó nervioso.

BOOK: La Prisionera de Roma
9.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Fregoli Delusion by Michael J. McCann
Golem in My Glovebox by R. L. Naquin
Gently to the Summit by Alan Hunter
War Orphans by Lizzie Lane
A Winning Ticket by J. Michael Stewart
A Beautiful Lie by Tara Sivec
Christmas Kiss by Chrissie Loveday
The Night, The Day by Andrew Kane
Forgotten by Catherine Gardiner
Still As Death by Sarah Stewart Taylor