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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (89 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—No, no te excuses por ello.

—No tenía intención de volver a casarme. Yo amaba mucho a mi esposa, tengo dos hijos y soy un hombre rico. El emperador me dijo que Roma tenía un problema muy grave si tú seguías en esta situación, y que yo contribuiría a solucionarlo si aceptaba casarme contigo.

—Agradezco tu sinceridad.

—Eres una mujer muy bella; cualquier hombre se volvería loco por ti.

—Espero que tú permanezcas cuerdo.

—¿Eso quiere decir que aceptas este matrimonio?

—Comprenderás que no es mi deseo morir todavía, aunque tampoco tengo demasiadas ganas de vivir. Hace unos meses incluso pensé en quitarme la vida. Fue en Bizancio. Permanecí recluida durante semanas sin que nadie me dirigiera la palabra, prisionera en unas estancias en las que pasaba sola la mayor parte del día. Casi enloquecí. Pero ahora deseo seguir viviendo, aunque sólo sea para recordar cada día lo que fui.

—Si me lo permites, espero contribuir a que las ganas de vivir sean de nuevo un acicate para ti.

El Senador se sentía por momentos más y más atraído por Zenobia. Así, tan cerca, era mucho más hermosa. Su rostro era perfecto y su cuerpo emanaba una sensualidad capaz de derretir al más gélido de los hombres.

—Me han dicho que eres un buen hombre.

—No te fíes de lo que se comenta en Roma; esta ciudad es un taller en el que no cesan de fabricarse los más extraños rumores.

—Le haré saber al emperador que acepto casarme contigo, Senador.

—Estaré muy honrado de ser tu esposo.

Roma, mediados de primavera de 274;

1027 de la fundación de Roma

El Senador vivía en una gran casa en la ladera este del monte Quirinal, muy cerca del solar donde se habían comenzado a excavar los cimientos del templo al Sol Invicto.

La boda de Zenobia y el Senador se celebró en el templo de Cástor y Pólux, en la ladera sur del Quirinal. El novio ofreció como sacrificio un suovetaurilias, la más relevante ofrenda a los dioses, el que solían hacer cada cinco años los censores al acabar su período legislativo. Consistía en el sacrificio de un cerdo, un carnero y un toro. El
pontifex maximus
fue el encargado, a petición del propio Senador, de encender el fuego sagrado ante el altar de los dos dioses y de ofrecerles aquellos tres animales como ofrenda para que fueran benignos y protegieran la vida futura de los nuevos esposos. Un augur examinó las entrañas y concluyó que los auspicios para aquel matrimonio eran muy favorables.

Vestida de blanco pero sin el cinturón que acostumbraban a llevar las jóvenes que se casaban vírgenes, y cubierta la cabeza con un velo rojizo, Zenobia se había hecho unas trenzas en su melena negra y brillante que adornaba con cintas doradas.

Tras la ceremonia, los nuevos esposos se desplazaron sobre una litera en un desfile por las calles de Roma hasta la casa del Senador, donde se celebró el banquete nupcial. Asistieron varios senadores, pontífices del colegio sacerdotal y relevantes miembros de la aristocracia romana; todos babearon de envidia cuando contemplaron a Zenobia, vestida como una matrona romana pero con algunos detalles orientales, como el hermosísimo tocado de seda rojiza y una diadema de escarabajos de oro y lapislázuli, regalo de bodas de su esposo. Las mujeres romanas acostumbraban a cuidar mucho sus cabellos y algunas de ellas poseían esclavas dedicadas exclusivamente a peinarlas, pero ninguna pudo competir con el brillo natural y el negro azulado de su cabello que peinó con un tocado al estilo de Palmira que asombró a las damas.

Aureliano y su esposa Severa habían sido invitados al banquete, pero el emperador declinó asistir alegando que tenía asuntos de gobierno muy urgentes que tratar. Unos días antes había firmado la orden de libertad para Zenobia, tras recibir una petición en tal sentido del Senado, que el propio emperador había pactado, y el compromiso matrimonial del Senador de casarse con ella. En las oficinas del Senado se firmó un contrato mediante el cual el Senador se convertía en responsable de las acciones que desde el momento de su enlace pudiera emprender la que fuera reina de Palmira.

Tras el banquete, en el que no faltaron los platos más apreciados por los romanos, como anguilas y lampreas cocidas en su propia sangre, rodaballo asado con hierbas y ajos y guiso de jabalí con ciruelas, almendras y miel, servidos en el peristilo de la casa, un amplio patio cuadrado con columnas y pórticos bajo los que se ubicaron diversos triclinios para los comensales, los esclavos recogieron las mesas, los bancos y reclinatorios y devolvieron al peristilo a su estado original.

Como le había dicho Aureliano a Zenobia, el Senador era en verdad muy rico. Descendiente de una familia de mercaderes de salazones y conservas, sus antepasados habían regentado varias factorías de
garum
en la costa sur de la provincia de Hispania, en la riquísima región de la Bética. Se habían asentado en Roma, desde donde dirigían sus empresas y controlaban una buena parte de aquella intensa salsa que se consumía en la capital del Imperio, elaborada a base de pescado, aceite, vinagre y sal, tan del gusto romano.

La casa del Senador en el Quirinal era una enorme mansión organizada en torno a un patio central, el
impluvium
, tras el cual se abría otro patio, el peristilo, con sus porches sostenidos por una docena de columnas de estilo compuesto, donde se celebraban los banquetes que el Senador solía ofrecer de vez en cuando a sus colegas del Senado o a sus clientes. Disponía de una zona de baños con una pequeña piscina de agua templada y un par de bañeras para agua fría y caliente. En la parte posterior se ubicaban la cocina, las habitaciones de los esclavos y sirvientes, los almacenes y los establos.

Los suelos de las estancias principales estaban decorados con mosaicos con dibujos geométricos y florales, salvo en la zona de trabajo del Senador, en donde había un mosaico con una escena del dios Mercurio, el mensajero del Olimpo y deidad protectora del comercio. Las paredes estaban pintadas con frescos que representaban diversos pasajes de la
Odisea
de Homero. En el
tablinium
, una especie de galería elevada entre el
impluvium
y el peristilo, había tres pequeños altares dedicados a los lares, las divinidades del hogar y del ajuar; a los penates, protectores de las provisiones; y a los manes, los espíritus guardianes de los antepasados, junto a los cuales se habían colocado varios bustos de mármol y máscaras de terracota de los familiares fallecidos del Senador, siempre iluminados por una lámpara de bronce alimentada con aceite de oliva. Por toda la casa se distribuían lujosas cráteras de Grecia, alfombras persas y pebeteros de bronce.

Una estatua fundida en bronce del dios Jano, el protector de las puertas, se alzaba sobre un podio en el atrio, y en el centro del
impluvium
destacaba la figura de la diosa Vesta, esculpida en mármol según un modelo griego, la más venerada en los hogares romanos al considerarla la deidad custodia de la familia.

Cuando se marchó el último de los invitados y los esclavos se retiraron, los esposos se quedaron a solas.

—Imagino que deseas descansar —dijo el Senador.

—Sí, ha sido un día muy ajetreado.

—Ya sabes cuál es tu dormitorio.

—Claro.

Zenobia había llevado consigo a las dos esclavas que la acompañaban, y que Aureliano le había regalado; ambas aguardaban en el dormitorio a su dueña para desvestirla y prepararle la cama.

—Que tengas un feliz sueño.

El Senador ardía en deseos de tomarla. Desde que enviudara había visitado en ciertas ocasiones algunos de los prostíbulos más lujosos de Roma e incluso se había desplazado hasta el suburbio de Suburra, donde se encontraban los lupanares más populares, pero seguía recordando a su primera esposa, un rica heredera de una familia de comerciantes de aceite de la Bética a la que todavía continuaba amando.

Zenobia se acercó hasta él y le dio un beso en la mejilla. El Senador sintió la tentación de abrazarla y llevarla hasta su lecho para hacerle el amor durante toda la noche, pero se contuvo.

Mediada la madrugada, el Senador no podía conciliar el sueño. Estaba excitado, nervioso, y no paraba de dar vueltas. Apenas a veinte pasos de distancia se encontraba el cubículo de Zenobia. La imaginaba allí, dormida sobre la cama de almohadas de lino, con su hermoso cabello negro cayendo sobre sus hombros delicados y suaves.

Era su esposa; la mujer más hermosa del mundo era suya y tenía derecho a tomarla cuando quisiera. Podía levantarse, ir a la habitación de Zenobia y hacerle el amor. Pero no lo hizo; una fuerza invisible e inexplicable lo mantenía inmóvil, como si estuviera atado por las más formidables cadenas.

Entonces oyó unos pasos. Giró la cabeza hacia la puerta de su habitación y vio una figura espléndida recortada bajo el umbral por la tenue luz ambarina de la lámpara de aceite que iluminaba el patio. El rostro de aquella mujer no era perceptible en la penumbra, pero no le hizo falta contemplarlo para saber que era el de Zenobia.

Se incorporó apoyado sobre sus codos y observó a la figura femenina que se acercó hasta el borde del lecho. Zenobia retiró el cobertor de lino con delicadeza y se introdujo en la cama.

La noche primaveral era templada. Zenobia olía a jazmín y bajo su túnica su piel era suave y delicada como la más fina de las sedas. El Senador sintió las rotundas curvas de sus senos y de sus caderas acoplándose sobre sus muslos y su pecho. Le acarició el cabello negro, lacio y suave, y la besó en los labios y en el cuello. Sus manos recorrieron el cuerpo de la mujer deteniéndose en cada pulgada de su piel. Y luego, sin apresurarse, supo encontrar el camino hacia el más preciado tesoro de Palmira.

El alba los sorprendió todavía despiertos, abrazados como las olas del mar a las arenas de la playa. No habían cruzado una sola palabra, apenas se habían besado, se habían dado cuenta de que eran dos desconocidos, pero sus cuerpos se habían unido como si lo hubieran estado haciendo durante muchos años.

—Está amaneciendo —habló al fin el Senador.

—En Grecia dicen que el alba muestra la palidez de la diosa Eos, entristecida porque ha perdido a su amado Orión. Si hubieran contemplado alguna vez los amaneceres dorados de Palmira, es probable que hubieran ideado otra leyenda.

—¿Echas de menos tu ciudad?

—A cada instante.

—Tal vez algún día pueda llevarte de regreso.

—No. El emperador no lo permitirá jamás.

—Aureliano no será eterno, quizá cuando muera…

—Ningún emperador consentirá que la que fue reina de Palmira, aunque se haya convertido en una inerme dama romana, ponga sus pies en ella. Sé que nunca más contemplaré sus atardeceres escarlatas ni sus amaneceres dorados. Pero también sé que están ahí, y su recuerdo me acompañará siempre. Puedo cerrar los ojos y los veo; veo las colinas rocosas, el palmeral verde y frondoso, las doradas arenas del desierto y las montañas rojas al atardecer. Cierro los ojos y contemplo Palmira…

—Eres una mujer extraordinaria. Todo ha pasado tan deprisa… Hace apenas unas semanas yo era un viudo taciturno con dos hijos cuya única ambición consistía en acumular más y más dinero y tal vez aspirar a que un día me eligieran cónsul. Y ahora estoy aquí, en mi propio lecho, junto a la mujer más bella del mundo, la que fue reina de Palmira y de Egipto, a la que muchos consideran la heredera de Cleopatra.

—Soy descendiente de esa reina, te lo puedo asegurar.

—Yo tan sólo lo soy de mercaderes hispanos que se hicieron ricos comerciando con tarros de salsa de pescado. Ni siquiera tengo raíces aristocráticas que ofrecerte.

Zenobia podría haberle confesado que su madre había sido una esclava egipcia y que su padre se había dedicado al comercio con caravanas de camellos, pero calló. Ella había sido la soberana de todo Oriente y eso era lo que realmente debía trascender para siempre.

CAPÍTULO LI

Roma, finales de primavera de 274;

1027 de la fundación de Roma

La vida que había llevado Zenobia hasta el momento de su boda no había sido, precisamente, la de una matrona romana. Las diversiones de los aristócratas palmirenos consistían en cazar, en practicar la cetrería o en cabalgar por el desierto; los romanos se divertían en los teatros, los circos y los anfiteatros.

Al menos dos días de cada semana había juegos en el Coliseo. Los más demandados eran las peleas de gladiadores. Comenzaban a mediodía y se alargaban hasta bien entrada la tarde. Habitualmente había que pagar una entrada, cuyo precio variaba mucho según dónde estaba ubicado el asiento, pero en ocasiones se celebraban espectáculos gratuitos para los que sólo era necesario conseguir una invitación del patrocinador de los juegos, que en numerosas ocasiones era el propio emperador.

De cuantos espectáculos se celebraban en Roma eran las carreras de cuadrigas y las de caballos las que más gustaban a Zenobia, pues le recordaban a las competiciones de Palmira. Solían celebrarse en el circo Máximo y en el de Domiciano, y en todas las carreras se cruzaban apuestas cuya organización estaba controlada por un grupo de senadores corruptos que conseguían enormes beneficios, aunque fuera necesario amañar las pruebas.

Una tarde de finales de primavera, durante una sesión en la que se habían celebrado varias carreras de carros, los vencedores fueron premiados con túnicas de seda, lienzos de lino e incluso caballos. Zenobia, que asistía a la competición, se sorprendió y le preguntó a su esposo que por qué no se concedían premios en dinero.

—Es cosa del nuevo cónsul. Los defensores de la tradición han protestado, incluso ante el emperador, pero Aureliano se ha lavado las manos en este asunto.

—Creo que esas prendas proceden del saqueo de Palmira. Aureliano no se ha contentado con llevarse el oro, la plata, las joyas y las estatuas más hermosas, también ha saqueado los comercios y los almacenes de los mercaderes. Me temo que ha requisado cuanto de valor había en mi ciudad.

—Es probable. Tras la conquista de Palmira llegaron tantos rollos de seda a Roma que su precio descendió casi a la mitad. Y algo similar ocurrió con las joyas. Muchos legionarios regresaron ricos de esa campaña, sobre todo los pretorianos que participaron en el asalto y que se quedaron con la mejor parte del botín. Tu ciudad debía de ser muy rica.

—Lo era. Sus mercados y sus tiendas estaban repletos de las mejores sedas de China, y de telas tan hermosas como sólo allí podían verse, bordadas con hilo de oro, de una calidad insuperable. Pero me temo que tras nuestra derrota se hallan en poder del emperador y de sus soldados. Los ejércitos victoriosos se comportan como ladrones tras el triunfo y los mayores beneficiarios suelen ser sus generales.

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