—No podemos perder más tiempo; los rebeldes liquidarán a todos esos hombres —dijo el Senador.
—Tienes razón; debemos atacar a esos traidores ya, con toda contundencia y sin ninguna piedad —asintió Julio Placidiano; el prefecto del Pretorio ansiaba acudir en ayuda de sus hombres atrapados en la colina del Celio y dar un buen escarmiento a los amotinados.
Así se decidió. Aureliano y todos sus consejeros salieron de palacio de camino al Celio. Varios heraldos partieron a toda prisa sobre sus caballos con mensajes para que todos los soldados disponibles de la guardia del Pretorio y los de las legiones I y XX acudieran a sofocar la rebelión y a socorrer a sus compañeros cercados. La orden era tajante: ninguna piedad con los rebeldes.
Aureliano, Zenobia y el Senador llegaron al Coliseo mediada la mañana. La mole del anfiteatro apenas proyectaba sombras; el sol brillaba en lo más alto del cielo.
Al frente de unos dos mil hombres, el emperador vestía su clámide púrpura, coraza, grebas y su casco de combate. Zenobia había cambiado su vestido de larga falda hasta los tobillos por unas calzas, se había vestido una coraza de cuero y tocado con un casco de combate de un legionario, que tuvo que ajustarse colocándose un pañuelo a modo de turbante alrededor de la cabeza. En aquel momento le hubiera gustado lucir su casco de plata con las dos plumas escarlatas de halcón que tantas veces utilizara como reina de Palmira.
Enseguida aparecieron, entre las termas de Trajano y el Coliseo, las cohortes pretorianas y poco después, por la calle del templo de Isis y de Serapis, las de la XX Legión, con su estandarte al frente, en cuyo emblema figuraba un macizo jabalí de aspecto furioso y colmillos enormes en actitud de cargar contra un imaginario enemigo.
En cuanto se reunieron las tropas ante el Coliseo con la llegada de la I Legión, Aureliano se alzó sobre su caballo y arengó a los que pudieron escucharlo.
—Soldados de Roma, vuestros hermanos de armas están siendo masacrados por unos cuantos centenares de traidores en el monte Celio. Esos rebeldes pretenden acabar con la grandeza de Roma, la que vosotros habéis regado con vuestra propia sangre. ¿Vais a consentir que consigan su propósito?
—¡No! —clamaron los más cercanos golpeando sus escudos con las lanzas provocando un ruido atronador.
—Entonces vayamos a por ellos. No dejéis ni uno solo vivo; acabad con todos aquellos que porten un arma en sus manos y no sean soldados. No hagáis prisioneros.
Los centuriones y decuriones de las cohortes transmitieron las tajantes órdenes del emperador, y en formación de combate caminaron a paso ligero hasta colocarse alrededor de la colina del Celio, por detrás del templo del divino Claudio.
Sobre la cima de la colina resistía un puñado de pretorianos y legionarios que habían retrocedido ante el empuje de la masa. Sobre las calzadas de las calles en torno al templo de Claudio y a las termas de Caracalla, las más grandes de Roma, se amontonaban miles de cadáveres.
Las trompetas de guerra tocaron a la carga y las filas de legionarios y pretorianos llegados en ayuda de los sitiados se alinearon en perfecta formación tras un muro de escudos y lanzas erizadas como las púas de un gigantesco erizo; al toque de carga avanzaron hacia la retaguardia de los amotinados y cayeron sobre ellos, que ya comenzaban a festejar su victoria. Desorientados por el ataque, los rebeldes se descompusieron y entre sus filas cundió el pánico. Los centuriones ordenaron a sus hombres avanzar en formación cerrada, tras sus escudos, alanceando a cuantos encontraban a su paso. Como una formidable máquina de guerra, el frente de las cohortes fue aplastando a sus adversarios, que intentaban escapar por las calles que descendían de la colina. Pero en cada calle, en cada encrucijada, un frente de escudos erizado de lanzas avanzaba inexorable impidiendo su huida.
Mediada la tarde, las primeras filas de la II cohorte de la Legión Valeria Victrix alcanzaron la cima del monte Celio y se unieron a los compañeros que habían resistido. Miles de amotinados yacían por todas partes, alanceados por los
pilae
de los legionarios o atravesados por sus espadas cortas. La sangre corría por las calles en pequeños regueros pringosos.
Algunos lograron alcanzar las termas de Caracalla y se hicieron fuertes en su interior, pero no pudieron evitar la derrota. Las enormes piscinas del complejo termal se tiñeron de rojo con la sangre de decenas de rebeldes degollados por los pretorianos. Los cadáveres se amontonaron en la inmensa sala central, de más de cien pasos de largo por cincuenta de ancho.
Tras la masacre, Aureliano se reunió en el templo de Claudio con sus consejeros. El Senador presentó un informe sobre lo ocurrido:
—Augusto, la rebelión ha sido completamente sofocada. Hemos perdido mil hombres, pero han muerto más de veinte mil insurrectos. En las termas de Caracalla hay presos unos quinientos, entre ellos varios senadores y el propio Felicísimo.
—Ejecutad a los senadores que hayan apoyado a Felicísimo —ordenó Aureliano.
—Son más de treinta, augusto —terció Julio Placidiano.
—Treinta traidores menos que padecerá Roma —sentenció el emperador.
—Hemos liquidado a veinte mil, si prosiguen las ejecuciones puede soliviantarse todo el pueblo.
—Ordenaré que se añada una libra de más al peso del pan que se reparte entre la plebe y los romanos estarán un poco más felices. No te preocupes, Julio, el pueblo no echará de menos a un puñado de senadores si tiene la barriga llena y ocupa el tiempo en el circo.
Sofocada la revuelta, los senadores que habían apoyado a Felicísimo fueron ejecutados y los principales cabecillas despeñados desde la roca Tarpeia, el lugar donde se celebraban las ejecuciones ejemplarizantes, un elevado escarpe rocoso en la ladera sur de la colina del Palatino.
Según una antigua ley romana nadie podía ser ejecutado sin haber mediado un juicio previo, pero Aureliano se consideraba por encima de aquella ley y nadie se atrevió a recordarle esa vieja norma. Las cabezas de los senadores ejecutados fueron expuestas en el Foro, junto a la tribuna rostral, ubicada en una plataforma donde se exhibían las proas de varios navíos enemigos derrotados por los romanos en una batalla en tiempos de la República; en ese lugar era donde se pronunciaban los discursos más interesantes. Felicísimo fue torturado: le quebraron los brazos y las piernas a bastonazos, le cortaron las orejas y la lengua y le sacaron los ojos antes de ser decapitado.
Ni siquiera algunos familiares del emperador, demasiado condescendientes con los cabecillas de la rebelión, fueron perdonados; sufrieron la confiscación de todos sus bienes y algunos se exiliaron de Roma. Aureliano era un hombre austero y dio ejemplo de ello incautando las fortunas de sus parientes para que los romanos comprobaran que su familia iba a ser la primera en dar ejemplo a todo el Imperio de que las reformas económicas debían afectar a todos, y de que no le temblaría la mano aunque tuviera que adoptar las decisiones más extremas.
Roma, mediados de 274;
1027 de la fundación de Roma
A comienzos de aquel verano el sol apretaba con fuerza sobre Roma y la humedad del río hacía todavía más pesado el sofocante calor. La mayoría de los patricios solía abandonar la ciudad durante el estío y se retiraba a sus fincas y villas en los alrededores, bien en la costa o bien en las montañas del interior. Hacía mucho tiempo, desde la época de Octavio al menos, que se había puesto de moda ausentarse de la ciudad durante los meses más cálidos, buscando el frescor y la tranquilidad del campo.
A fines de la primavera el Senador le había dicho a Zenobia que pasarían el verano en su villa de Tívoli, una tranquila localidad ubicada a diecinueve millas al noreste de Roma, como era costumbre todos los años.
Dos carros llenos de baúles y cestas y un carruaje esperaban a la puerta de la casa a Zenobia y sus dos hijos para salir hacia Tívoli. Una docena de esclavos y seis esclavas los acompañaban.
Cuando la familia del Senador estuvo lista y acomodada en el carruaje, el esclavo que la conducía arreó a las mulas. Las ruedas comenzaron a sonar con su monocorde traqueteo sobre las losas de las calles romanas.
—Roma es una ciudad muy incómoda durante el verano. Al tremendo calor y la sofocante humedad se suma un olor nauseabundo, que en los días en que sopla el viento del sur se torna insoportable. Tívoli es un lugar delicioso de abundante vegetación y aguas frescas. En esta época del año está repleto de flores; te gustará —le dijo el Senador a Zenobia.
—Estoy acostumbrada al calor; en Palmira luce siempre un sol abrasador, pero el aire es seco y la humedad no te empapa la piel como aquí.
—Muchos aristócratas son propietarios de fincas en las campiñas de Roma, en Campania o en Etruria, y aprovechan el verano para visitar sus explotaciones agrícolas en el tiempo de la siega de los cereales y residen en ellas hasta la vendimia a finales del verano. Es una buena excusa para huir del calor, de la humedad y del hedor de Roma en estos meses.
Atravesaron la ciudad y salieron por la puerta Nomentana, cuya maciza silueta enmarcada por torreones casi estaba completamente terminada. Era una de las dieciocho puertas del recinto que había ordenado levantar Aureliano para defender la ciudad de Roma. Las obras avanzaban muy deprisa. Buena parte del tesoro de Palmira se estaba utilizando para pagar a los trabajadores y comprar los materiales utilizados en su construcción.
—Odenato, mi primer esposo, ordenó construir una muralla para defender Palmira de los posibles ataques de los persas. Entonces era la principal aliada de Roma, su fortaleza y primer bastión defensivo ante el Imperio sasánida, el gran enemigo. Eran tiempos de guerras y de luchas, pero entonces ni Palmira ni Roma necesitaban muros de piedra para defenderse. Sin embargo el destino juega con la ironía como las parcas con la vida de los humanos. Palmira jamás necesitó muros para defenderse de Persia, y sí para hacerlo del ataque de Roma, y Roma está utilizando el tesoro de Palmira para protegerse de sus enemigos. ¿No te resulta paradójico? —le comentó Zenobia a su esposo mientras contemplaba desde la ventanilla de la carreta la puerta Nomentana.
—Así son las cosas en estos convulsos tiempos. Cuando el emperador planteó en el Senado la construcción de este muro, muchos senadores protestaron y lo consideraron innecesario. Alegaron que Roma no había necesitado murallas desde los tiempos de la monarquía, cuando la rodeaban tribus enemigas; de ello hace varios siglos. También adujeron que nuestros enemigos lo considerarían un acto de cobardía, de debilidad y de miedo, y que so animarían a atacarnos. Recuerdo que mantuvimos una acalorada sesión en el templo del divino Claudio por este motivo.
—Pero, pese a ello, Aureliano puso en marcha esa obra.
—Los ánimos de los senadores se apaciguaron cuando el emperador nos anunció, tras conquistar Palmira, que la muralla se pagaría con el tesoro de tu ciudad y no con los impuestos de los romanos.
—Es la ley de la victoria, los derrotados son quienes pagan los monumentos que los vencedores se erigen a sí mismos.
—Así es y así ha sido siempre. Tengo entendido que algunas de las obras que se hicieron en Palmira fueron sufragadas con las riquezas requisadas a los persas —puntualizó el Senador.
Zenobia calló. Su esposo tenía razón. Aquel hombre por el que comenzaba a sentir cierta sensación de cariño era sensato y claro, y solía expresarse con los argumentos de la lógica de los más preclaros filósofos griegos. Su formación intelectual no era elevada, había sido educado en una escuela para hijos de ricos comerciantes romanos en la que había aprendido, sobre todo, las técnicas que aplicaban los mercaderes. Desde luego no sería capaz de mantener un diálogo sobre las ideas de Platón o de Aristóteles acerca del sentido de la existencia de los seres humanos, pero nadie lo superaba a la hora de planear un negocio o de calcular un beneficio sobre una empresa.
Poco después de mediodía se detuvieron a comer en una posada en las afueras de un pequeño pueblo a mitad de camino entre Roma y Tívoli. Hacía calor, pero el aire era más limpio que en Roma y el aroma de las flores en todo su esplendor y de las mieses y los frutos en sazón despertó el apetito de Zenobia.
Tívoli, cerca de Roma, verano de 274;
1027 de la fundación de Roma
Llegaron a Tívoli mediada la tarde, con el sol brillando en el cielo azul de los días más largos del año.
—Mira; nuestra villa está allí —le indicó el Senador a su esposa—, muy cerca del complejo de edificios y jardines que el emperador Adriano ordenó construir para su descanso, en medio de un hermoso pago que se llama Concha porque se extiende por una vaguada entre dos colinas que tiene esa forma. El emperador Octavio Augusto fue quien puso de moda este lugar porque se asegura que se curó del insomnio gracias al agua sulfúrica de las cascadas del río Aniene. Y cien años más tarde el emperador Adriano fijó aquí su residencia de descanso estival. Desde entonces los más ricos de los patricios romanos tienen casa en este lugar. Fíjate en la hermosura de este paisaje, las deliciosas colinas, la abundancia de agua, el aire fresco y limpio.
»Ahora están algo deterioradas, pero en la villa de Adriano todavía pueden verse las reproducciones de monumentos de Grecia y de Egipto que allí se levantan. Te las enseñaré. Hay una copia de unos pórticos y de la Academia de Platón de Atenas, tres bibliotecas, dos baños, un teatro, una reproducción del santuario egipcio de Caniopus, dedicado al dios Apis en Alejandría…
—¡Ah!, lo conozco. Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que yo reiné en esa ciudad —comentó Zenobia con una sutil sonrisa no carente de melancolía.
—Pues aquí están las estatuas originales que en su día lo embellecieron, y un canal extraordinario, e incluso hay un lago circular, al que llaman estanque marítimo, con una isla en medio. Se dice que era en esa isla donde Adriano se retiraba a meditar. ¿Sabes que ese gran emperador era también un notable filósofo y que escribió varios libros?
—Sí. He leído uno suyo, se llama
Meditaciones
. ¿Lo conoces? —le preguntó Zenobia a su esposo.
—Claro. Pero te confieso que no lo he leído. Tal vez pueda hacerlo este verano, con tu ayuda. Seguro que se conserva algún ejemplar en la biblioteca.
—Cuenta con ello, esposo. ¿No viene el emperador por aquí?