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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (90 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—No siempre ha ocurrido así. Hubo una época en la que los gobernantes de Roma eran íntegros y administraban las riquezas en beneficio de la ciudad y de sus ciudadanos. Pero aquellas honestas formas de gobierno hace tiempo que desaparecieron. El gobierno se ejerce mediante intrigas y sucias maniobras, y los que lo ocupan procuran obtener los favores de la plebe comprando su voluntad y su adhesión mediante el reparto gratuito de pan y carne y la organización de espectáculos sangrientos.

—¿Crees que Aureliano puede cambiar esta situación?

—Tiene fama de cruel y sanguinario. Desde luego, ha habido ocasiones en que se ha comportado con una severidad extrema, y no me refiero sólo a sus actuaciones en la guerra. No permite que nadie incumpla las normas y las leyes que dicta, y si alguien se atreve a contravenirlas, no duda en aplicarlas con el máximo rigor. Castigó con la pena de muerte a su esclavo favorito porque había sido sorprendido cometiendo adulterio con una esclava de palacio. Hace poco también condenó a muerte a una de sus sobrinas, hija de su hermana menor, acusada de haber cometido una falta de poca relevancia. Con ello ha querido enviar a todos sus súbditos un claro mensaje: no perdonará la más mínima desobediencia, aunque proceda de un miembro de la familia imperial. Todos los delitos serán castigados con severidad y nadie quedará impune ante la ley.

—Ese comportamiento suele acarrear problemas y muchos enemigos, sobre todo cuando se pierde el poder —puntualizó Zenobia.

—Tú has gobernado un imperio, sabes bien lo difícil que resulta contentar a todos.

—Es imposible.

—Por eso un gobernante debe optar y decidir, cueste lo que cueste. Aureliano se ha ganado la voluntad del pueblo con sus dádivas y regalos, y sabe que, con la plebe de su lado, nadie podrá disputarle el trono cara a cara.

—Esa táctica no ha sido diferente a la de los demás emperadores —alegó Zenobia.

—Pero ha logrado grandes éxitos para el Imperio y ha dejado claro que no se enriquecerá a costa del tesoro público. No obstante, y aunque la plebe lo admire, en Roma se esconden confabuladores por doquier. El Senado está lleno de ellos. Algunos políticos pasan el día tramando conjuras para hacerse con el poder o para influir en las decisiones del emperador. Se dice que la sede del Senado no está en el Foro por casualidad. En los orígenes de Roma, la vaguada del Foro era un cenagal que se desecó, se saneó y se enlosó en tiempos de la República. Por eso se asegura que esta antigua ciénaga es el sitio más apropiado para ejercer el oficio de la política. Desde que se inventó la política, siempre ha sido así. Las intrigas, las conjuras y las traiciones son consustanciales al ejercicio del poder.

—Tú eres un político; ¿también participas en esas intrigas; también te consideras uno de esos que se revuelcan en el lodazal?

—Yo apoyo a Aureliano. Sé que es un hombre muy duro y que en ocasiones actúa con una saña sanguinaria, pero ha sido el único capaz de restaurar la unidad del Imperio, de sofocar las revueltas, de someter a los usurpadores y de mantener a raya a germanos y a persas. En los últimos cincuenta años ha sido el único emperador que le ha devuelto el honor, la dignidad y el poder a Roma.

—¿Crees que yo fui una usurpadora por haberme proclamado reina en Palmira?

—Desde el punto de vista de un romano, así es. Pero mis ojos no te ven de ese modo. Si estuviera en el lado de tu pueblo, imagino que consideraría que Roma había sojuzgado a Palmira y tal vez entendiera tu rebelión. Pero soy romano, me he educado con las leyes de Roma y me han enseñado que la grandeza del Imperio depende de su fuerza y de su poder.

—Aureliano me venció, me hizo su prisionera y destruyó cuanto yo había conseguido.

—Y le guardas rencor por ello.

—No; por lo que a mí respecta he sabido asumir mi derrota. Lo que siento es que mi pueblo perdiera la oportunidad de elegir su destino y de ganar su libertad.

—¿Puedo hacerte una pregunta delicada?

—Hazla, y veré si te contesto —respondió Zenobia.

—¿Te poseyó?

Zenobia miró a su esposo y le pareció que por primera vez había en él un atisbo de celos.

—¿Me creerías si te dijera que no?

—Sí, creeré lo que tú digas.

—A pesar de que fui uno más de sus trofeos de guerra, ni siquiera lo intentó. Hubo un momento en que creí que iba a hacerlo, pero Aureliano no me puso la mano encima. Creo que tenía miedo.

—¿Miedo? Se ha ganado fama de soldado valeroso y de no haber rehuido jamás un combate, ¿cómo iba a tener miedo de una mujer?

—No me refiero a ese tipo de miedo, sino al que nos atenaza por dentro y nos reconcome como la sarna: el miedo a nosotros mismos. Y ese miedo casi siempre es insuperable.

—Hablas como si fueras un filósofo. ¿Quién te ha enseñado todas estas cosas?

—En Palmira tuve como preceptor y maestro a un hombre sabio al que nombré mi consejero principal. Su nombre era Longino, uno de los filósofos más ilustres de estos tiempos.

—¿Era…?

—Murió ejecutado por Aureliano tras la toma de Palmira.

—Has hablado del miedo… ¿Y tú, esposa, a qué tienes miedo?

—Antes temía a la batalla, al fracaso, a la derrota, a la muerte, a la soledad, al desasosiego, al dolor. A tantas y tantas cosas… Ahora sólo le temo a la vida.

Corrían los últimos días de primavera, los más largos del año, y al ocaso las calles de Roma seguían atestadas de gentes que buscaban disfrutar de los mejores momentos de la jornada. Era entonces cuando los artesanos dejaban de trabajar en sus talleres y los comerciantes cerraban sus tiendas, cuando las tabernas y los hostales se llenaban de personas dispuestas a gastar sus jornales en una suculenta cena o en una jarra de vino.

La vida de Zenobia se había convertido en una dulce rutina. La mujer que había gobernado un imperio dedicaba todo su tiempo a organizar la casa del Senador donde, además de los dos esposos y los dos hijos habidos de su primer matrimonio, una jovencita de quince años y un muchachito de doce, vivían dos docenas de esclavos y esclavas.

Aquel día, el Senador regresó a casa más tarde de lo habitual. Los esclavos habían preparado la cena según lo indicado por Zenobia, que comenzó a preocuparse ante la tardanza de su esposo, aunque siempre iba acompañado por tres fornidos esclavos por si a algún belicoso romano se le ocurría atacar en la calle a un miembro del Senado.

—¿Te ha ocurrido algo? —le preguntó en cuanto éste entró en casa.

—Sí, hoy hemos tenido una agitada sesión en el Senado en presencia del mismísimo emperador. Los cuestores han presentado un informe sobre la situación económica del Imperio y sus conclusiones son demoledoras.

—Yo pensaba que tras tantas victorias las arcas de Roma estarían repletas. ¿Acaso no se está repartiendo pan y carne de manera gratuita a los ciudadanos de Roma?

—Eso son minucias. El coste del ejército es lo que está arrastrando al Estado a la bancarrota. Disponemos de treinta y cuatro legiones distribuidas por todo el Imperio, y probablemente el próximo año se formen tres o cuatro más para garantizar la defensa del
limes
del norte y para organizar una posible expedición contra los persas. No hay dinero para pagar todo eso. El emperador ha pronunciado hoy un discurso en el que ha propuesto una reestructuración de la hacienda pública y que sea yo quien la lleve adelante.

—¿Y qué le has dicho?

—Que para poner en marcha ese plan es necesario tiempo y estabilidad, pero él me ha respondido que no hay tiempo y que será esta reforma la que aporte esa estabilidad.

—¿Qué piensas hacer?

—No puedo negarme a colaborar. Ha proclamado en el Senado que confía en mí como administrador de sus reformas y que ha depositado sus esperanzas en mi trabajo. De modo que no he tenido otro remedio que aceptar su reto.

—Yo nombré responsable del tesoro de Palmira a un contable de mi padre. Hizo bien su trabajo y consiguió que nuestras arcas siempre estuvieran repletas de dinero. Claro que no celebrábamos espectáculos gratuitos, ni se regalaba pan y carne a toda la población, ni se arrojaban monedas a la calle a mi paso, como hace Aureliano en algunas ocasiones.

—Sí, la austeridad debe ser una de las acciones a poner en marcha en esta reforma. Hemos de acabar con el dispendio que suponen los espectáculos gratuitos. Sólo el mes pasado murieron más de mil animales en el Coliseo durante los juegos en honor a la diosa Cibeles. Todos ellos fueron capturados en África y en Asia con un enorme gasto para el erario público.

—Esas medidas no serán suficientes para acabar con el déficit.

—¿También sabes de cuentas?

—Me crié en ellas. Mi padre era el dueño de una de las compañías más prósperas de Palmira. Desde pequeña en mi casa no oí hablar de otra cosa que de gastos e ingresos, de beneficios y de pérdidas. Y no olvides que goberné un imperio y que mi rostro se acuñó en monedas de plata y de oro. Ahí es donde deberían incidir las reformas de Aureliano.

—Una reforma monetaria es imprescindible, pero dudo que el Senado acepte lo que quiero proponer.

—¿Qué pretendes?

—La moneda de plata ha sufrido en los últimos años una constante pérdida de valor. Los mercaderes ya no confían en ellas y eso frena el comercio y disminuye la actividad en los mercados. Es necesario recuperar la confianza en la moneda y para ello es precisa una profunda reforma del sistema de acuñaciones. Lo más apropiado sería retirar de la circulación los antoninianos de plata y sustituirlos por una nueva moneda, el aureliano, y asentarla mediante la garantía del Estado y la seguridad de que no se devaluará durante un largo período de tiempo, al menos quince años.

—¿Y en cuanto a la moneda de oro? —Zenobia recordó el momento en el que vio por primera vez su rostro y su nombre acuñados en una.

—En ese caso habremos de hacer algo parecido, además de incrementar la extracción de oro de las minas del norte de Hispania.

—Si hacéis eso subirán los precios y habrá revueltas en las ciudades.

—Lo hemos previsto. Si eso ocurriera, se aumentará el reparto gratuito de pan a todos los que lo necesiten.

—¿Cuentas con suficientes apoyos en el Senado para sacar adelante esas reformas?

—No, por ahora creo que no, pero habrá que conseguirlos.

—Supongo que no todos los senadores estarán de acuerdo con el gobierno de Aureliano.

—Algunos ya fueron represaliados, y se les castigó con mucha dureza obligándoles a desfilar portando carteles que los acusaban de traición el día del triunfo del emperador; muchos de ellos se sintieron humillados y vejados en su honor, y le siguen guardando un hondo rencor a Aureliano. Creo que podría convencer a una mayoría notable de senadores, pero sigue habiendo un nutrido grupo de opositores que estos días no ha dejado de repartir en el Foro panfletos en papiros criticando las propuestas de Aureliano. Si el emperador acepta mi plan de reformas y las presentamos en el Senado, es probable que haya una enconada resistencia, pues muchos de sus miembros no están dispuestos a perder uno solo de sus privilegios.

En los meses siguientes a la entrada triunfal en Roma de Aureliano, las oficinas imperiales se convirtieron en una verdadera vorágine y no cesaron de emitir leyes. Acostumbrado a la intensa vida militar en la frontera, la rutina cortesana, en la que florecían las intrigas y las conjuras, no agradaba al emperador, que descargaba su energía en la emisión de innumerables decretos, cuyos originales se guardaban en el archivo de la Curia encuadernados en códices de hojas de pergamino a los que se los dotaba de unas hermosas tapas elaboradas con plaquitas de marfil.

Todos los aspectos de la vida de los romanos resultaron alterados con nuevas leyes, algunas verdaderamente dispares: se prohibió a los hombres el uso de zapatos de color salmón, amarillo, blanco y verde; se prohibió tener una concubina de condición libre, pero se podían tener cuantas se pudieran mantener siempre que fueran esclavas; se permitió a los soldados llevar hebillas de oro en sus sandalias y botas reglamentarias, y usar fajas rectas con bandas de color púrpura, hasta entonces prohibido en el reglamento de las legiones; se autorizó a los patricios y senadores a utilizar carros con adornos de plata, pero no de oro; se autorizó a las matronas romanas a vestir telas de color púrpura, hasta entonces reservado a los miembros de la familia imperial; se limitó el número de eunucos que podían ser vendidos en los mercados alegando que los esclavos castrados habían alcanzado precios muy altos en el mercado… Casi nada en la vida cotidiana de los romanos quedó al margen de las preocupaciones legislativas del emperador.

Muchas de estas medidas anteriores fueron consideradas irrelevantes por los patricios y senadores que se oponían a Aureliano, pero donde sí mostraron reticencias fue en lo referente a las reformas económicas inspiradas por el esposo de Zenobia. Los contrarios a ellas se organizaron enseguida para evitar su puesta en práctica y comenzaron con una campaña de desprestigio mediante el reparto de folletos, a la que siguió la ejecución de decenas de pintadas en las paredes exteriores de muchas casas y en los muros de algunos edificios públicos en las que se proclamaba que lo que pretendía el emperador iba en contra de las leyes y tradiciones de Roma.

El Senador acababa de defender sus medidas en el pleno, que se había reunido en el templo de Vesta, y había acabado su discurso señalando que los que más tenían debían ser los primeros en contribuir para acabar con el tremendo déficit del Estado y evitar que la plebe se alzara en revueltas.

Muy airado por aquella intervención tomó la palabra Felicísimo, hasta ese momento tesorero del Senado, quien había dirigido la política monetaria de los últimos años y que, ante las últimas decisiones del emperador, se consideraba completamente desautorizado.

—Apreciado Senador —dijo Felicísimo impostando cuanto pudo la voz—, reconozco el esfuerzo que has realizado en las últimas dos semanas para presentarnos tu informe, pero discrepo por completo de tu análisis y mucho más aún de tus pretensiones. Lo que buscas con estas reformas es insensato. Nos pides que otorguemos nuestra aprobación a unas propuestas que suponen el final de la capacidad del Senado para controlar la moneda. Si las ratificamos, el Senado dejará de tener control sobre las acuñaciones, que quedarán en manos exclusivas del emperador. Frente a esto, yo propongo que el Senado recupere sus antiguas atribuciones y que sea esta venerable institución, la más antigua, noble y preciada de Roma, la encargada de dirigir las acuñaciones monetarias que, por supuesto, deben mantenerse en la proporción de metal precioso que ahora contienen.

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