—¿Deseas estar sola?
—Sí; te lo agradecería.
—De acuerdo. —El Senador le dio un beso y se alejó, pero antes de salir del jardín se volvió y dijo—: ¡Ah!, quiero que sepas que soy un hombre feliz porque vas a darme un hijo.
El cielo de la noche de Tívoli no era como el de Palmira. Allá, en medio del desierto, las estrellas parecían más cercanas. Daba la impresión de que si se subía a uno de los cerros y se estiraba el brazo podría cogerse un buen puñado con la mano.
Cuando era una niña, Zenobia así lo llegó a creer, sobre todo cuando su padre le regaló sus primeros diamantes, cada uno del tamaño de uno de sus dientes de leche, que había traído de Persia.
Roma, otoño de 274;
1027 de la fundación de Roma
A finales de septiembre Roma ya había recuperado la actividad perdida durante el verano. Todas las grandes familias patricias habían regresado de sus fincas y comenzaban a cruzarse invitaciones para asistir a fiestas y cenas en sus palacios.
Los grandes juegos que se celebraban en honor de Júpiter en los últimos días del verano suponían el inicio de una nueva temporada. El emperador había regalado un pañuelo a cada uno de los romanos que asistieron al Coliseo el primer día, de manera que los espectadores se acostumbraron a agitarlos al viento como manera de aclamar a Aureliano cuando éste entraba en el palco imperial para presenciar los espectáculos o cuando se levantaba para dictaminar un veredicto de un combate de gladiadores.
Tras los juegos de septiembre, Roma volvía a la rutina de las grandes aglomeraciones en los foros, de las muchedumbres atestando los mercados, de los debates en el Senado, del trajín interminable y perpetuo de la ciudad más grande y poderosa del mundo.
El vientre de Zenobia comenzaba a tomar volumen. Por sus cuentas presentía que se había quedado encinta a los pocos días de llegar a Tívoli, de modo que a comienzos de otoño estaba embarazada de tres meses.
Al poco de regresar a Roma, el Senador se dirigió al templo de Apolo, cercano al teatro de Marcelo, y allí, ante el altar de uno de los santuarios más antiguos de Roma, sacrificó un cordero y le pidió a uno de los
flamines
del templo, un joven de apenas catorce años, que encendiera el fuego sagrado y quemara en el pebetero un cuarto de libra de incienso. Le rogó al dios de la sabiduría que su hijo naciera sano y le prometió generosas ofrendas si así se lo concedía.
Un senador amigo del marido de Zenobia acudió a casa de éstos alarmado. Los dos esposos lo recibieron en un ala del peristilo, en un
triclinium.
—¿A qué viene tanta prisa? —quiso saber el Senador.
Su colega se extrañó por la presencia de Zenobia, pues las mujeres se ausentaban cuando los hombres hablaban de política.
—¿Puedo hablar con confianza ante tu esposa?
—Por supuesto. ¿Qué ocurre?
—El emperador ha ordenado quemar los registros de la propiedad y ha decidido que se anulen todas las denuncias sobre deudas impagadas que se estén cursando en los tribunales. Al parecer no tuvo bastante con destruir las tablas del Foro de Trajano donde se contenían las deudas con el Estado y ahora arremete contra los débitos de los ciudadanos para con los prestamistas y banqueros. Acaba de anunciar que perseguirá con todo rigor la codicia de los banqueros, las exacciones injustas y abusivas de los usureros y las depredaciones de los administradores de las provincias.
—Vaya, parece que las reformas anunciadas en el Senado la pasada primavera se están cumpliendo en serio. Si conseguimos detener la voracidad de los prestamistas habremos logrado un gran éxito.
—Da la impresión de que te alegras. Si Aureliano sigue por ese camino acabará arruinándonos a todos. Ya hay quien insinúa que los cristianos se han adueñado de su voluntad.
—Perdonad que intervenga en vuestra conversación, senadores, pero creedme si os digo que los cristianos son inofensivos —terció Zenobia.
—¿Los conoces, señora?
—Me invitaron a participar en una de sus celebraciones en Palmira.
—Hay quien asegura que adoran a un asno crucificado y que sacrifican a niños y se los comen tras rebozar su carne en harina y freiría en aceite.
—No; te aseguro que lo que ingieren es pan y vino.
El Senado romano estaba reunido en el templo de Cástor y Pólux, en un extremo del Foro, al pie de la colina del Capitolio.
La sesión se presentía tensa pese a que los senadores contrarios a Aureliano habían sido represaliados y muchos de ellos ejecutados durante la revuelta de los trabajadores de la ceca de Roma.
El abundante trigo llegado de Egipto en el mes de septiembre había colmado los graneros de la
annona
, y el prefecto encargado de los almacenes imperiales había comenzado a distribuir, por orden del emperador, pan y harina a toda la población con el prometido aumento de una libra de peso en la ración habitual. Por toda la ciudad aparecieron pintadas adulando a Aureliano y proclamando su gloria y su majestad, señalándolo como el más grande de los emperadores romanos.
En el Foro, diversos oradores hablaban en improvisadas tribunas de las bondades del emperador, y no faltaba quienes lo emparentaban con los llamados «buenos emperadores», aquellos cuatro magníficos augustos cuyo buen gobierno había hecho grande a Roma: Octavio Augusto, Trajano, Adriano y Marco Aurelio.
El discurso que abría la sesión del Senado lo pronunció el senador
princeps
. Constituyó un alegato a favor de las reformas impulsadas por el emperador, pero con algunos matices sobre los problemas que podrían acarrear a la economía de los patricios, a los que calificó como «los mejores hombres de Roma». Acabó señalando que tal vez no fueran necesarios más cambios, pues el sistema de gobierno de los romanos era la más perfecta creación política elaborada por la mente humana.
Acabada su intervención, el esposo de Zenobia pidió la palabra.
—Tengo aquí —mostró un papiro— el listado de distinciones que el Senado y el pueblo romanos han otorgado a nuestro emperador. Por si no las recordáis, ya que a veces la memoria es flaca, os las precisaré: cuatro coronas murales, que ofrecemos al primero de los soldados que escala un muro de una fortaleza enemiga; cinco coronas vallares, que entregamos al primero que rompe una valla de un campamento hostil; dos coronas cívicas, otorgadas a quien ha demostrado un arrojado valor en la batalla; cuatro túnicas rojas, que sólo concedemos a los generales que vencen en batallas; cuatro banderas bicolores, las ofrecidas a los generales y legados que vencen en una guerra; dos mantos proconsulares, los que corresponden a quienes han sido distinguidos con esa alta magistratura del Estado; una toga pretexta como sacerdote de Mitra; una túnica palmada, por haberle sido concedido el triunfo y el derecho a entrar en Roma sobre un carro triunfal; una túnica pintada… ¿Queréis que siga, o preferís que os detalle los calificativos que le hemos concedido? Pérsico, armeniaco, restaurador y pacificador de Oriente, gótico, sarmático, aeliabénico, cárpico, máximo, grande, invicto, indulgentísimo, pacífico… ¿Ahora dudáis de haber sido justos al concedérselas, creéis que Aureliano ya no las merece?
»Por primera vez desde el reinado de Marco Aurelio tenemos a un emperador que vive con la sobriedad de un soldado y se comporta con la honestidad del más egregio de los romanos. No despilfarra los fondos del Estado en gastos suntuarios privados, sino que emplea los recursos obtenidos en la guerra gracias a su habilidad con la espada en alimentar a la población de Roma y en honrar a nuestros dioses. No es un filósofo, como Marco Aurelio, pero lee a Cicerón, a Séneca y a Lucrecio. Conoce de memoria
El asno de oro
de Apuleyo, ese libro en el que un hombre se convierte en un burro al comer las hierbas equivocadas; una magnífica alegoría de lo que puede ser Roma si no recuperamos y mantenemos los valores que la han hecho tan grande, y que encarna nuestro emperador. Aureliano ama a Roma por encima de todas las cosas y ha vertido mucha sangre propia en su defensa. ¿De cuántos emperadores de los que habéis conocido puede decirse algo semejante?
»Sí, senadores, la reforma que propugna el augusto Aureliano grava las haciendas de los patricios de Roma y las propiedades de los más ricos, y sé bien que a algunos no os parece justo, pero os pido que recapacitéis por unos instantes. ¿Cuándo ha sido Roma más grande? Hubo un tiempo en que parecíamos indestructibles, pero sabéis bien que hace tan solo cuatro años estuvimos al borde del desastre. Si el Imperio ha sobrevivido a su peor crisis ha sido gracias a la determinación de Aureliano. Cuando la mayoría lo daba todo por perdido, él sostuvo sobre sus hombros a Roma, a todos nosotros, y nos condujo a la victoria. El ha vuelto a unir lo que estaba deshecho y ha devuelto al Imperio a su máxima extensión desde los tiempos del augusto Trajano.
»Ahora nos pide a todos que hagamos un pequeño sacrificio y que demostremos que amamos a Roma como tantas veces solemos proclamar. ¿Vas a perder tus esclavos y tu hacienda por contribuir con unos miles de sestercios al año, Marco Fulvio?
¿Vas a verte arruinado si colaboras con veinte mil sestercios al erario público, Marcelo Claudio? ¿Vas a perder tus posesiones en Capua y tus fincas en Sicilia por un puñado de monedas, Julio Antonio? —El Senador se dirigía personalmente a algunos de sus colegas presentes señalándolos con el dedo—. ¿Voy a quedarme yo en la ruina si me desprendo de una parte de mis ganancias? Os ahorro la respuesta, caros amigos.
»Estamos construyendo un mundo nuevo asentado sobre las sólidas bases del antiguo, conservando los valores tradicionales que han hecho de Roma la mayor potencia del mundo: la disciplina, el coraje, la determinación, la fuerza, el espíritu de grandeza, el honor, el orgullo…, pero incorporando nuevas maneras de gobierno para poder seguir siendo grandes en estos nuevos tiempos.
»Aureliano ha sido nuestro sostén, seamos nosotros, ahora, su apoyo.
Más de la mitad de los senadores se pusieron en pie para aplaudir el discurso.
Tras la votación, cuatro de cada cinco senadores aprobaron seguir adelante con las reformas económicas propuestas por el emperador; los demás se abstuvieron; ninguno votó en contra.
Roma, 25 de diciembre de 274;
1027 de la fundación de Roma
Había amanecido con mucho frío. Los esclavos mantenían bien alimentado el horno de carbón vegetal que calentaba el aire de las tuberías que recorrían el suelo y las paredes de la mansión.
Zenobia, embarazada de seis meses, tenía la barriga muy hinchada.
—El desayuno está preparado, señora —le anunció una de las esclavas.
Zenobia se palpó el vientre y sintió que su retoño se movía. Se cubrió los hombros con un manto de lana y acudió al
triclinium
, donde se habían servido rebanadas de pan empapadas con vino dulce, queso frito con miel, pasta de aceitunas envuelta en hojaldre y agua fresca.
El Senador, que acababa de ser afeitado por su esclavo barbero, y sus dos hijos ya estaban allí.
—Hoy es un día muy importante, el séptimo antes de las calendas de enero, el vigésimo quinto día del último mes del año. El emperador inaugura a mediodía el templo al Sol. Lo han levantado en apenas cuatro años, pero ha sido en los dos últimos cuando las obras se han acelerado gracias a los fondos provenientes del tesoro de Palmira, que parece inagotable.
—Aureliano estará exultante —supuso Zenobia.
—Tiene motivos para ello. En el Senado hemos aprobado todas las medidas económicas que ha propuesto, incluida la gran reforma monetaria, e incluso hemos dictado un
senatus consultum
, una disposición de obligado cumplimiento para todas las magistraturas del Estado a fin de que pongan en marcha las reformas. Desde que Julio César y luego Octavio Augusto se arrogaran las competencias ejecutivas, en el Senado de Roma carecemos de poder ejecutivo y nuestra autoridad política no es decisiva como antaño, pero seguimos siendo la institución más prestigiosa de Roma y es aquí donde se deposita la autoridad moral del Imperio y el prestigio del gobierno.
—¿Cuándo tenemos que estar en el templo?
—Una hora antes del mediodía. Los senadores formaremos a la derecha, todos vestidos con nuestra toga pretexta, y las esposas estaréis situadas justo detrás. Se ha colocado allí una tribuna de madera para que podáis presenciar cómodamente toda la ceremonia. Acudirán los miembros de todas las magistraturas de la ciudad, el prefecto del pretorio, los cuestores, los jueces, los sacerdotes de todos los templos, las vestales… El emperador desea que en este acto se manifieste la unidad de todos los romanos.
—¿Crees conveniente que acuda a esa ceremonia? —le preguntó Zenobia.
—Eres mi esposa, y las esposas de todos los senadores han sido invitadas a la inauguración del templo.
—Olvidas que fui reina de Palmira y que ese templo ha sido construido con el tesoro de mi ciudad y adornado con estatuas traídas del templo de Bel.
—No lo he olvidado. Como romano, me alegré mucho al conocer la victoria de nuestras legiones sobre Palmira. Entonces no te conocía; lo único que sabía de ti es lo que se decía en Roma.
—¿Y qué se decía de mí?
—Cosas terribles.
—Por ejemplo…
—Que eras cruel y caprichosa…
—¿Qué más?
—Que eras despiadada…
—¿Y…?
—Que ordenaste el asesinato de tu esposo Odenato para hacerte con su trono y reinar en solitario sobre todo Oriente.
—¿Y ahora sigues creyendo todo eso?
—Ahora te conozco y no cambiaría mi vida a tu lado por ninguna otra cosa de este mundo.
Los dos hijos del Senador seguían desayunando, aparentemente ajenos a la conversación de su padre y su madrastra, a la vez que practicaban su caligrafía en sendas tablillas de cera. Para su educación disponían de un pedagogo, un esclavo doméstico ateniense que les enseñaba gramática, griego y filosofía.
—Si acudo a la ceremonia del templo del Sol recordaré a Palmira, y tal vez añore el pasado —dijo Zenobia.
—No me importa. Sé quién eres y quién has sido, sé que hubo un tiempo en que gobernaste medio mundo y sé que fuiste la esposa de un gran hombre, mucho mejor que yo. Y sé también que de no haber sido por las circunstancias, una mujer como tú jamás se hubiera casado con un mercader de salazones. Todo eso ya lo sé. Y sé también que jamás te enamorarás de mí, pero no me importa demasiado mientras me permitas disfrutar de tu presencia y de tu cariño. Porque creo que, al menos eso, sí lo he conseguido.