Read La Prisionera de Roma Online

Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (83 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
8.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Voy a restablecer la ley en Alejandría y en todo Egipto, de manera que te doy dos días para que todos los que se consideren aliados y leales a Roma salgan de la ciudad. Pasado ese plazo, daré orden a mis soldados para que la conquisten.

—Dicen que asolaste Palmira. Te ruego que no destruyas Alejandría; si la ciudad sobrevive, Roma tendrá en ella una fiel aliada y una fuente de riqueza.

—O una víbora a su espalda dispuesta a morderla y a inocularle su veneno en cuanto le sea posible.

Aureliano sabía que desde Alejandría se controlaba el comercio a través del mar Rojo, y que el esfuerzo que había hecho Zenobia para ocuparla se debía a que necesitaba Alejandría para mantener ese flujo comercial bajo su influencia. A Roma le ocurría lo mismo; no podía consentir que las mercancías que desde la India y el Yemen circulaban por el Mar Rojo hasta Egipto permanecieran fuera del dominio de Roma, y mucho menos que productos como el papiro, el vidrio o el lino, cuyo comercio monopolizaba Alejandría, quedaran en manos de rebeldes.

Acabado el ultimátum del emperador, más de la mitad de los alejandrinos, sobre todo los cristianos, los judíos, muchos artesanos y la mayoría de los trabajadores de los muelles y los astilleros, salieron de la ciudad y juraron fidelidad a Roma. Los que se quedaron fueron los grandes comerciantes, sus esclavos y sirvientes y los sacerdotes de los templos de la religión de Egipto, sobre todo los de Isis y Serapis, además de algunos cientos de soldados mercenarios.

Aureliano ordenó entonces el ataque.

Las murallas fueron fácilmente superadas por los legionarios, que avanzaron hacia el barrio de Burchion, donde se levantaban las casas de los comerciantes más ricos. Allí se centró la última fase de la resistencia de los alejandrinos que habían decidido resistir al dominio de Roma.

La última casa en ser tomada fue la de Firmo; unos legionarios consiguieron derribar las puertas de madera reforzada con chapas de bronce y encontraron a todos sus habitantes muertos. El propio Firmo se había suicidado abriéndose el vientre con su espada.

Cuando Aureliano entró en Alejandría, la ciudad estaba tomada y los que se habían resistido habían sido liquidados sin piedad. Algunos edificios habían sido saqueados por los legionarios, sobre todo el complejo del Museum. Los laboratorios y las aulas donde se explicaba astronomía, geometría, matemáticas o medicina habían sido arrasados y varios soldados se dirigían con antorchas hacia el edificio de la Biblioteca, el único que permanecía indemne.

—¡Alto! —ordenó el emperador —. ¿Qué pensabais hacer?

—Vamos a quemar ese edificio, es el único que aún no hemos arrasado —respondió un centurión.

—Esa es la biblioteca más importante del mundo. No la toquéis. Pagará con su vida el soldado que destruya uno solo de los volúmenes que ahí se guardan.

El centurión bajó su antorcha y ordenó a sus hombres que apagaran las que portaban. Pareció no entender la orden de Aureliano, ni por qué debían respetar aquel edificio lleno de legajos y rollos de papiro para los que no encontraba otra utilidad que alimentar la lumbre los pebeteros o envolver pescado en los mercados.

Tras cuatro días de saqueos, Aureliano ordenó que se demolieran las murallas de Alejandría pero que se respetaran la Biblioteca, los templos que no hubieran sido destruidos y el puerto.

Cuando en todo Egipto se supo de la derrota y caída de Alejandría, una sensación de inquietud y miedo se extendió por el viejo reino de los faraones. En las ciudades hubo asambleas en las que se decidió acatar el dominio de Roma y jurar lealtad a su emperador.

Aureliano desplegó dos legiones por el país; sus legados tomaron posesión de todas las ciudades del Nilo hasta la primera catarata y se eliminó a cuantos fueron identificados como seguidores de Firmo. Bastaba una mera delación para que el denunciado fuera detenido y ejecutado, aunque no se aportaran pruebas.

El emperador dictó un decreto por el cual todos los campesinos de Egipto deberían abonar la mitad de sus cosechas al Estado romano como tributo destinado a alimentar a la plebe de Roma.

Atenas, finales de verano de 273;

1026 de la fundación de Roma

Sofocada la rebelión de Firmo en Egipto y sometido todo el país con las dos legiones, que allí quedaron acantonadas, Aureliano envió una orden a Bizancio para que Zenobia fuera trasladada hasta Atenas, donde él acudiría para desde allí viajar a Occidente.

Cuando la reina de Palmira fue informada, su rostro pareció iluminarse. De las tres ciudades que admiraba, Atenas era la única que no había visitado. Ansiaba conocer cómo era en verdad la ciudad que le describieran Giorgios y su preceptor Longino y, si se lo permitían, visitar los templos de la Acrópolis y recorrer los barrios de los ceramistas y la Academia que fundara Platón.

El barco que la llevó desde Bizancio tardó una semana en recorrer el mar de Mármara y el Egeo, hasta que una mañana luminosa y azul embocó la entrada del puerto del Pireo.

El gobernador romano del Ática esperaba la llegada de la reina desde hacía un par de días.

En cuanto Zenobia puso un pie en tierra el gobernador se acercó a ella y la saludó con una reverencia, como si siguiera siendo la emperatriz de Oriente.

—Sé bienvenida a Grecia, señora. El augusto Aureliano me ha encomendado que te acoja con toda hospitalidad. Mi nombre es Cneo Cayo Lucilio y soy el gobernador de la provincia del Ática. Tengo orden de conducirte a Atenas. Te instalarás en mi propia residencia, una confortable casa a los pies de la Acrópolis.

—Te lo agradezco.

Zenobia observó a su alrededor la laboriosidad que había en los muelles del puerto y entendió que la normalidad del dominio de Roma en esa parte del mundo parecía haberse asentado con las acciones de Aureliano.

La carroza del gobernador, escoltada por varios soldados, recorrió el camino entre el Pireo y Atenas, al lado de los dos largos muros que habían construido los atenienses para defender la calzada que comunicaba el puerto con la ciudad en la época de las sangrientas guerras con los grandes reyes persas Darío y Jerjes.

Conforme se acercaban a la ciudad, la colina de la Acrópolis se perfilaba más rotunda. Zenobia apartó las cortinillas de la ventanilla de la carroza y contempló la mole de mármol depositada por los dioses en medio de la ciudad, coronada por el famoso templo de Atenea Virgen, la diosa que había dado a Atenas su más preciada riqueza: el olivo.

—Los griegos dicen que ésta es la tierra de los dioses —comentó el gobernador Cayo Lucilio, que cabalgaba al lado del carro de Zenobia, en el que también viajaban dos esclavas que le había asignado Aureliano para que la asistieran.

—La imaginaba así —respondió Zenobia sin dejar de contemplar la colina sagrada.

Una vez en casa del gobernador, Cneo le informó de lo sucedido en Egipto.

—Sometida Alejandría, el augusto Aureliano vendrá a Atenas; aquí será investido con el cargo de arconte, que le ha sido ofrecido por el Consejo de la ciudad, como ya ocurriera con otros grandes emperadores como el divino Adriano. Se trata de la más alta magistratura de Atenas, que se le otorga como reconocimiento a la pacificación del Imperio y al haber acabado con las incursiones de los piratas bárbaros que durante varios años asolaron nuestras costas.

Zenobia recordó que Giorgios le había contado cómo murieron sus padres en una de esas incursiones, lo que lo empujó a alistarse en las legiones romanas en busca de venganza.

—¿Qué ha ocurrido con Alejandría? —le preguntó Zenobia.

—Por las noticias que tengo, sé que el emperador ha ordenado derribar sus murallas y que algunos edificios han sido destruidos en los combates con los rebeldes. Ha habido bastantes muertos entre los insurgentes y la ciudad ha perdido en los últimos años a más de la mitad de la población, pero, bajo la paz de Roma, se repondrá y seguirá siendo el puerto más importante del
Mare Nostrum e
n Oriente.

—¿Y la Biblioteca?

—Se ha salvado. El emperador Aureliano ordenó que se respetaran los libros. Nuestro actual emperador no es un filósofo, como lo fue Adriano, ni un poeta, como se recuerda de Nerón, ni un coleccionista de historias como Octavio Augusto, pero sabe de la utilidad de los libros y de la importancia de los sabios.

—Yo fui una vez reina de Alejandría… —susurró Zenobia.

Cneo calló y se limitó a ofrecerle una copa de vino rebajado con agua para que se refrescara tras el camino desde El Pireo. Corrían los últimos días del verano y todavía hacía bastante calor.

—Bebe, señora. Es malvasía, te reconfortará.

Zenobia tomó la copa y le dio un largo sorbo; era dulce y agradable al paladar. Recordó haber bebido algo parecido aquel atardecer en el palacio de Cleopatra, con sus copas de oro, al lado de Giorgios, mientras un enorme sol rojo se hundía en un mar dorado y calmo.

Aureliano desembarcó en El Pireo el último día del verano. Todos los magistrados de Atenas acudieron a recibirlo y lo agasajaron con una corona de laurel, al estilo de los vencedores en los Juegos Olímpicos, y una crátera de plata.

Tras una rutinaria votación que se celebró en la
bulé
, el edificio en el que se reunía el Consejo de los atenienses, la ciudad nombró a Aureliano arconte en una ceremonia que se celebró en el templo de Zeus Olímpico, que seguía inacabado aunque su construcción se había iniciado hacía cientos de años. El emperador se comprometió a destinar el dinero necesario para finalizarlo.

Zenobia no presenció ese ritual; las mujeres no podían asistir a los actos públicos del gobierno de la ciudad, pero recibió una nota del emperador en la que le anunciaba que en cuanto acabara con aquellos rituales protocolarios acudiría a visitarla.

Desde que llegara a Atenas, hacía dos semanas, Zenobia no había podido salir de casa del gobernador. En varias ocasiones le había solicitado permiso para visitar la Acrópolis y el templo de la diosa Atenea, pero Cneo se lo había negado porque tenía órdenes tajantes del emperador de que no saliera y de que estuviera permanentemente vigilada.

Durante aquellos días no hizo otra cosa que esperar novedades y leer un libro de Hesíodo titulado
Teogonia
, donde aquel sabio explicaba cómo se había originado el mundo y cómo habían sido creados los hombres y los dioses.

En aquella lectura reconoció alguno de los relatos que sobre los dioses y las estrellas le contara Giorgios en sus noches de amor, y sintió añoranza por su amante muerto sobre los muros de Palmira, y lloró por el amor perdido del que apenas pudo disfrutar, por el efímero imperio que le arrebataron tan temprano, por los hijos muertos antes de tiempo, por su ciudad amada a la que nunca regresaría.

Por fin, una mañana el gobernador le anunció que esa tarde acudiría el emperador a cenar a su casa.

Aureliano apareció vestido con una clámide púrpura, la capa corta que usaban los griegos para montar a caballo y que luego adoptaron como propia los romanos. El emperador lucía espléndido. Había sometido todo Oriente, había derrotado a los bárbaros del norte y había sido reconocido y homenajeado por la más ilustre y sabia de las ciudades.

—Espero que hayas sido tratada con la hospitalidad que merece la que fue reina de Oriente; di instrucciones muy precisas para que así fuera —le dijo Aureliano a su prisionera.

—Tu gobernador ha cumplido tus órdenes a rajatabla. Lo único que he visto en las últimas tres semanas son las paredes de esta casa y no ha pasado un solo instante sin que haya sido vigilada por unos ojos atentos a cuanto hacía. Ni siquiera en el baño he disfrutado de un instante de soledad. No es así como entendemos en Oriente la manera de brindar la hospitalidad a un huésped.

—Siento que te hayas sentido prisionera, pero debes comprender que no puedo dejar libre a la mujer que desafió a Roma y que a punto estuvo de acabar con su dominio en Oriente. Soy el emperador y mi pueblo espera que me comporte como tal. No debería confesarte esto, pero muchos de mis generales siguen insistiendo en que lo mejor sería ejecutarte.

—¿Y por qué no lo haces? ¿Te compadeces de mí o deseas mostrarme como uno más de tus trofeos cuando recibas el triunfo en Roma por tus victorias?

—Roma sólo concede el honor del triunfo a los generales que han obtenido una victoria sobre cinco mil enemigos. Pero estoy seguro de que vencerte a ti sola bien merecería ese reconocimiento. Una rebelde como tú debe ser condenada a muerte, pero eres demasiado bella para que tu hermoso cuerpo se pudra en un sombrío sepulcro. Y sí, quiero llevarte conmigo a Roma, quiero que el pueblo romano te vea desfilar como la más preciada de mis insignias y que contemple tu belleza y tu derrota. Si ordeno tu muerte, en unos pocos días no serías otra cosa que un lejano recuerdo en la memoria de los que te conocieron, y los poetas cantarían canciones alabando tu belleza y los historiadores glosarían tus gestas, tal vez exagerando tus logros o minimizando tus conquistas. Pero si te mantengo con vida, cada día que pasa constituyes la prueba viva de mi triunfo, y mi poder aumenta al convertirme en el dueño absoluto de tu destino; y si soy tu dueño, lo soy también de todo cuanto has representado, de tus sueños, de tu ambición, de tus temores, de tus anhelos, de tu pasado…

»Por eso te quiero viva. Si ordeno que te ejecuten, tu figura se convertirá en una leyenda, o más aún, en uno de esos mitos que tanto gustan a los griegos, y entonces serías una heroína a la que le saldrían imitadores sin tardar demasiado. A los hombres les gusta más emular las gestas legendarias de los muertos que las hazañas reales de los vivos. Me eres mucho más útil viva que muerta. Viva eres una mujer, hermosa y bellísima, sí, pero a la vez débil y mortal; viva eres una más de mis propiedades; viva estás sometida a mi antojo y dependes de mi voluntad; viva eres lo que yo quiero que seas; viva eres mía. Pero si mueres, sólo pertenecerás a la historia.

—Me tienes miedo. El augusto Aureliano, el restaurador del Imperio de Roma, el vencedor de los bárbaros, el invicto general… me teme.

—No, señora. Me temo a mí mismo, y tú eres el remedio a mi propio miedo.

—Lo sabía. Estás ardiendo en deseos de poseerme, sin que te importe mi voluntad, y te pones a prueba ante mí. Soy tu tentación más mordiente y estás dispuesto a vencer tus impulsos más viscerales para demostrarte a ti mismo que tu voluntad es más fuerte que la atracción que sientes. Tú, augusto, tú eres el prisionero.

BOOK: La Prisionera de Roma
8.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Colonel Brandon's Diary by Amanda Grange
The Hourglass Door by Lisa Mangum
Gone Too Far by Suzanne Brockmann
Island of Deceit by Candice Poarch
Big Tex by Alexis Lauren
Twisted Reason by Diane Fanning