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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (79 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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Aureliano apareció al trote sobre una yegua blanca.

—Te saludo, señora, y a tu hijo. ¿Estáis listos para la partida?

—Lo estamos, augusto. Sólo te pido una última cosa.

—Si está en mi mano, cuenta con ella.

—Déjame contemplar mi ciudad desde la terraza de mi palacio por última vez.

—Tal vez no te guste lo que veas. Las señales de la batalla todavía son patentes en muchas zonas de la ciudad.

—Ya las veo en esas murallas.

—Como quieras. Un escuadrón te acompañará. Dispones de la mitad de la mañana. No debemos demorar la marcha.

—Te lo agradezco, augusto.

Siguiendo las instrucciones de Aureliano, dos docenas de soldados acompañaron a Zenobia hasta el palacio real. Nada más entrar percibió los cambios realizados por los romanos. Los mejores muebles y las más delicadas estatuas habían desaparecido, así como los magníficos cortinajes y las delicadas alfombras de seda y de lino. Sin todos aquellos adornos, el palacio se asemejaba más a un cuartel que a una residencia regia.

Desde la terraza, siempre escoltada por varios legionarios, se acercó a la barandilla de mármol y contempló su amada ciudad.

Pese a lo avanzado del otoño el sol brillaba en lo más alto y sintió una agradable y cálida sensación sobre su piel. Al contemplar el caserío observó algunos tejados destrozados por la lluvia de proyectiles de las catapultas romanas, las paredes ennegrecidas por los incendios y los enormes desconchones en algunas de ellas. Las calles eran las mismas, pero parecían mortecinas, carentes de la bullanguera actividad que las caracterizara en mejores épocas.

—Mírala, hijo. Hubo un tiempo en que fuiste el rey de esta ciudad. Quizá cometí el error de ambicionar procurarte un imperio en vez conformarme con que gobernaras una provincia del de Roma.

—¿Ya no soy rey? —preguntó el muchachito.

—Claro que lo eres: Vabalato augusto, rey de Palmira y de todo Oriente, faraón de Egipto, señor de las montañas azules y del desierto amarillo.

—¿Estás llorando, madre?

—No, hijo, no estoy llorando.

No era cierto; lágrimas de pena y melancolía rodaban por las hermosas mejillas de Zenobia, que se había empolvado con maquillaje blanco.

La reina observó su ciudad, la de las palmeras, la perla del desierto, la que había sido la más rica y próspera del mundo, y aspiró con cuanta fuerza pudo, como si pretendiera llevarse en sus pulmones el aire de Palmira allá donde la voluntad de Aureliano y el destino la condujeran.

Después la contempló por última vez y recordó a su esposo Odenato, noble y altivo, quien le enseñara a amar Palmira por encima de todas las cosas, incluso de su propia vida; a Zabdas, el buen general, su secreto enamorado, siempre presto a atender sus más nimios deseos; a Giorgios, que la adoró como si se tratara de una diosa y que le descubrió los secretos del amor cuando ya era demasiado tarde; a su padrino Antioco Aquiles, siempre dispuesto a explorar una milla más allá del horizonte para establecer allí un negocio rentable; a sus dos hijos, fallecidos tan jóvenes; a su padre Zabaii ben Selim y su sonrisa franca; y a su madre egipcia, siempre recatada y modesta. Y se entristeció por el recuerdo de tantos seres queridos y perdidos.

Al fondo, el rutilante palmeral destacaba como una brillante esmeralda en medio de un océano de arena ambarina.

Acarició el cabello de Vabalato y besó a su hijo con ternura.

—Lloras, madre —insistió el joven.

Zenobia calló, lo abrazó y salió del jardín. Estaba segura de que nunca más volvería a ver el dorado caserío de Palmira.

CAPÍTULO XLIV

Playa de Trípoli, en la costa siria, últimos días de otoño de 272;

1025 de la fundación de Roma

—No es seguro navegar por estas aguas en esta época del año, augusto. Sería más conveniente viajar hasta Bizancio por tierra y procurar atravesar las montañas de los Balcanes antes de que caigan las nieves en lo más duro del invierno; si nos apresuramos, podríamos estar a las puertas de Italia a fin de año —propuso el almirante de la flota romana al emperador.

—Eso nos llevaría al menos un mes. Mi intención no es llegar a Roma cuanto antes, sino invernar a orillas del Danubio. En primavera quiero dar un buen escarmiento a los bárbaros, entre los que ya se habrá corrido la noticia de nuestra victoria en Palmira y en todo Oriente. Debemos dejar claro que el Ponto Euxino y el Egeo son dos mares romanos y que nadie puede saquear sus costas impunemente, como han hecho los bárbaros en tantas ocasiones en los últimos años.

—Pero el tiempo desaconseja navegar…

—Bordearemos Anatolia hasta llegar a Bizancio. Una vez allí ya decidiré cómo proseguir.

En dos días se cargaron en las naves romanas los tesoros de Palmira, los cofres con las piedras de oro y de plata, las piedras preciosas, las armas, las estatuas, las piezas de seda y de lino e incluso algunos animales entre los que estaban dos de los tres leones de Zenobia, ya demasiado viejos como para despertar temor, convertidos en animales tan dóciles que más parecían grandes canes domésticos que salvajes fieras.

El esfuerzo para trasladar a través del desierto de Siria las riquezas de Palmira fue extraordinario. Las estatuas se transportaron en enormes carretas, alguna de ellas construida expresamente para la ocasión, y los cofres con los mejores tesoros se cargaron en los dos carros que usaban Zenobia y Odenato, decorados con láminas de plata, que fueron conducidos por los propios generales de Aureliano.

Mientras aguardaba en la playa de Trípoli a que se cargara en los barcos todo lo requisado, Zenobia se acercó al emperador.

—Mi hijo no se encuentra bien. No debería emprender este viaje. La humedad del mar y el viento frío del invierno pueden provocar un agravamiento de su estado.

—En ese caso, déjalo aquí. Ordenaré al gobernador de Trípoli que lo cuide hasta que recupere la salud, y que luego lo envíe a reunirse contigo en Roma. Dispondré que lo atiendan los mejores médicos de esta provincia.

—No quiero separarme de él.

—Entonces tendrá que venir con nosotros. No puedo retrasarme ni un momento más.

—Permite que nos quedemos los dos. Te prometo que no intentaré escapar y que acudiré a donde me reclames cuando mi hijo esté curado.

—No. Tú vienes conmigo, señora. En cuanto a tu hijo, puedes llevarlo con nosotros o dejarlo aquí, como desees.

—Debemos apresurarnos, augusto —intervino el almirante—. La flota está preparada. Cuanto más tardemos en partir peores serán las condiciones.

—Tú decides —le dijo el emperador a Zenobia.

—Mi hijo vendrá conmigo.

—En ese caso, prepárate para partir.

Mar Egeo, finales de 272;

1025 de la fundación de Roma

Alineadas como una interminable hilera de hormigas, las naves romanas bogaban hacia el oeste bordeando las costas del sur de Anatolia. El cielo estaba gris; un viento frío y húmedo empapaba las velas y obligaba a los remeros a emplearse con fuerza.

Anochecía. Sobre la cubierta de proa del
Estrella de Iliria
, una trirreme en la que viajaban Zenobia y el emperador, la reina de Palmira contemplaba el horizonte marino. A su lado, Vabalato la miraba sin entender qué estaba pasando.

—¿Adonde nos llevan, madre?

—A Roma.

—No quiero ir.

—No te preocupes, estaremos bien. Te gustará. Dicen que es la ciudad más grande del mundo y que está llena de diversiones.

En ese momento, redonda y plena como una bandeja de plata, la Luna comenzó a surgir de las aguas.

—La Luna —dijo el pequeño señalando al astro de la noche.

—¿Sabes que ahí vive gente?

—¿En la Luna? —se extrañó Vabalato.

—Sí. Lo cuenta un escritor llamado Luciano de Samosata. En la biblioteca de Alejandría leí un libro suyo titulado
Historias verdaderas
; en él dice que estuvo en la Luna.

—Cuéntamelo.

—De acuerdo, pero es hora de acostarse.

La reina y su hijo se acomodaron en la pequeña camareta de popa que Aureliano les había designado para que viajaran con cierta intimidad.

—¿Cómo llegó ese escritor a la Luna?

—Cuenta que estaban navegando por el mar más allá de las columnas de Hércules y de pronto se desató una enorme tormenta. Los vientos eran tan fuertes que la nave voló por los aires arrastrada por el huracán y fue ascendiendo durante siete días hasta que al octavo llegaron a una isla redonda y brillante. Los marineros desembarcaron en la isla y en cuanto pusieron pie en tierra fueron capturados por los hipogipos, unos hombres que vuelan sobre el lomo de buitres gigantes de tres cabezas, y llevados ante su rey. Este los reconoció por los vestidos y dedujo que aquellos marineros eran griegos.

—¿Y cómo lo supo?

—Porque él también lo era. Se llamaba Endimión y les dijo que había sido raptado de la Tierra mientras dormía, y que lo habían hecho rey de aquel país, que era la Luna. Les reveló que sus habitantes estaban ahora en guerra con los del Sol, cuyo rey se llamaba Faetonte, y les pidió ayuda a cambio de una enorme fortuna.

—¿Y por qué estaban en guerra? —Vabalato tenía los ojos abiertos y escuchaba a su madre ensimismado.

—Porque Endimión había enviado a los pobres de la Luna a colonizar el Lucero del Alba, que estaba desierto, y aquello no le pareció bien al rey del Sol. A la mañana siguiente sonaron las alarmas en la Luna porque el ejército del Sol se acercaba. Era un gran ejército, formado por soldados muy extraños: pájaros cubiertos de vello en vez de plumas, pulgas del tamaño de un elefante, seres vestidos con amplias túnicas a modo de velas con las que podían volar… Y así fue como se dio la batalla entre los ejércitos del Sol y de la Luna.

—¿Y quién ganó?

—Pues en principio parecía que habían ganado los de la Luna, pero se descuidaron y los del Sol, que se habían retirado, regresaron para ganar la batalla. Los habitantes del Sol construyeron una gran muralla para impedir que su luz iluminara la Luna, de modo que ésta quedó sumida en una noche permanente, en un fenómeno que desde la Tierra llamamos eclipse.

»El rey de la Luna envió una embajada al del Sol para pedirle que derribara esa muralla, pues no querían estar en la oscuridad, y a cambio le prometió que nunca más le haría la guerra y que le pagaría tributos.

—¿Y se firmó la paz?

—Sí. Y además se acordó que la colonización del Lucero del Alba la harían en común los habitantes del Sol y de la Luna, y que ambos dejarían que los habitantes de los demás astros se gobernaran por sus propias leyes. Los marineros griegos fueron liberados y regresaron a la Tierra viajando en su nave entre las estrellas.

Los ojos de Vabalato se habían cerrado.

Zenobia meditó sobre la obra de Luciano de Samosata y no le pareció tan absurda. Estimó que si todos los gobernantes del mundo la leyeran y la entendieran, quizá no habría tantas guerras.

Dejaron atrás la isla de Rodas sin fondear en su famoso puerto, antaño protegido por el Coloso, una estatua tan enorme que los barcos entraban por la bocana pasando bajo sus piernas, y pusieron rumbo norte, directos hacia las costas de Macedonia.

Zenobia le preguntó al capitán del
Estrella de Iliria
por la ubicación de Atenas.

—Queda justo al oeste, señora, a unas ciento cincuenta millas de nuestra actual posición. Con viento favorable, en un par de jornadas estaríamos allí.

—¿Conoces Atenas? —Aureliano había escuchado la pregunta de Zenobia y se interesó por ello.

—No. Deberías saberlo.

—La mayoría de mis predecesores en el imperio de Roma han sentido una especial atracción por esa ciudad. El augusto Adriano la consideraba su favorita, y yo mismo he sido invitado por el Consejo para ser investido como arconte de Atenas.

—Me han hablado mucho de ella.

—Sé que también pretendías ser reina de Grecia. Tal vez ese consejero tuyo, Longino, no te explicó que a los atenienses no les gustan los reyes.

—Grecia es parte de Oriente, y el imperio de Palmira se hubiera extendido hasta allí. Ambos, palmirenos y romanos, debemos mucho a los griegos, ¿no crees? —Zenobia recordó de nuevo a Giorgios, y pensó en su amante muerto.

—Grecia enseñó muchas cosas al mundo, y sus filósofos nos educaron en la sabiduría, pero ahora la dueña y señora de ese mundo es Roma, mi señora —replicó Aureliano.

—Una vez que nos muestres como trofeos de guerra en Roma, ¿qué piensas hacer con nosotros?

—Todavía no lo he decidido. Si fuera un monarca oriental, tal vez te incluiría en mi harén como una más de mis concubinas, pero los romanos somos monógamos y yo ya tengo esposa.

El emperador contemplaba el hermoso rostro de Zenobia; su brillante cabello negro estaba cubierto con un pañuelo de seda. Habían pasado varios años desde que la viera por primera vez en Palmira pero no había perdido un ápice de su extraordinaria belleza. En verdad que ningún hombre en el mundo podía mostrarse indiferente ante la que fuera reina de Oriente.

—Yo también tuve un esposo.

—Un fiel servidor de Roma. Debiste haber aprendido de él y seguir su camino. Si te hubieras mantenido fiel a Roma, ahora seguirías siendo la señora de Palmira y no una cautiva.

—Mi esposo anhelaba una Palmira libre y yo no hice otra cosa que llevar adelante su plan.

—Si no hubiera sido asesinado, tal vez las cosas hubieran sido diferentes.

—Yo no tuve nada que ver con su muerte, si eso es lo que insinúas. Los romanos me acusasteis de ser la instigadora de su muerte y divulgasteis toda una sarta de mentiras y falsedades para perjudicarme y poner así a la gente de Palmira en mi contra —protestó Zenobia.

—Tal vez alguno de mis predecesores así lo creyera, pero yo estoy seguro de que el asesinato de tu esposo no fue promovido por ti; en caso contrario hubiera ordenado que te ejecutaran como responsable de la muerte de un leal servidor de Roma. Pero tampoco creo que fuera obra de ese pariente suyo.

—Meonio —precisó Zenobia.

—… Meonio, sí; se trataba de un tipo demasiado insignificante como para tramar la muerte de Odenato por sí solo.

—¿Y quién crees que fue el asesino?

—Los persas, por supuesto. Eran ellos quienes más ganaban con la desaparición del caudillo que los había vencido en todos los combates y había devuelto a Roma la seguridad en las fronteras del Eufrates. Sapor estaba convencido de que si Odenato encabezaba el mando del ejército romano en Oriente, Persia acabaría cayendo en poder de Roma.

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