Yarai se abrazó al cuerpo inerme de su amado y gimió desconsolada.
—Registrad sus ropas y luego arrojadlo al río —ordenó el comandante a sus hombres.
Uno de los soldados encontró el saco con forma de cinturón que portaba Kitot alrededor de la cintura.
—¡Aquí lleva algo! —anunció el soldado.
El comandante se acercó, cogió el saco y lo abrió. Sus ojos se entornaron como dos bandejas enormes y redondas cuando descubrió el contenido.
El cuerpo de Kitot fue desnudado por completo y se revisaron hasta los más diminutos pliegues de su vestido. Después lo arrojaron al río y el cadáver desapareció entre las turbias aguas de la corriente del Eufrates.
Yarai lloraba desconsolada ante la mirada fría y serena de Zenobia.
El comandante se acercó hasta la reina y la observó con detenimiento.
—Sí, tú debes de ser Zenobia. Jamás he visto una mujer tan bella —supuso al contemplar la hermosura de la reina—. Vamos, tenemos que regresar a Palmira enseguida. El emperador estará ansioso en espera de nuestras noticias.
—¿Qué hacemos con estos dos? —preguntó un legionario señalando a los castrados, a los que habían capturado cuando trataban de esconderse tras unos arbustos.
—Matadlos y arrojadlos al río —ordenó el comandante.
Los cuerpos de los dos eunucos fueron degollados sobre el muelle y sus cadáveres arrojados a la corriente.
—¿Y con la esclava?
—La llevaremos con nosotros de vuelta a Palmira. Tenemos cinco o seis días por delante; nos hará las noches más amenas.
El escurridizo Miami, que había logrado escabullirse entre el gentío arremolinado para contemplar la captura de Zenobia, pudo observar desde lo alto de la colina cómo las dos mujeres y el pequeño Vabalato eran ubicados en una carreta que los soldados requisaron allí mismo para regresar con su preciada presa a Palmira.
Palmira, principios de otoño de 212;
1025 de la fundación de Roma
El emperador había sido avisado por un correo de que el destacamento de caballería enviado en busca de Zenobia había tenido éxito y la traían de regreso a Palmira.
Más de la mitad de los soldados que habían defendido la ciudad había muerto y la mayoría de los supervivientes estaba herida y enferma; muchos de ellos no tardarían en morir a causa de la gangrena de sus heridas. A los mercenarios que habían salvado la vida, Aureliano les ofreció enrolarse en su ejército como tropas auxiliares, lo que muchos de ellos aceptaron.
Las casas de los palmirenos fueron inspeccionadas y las riquezas que atesoraban se llevaron al palacio real, donde el emperador instaló su residencia. El tesoro de la ciudad fue confiscado. Los romanos se quedaron atónitos ante tanta riqueza acumulada: decenas de cofrecillos llenos de monedas de oro, joyas y piedras preciosas y numerosos rollos de seda de una calidad como jamás habían visto. En aquellos días el precio de una libra de seda casi equivalía en Roma al de una libra de oro, pero con tanta abundancia como se requisó, la seda bajó su precio a la mitad.
—Augusto, la rebelde ya está aquí. Ha pedido lavarse y vestirse con uno de sus trajes antes de que la recibas —le anunció el mayordomo de Aureliano.
—Dejadla que se asee y cuando esté lista traedla a mi presencia.
Zenobia pudo bañarse y quitarse el polvo del camino; pidió que le trajeran su vestido de seda rojo y algunas joyas. El emperador accedió, y la señora de Palmira se presentó con todo el esplendor de su belleza.
Aureliano era alto y musculoso, de porte elegante aunque vestía con la austeridad de un soldado y no con la pompa propia de un emperador. No era lujurioso y solía rechazar a las bellísimas mujeres que le ofrecían tras cada una de sus victorias, pero la visión de Zenobia lo excitó, si bien intentó disimular la impresión que le había causado.
—Me alegro de volver a verte, mujer. ¿Me recuerdas? —le preguntó en latín—. La primera vez que te vi, en este mismo lugar, yo era legado imperial en Mesopotamia y tu esposo Odenato gobernaba esta ciudad al servicio de Roma.
—Lo recuerdo, sí. —Zenobia también hablaba en latín, aunque sin la fluidez con la que se expresaba en griego, de manera que tenía que buscar palabras sencillas para mantener un diálogo.
—Nos has causado demasiados problemas. Dime, mujer, ¿por qué te atreviste a desafiar a los emperadores de Roma?
—A ti, que me has vencido, sí te reconozco como augusto y emperador, pero a otros que ocuparon ese puesto antes que tú, como el cobarde Galieno o el engreído Claudio, jamás los consideré como tales. Sé que para un soldado como tú es difícil comprender que haya sido una mujer quien ha puesto en peligro la unidad de tu imperio, pero también sé que no fui la única, que otra mujer llamada Victoria se alzó contra Roma en Occidente. Pensé que ya era hora de compartir con ella el poder y la gloria, una mujer reinando en Oriente y otra en Occidente; si hubiéramos vencido, el mundo hubiera cambiado —respondió la señora de las palmeras con altivez.
—Las mujeres deberíais ocuparos de otros menesteres propios de vuestra condición y dejar la política a los varones.
—Olvidas que en mis venas hay sangre de Cleopatra, la que fuera reina de Egipto.
—Y como ella en la batalla de Actium, huiste de Palmira en el fragor del combate. Las mujeres no sois capaces de soportarlo.
—No lo hice por cobardía, sino para evitar caer en tus manos.
—Lo que no has impedido. —Aureliano rió.
—Tu alegría por mi captura no será motivo de honor para tu fama futura; nadie te aclamará por haber vencido a una mujer.
El rostro de Aureliano mudó de rictus; de la sonrisa pasó a un gesto adusto y serio, incluso de cierto enfado.
—¿Qué puedo hacer contigo? Si te condeno a muerte, dirán de mí que soy un tirano cruel que quitó de en medio a una débil mujer; si te perdono y te dejo libre, tal vez vuelvas a rebelarte contra Roma y provoques otra guerra; si te envío al exilio, algunos dudarán de mi autoridad y propiciarán nuevas insurrecciones al confundir mi magnanimidad con debilidad.
—Soy tu prisionera; puedes hacer conmigo lo que te plazca.
—¿Y si te entrego a los legionarios como botín de guerra? Una mujer como tú les divertiría mucho. ¿Te imaginas? Serías su puta y abusarían de ti una y otra vez hasta cansarse, y luego te venderían en cualquier mercado para que rodaras de burdel en burdel hasta acabar vieja y agotada fregando los suelos del palacio de algún viejo ricachón persa.
—¿Puedo preguntarse una cosa?
—Dime.
—¿Qué has hecho con mis consejeros?
—Te honra que te preocupes por ellos. Tus generales cayeron en combate defendiendo las murallas. Zabdas fue abatido en la puerta de Damasco; era un buen estratega y me hubiera gustado contar con su experiencia en la guerra que algún día emprenderé contra los persas. Si se hubiera rendido y me hubiera jurado obediencia y lealtad, yo le hubiera ofrecido el mando de una legión, pero el muy cretino prefirió luchar hasta el fin por Palmira, o por ti, quién sabe. Y ese condenado griego, Giorgios de Atenas, peleó como un león, según me dijeron, hasta que sucumbió derrotado por uno de mis centuriones. Era un buen soldado. Imagino que ya sabes que sirvió a mis órdenes en el Danubio. Yo le enseñé cuanto sabía y él traicionó a Roma sumándose a tu rebelión. Si lo hubiéramos capturado con vida, lo hubiera despellejado vivo y lo hubiera crucificado en lo más alto de esos cerros pedregosos que dominan Palmira. Nos causó muchas bajas, de modo que le cortaron la cabeza y la arrojaron por encima de las murallas. Su cuerpo ardió en una pira donde quemamos a la mayoría de los muertos. Sus cenizas se confunden ahora con las arenas del desierto y espero que su alma vague entre las sombras del mundo de los muertos y sufra una eterna agonía.
—Giorgios sirvió a tus órdenes. Fue un soldado de honor que cumplió con el compromiso que había firmado con Palmira. No fue un traidor; merecía un mejor final.
—Lo sé, pero se equivocó de bando. Era un buen jinete y muy diestro en el manejo de la espada. En alguna ocasión me guardó la espalda cuando matábamos bárbaros en las fronteras de Dacia y siempre se comportó con valor y arrojo en el combate. Lástima que eligiera una causa perdida. Por cierto, me han dicho que fue tu amante —comentó Aureliano ante el amargo silencio de Zenobia—. Bueno, no me importa si te acostaste con ese griego, allá tú.
—¿Y los demás?
—Tu tesorero…
—Nicómaco.
—… nos ha sido muy útil para contabilizar cuanto hemos confiscado como indemnización por esta guerra pero, cumplida su misión, hace dos días ordené que lo ejecutaran. Ya no nos servía de nada y conocía demasiados detalles.
—No era un soldado; nada tenías que temer de él. En cuanto al historiador, Calimaco…
—… le ofrecí que escribiera una crónica de la conquista de Palmira en la que Roma fuera representada como la gran madre del mundo, victoriosa y justa, pero el muy cretino se envolvió en un manto de orgullo y se negó. Dijo que no se prestaba a falsificar la historia de Palmira ni la vida de su reina. Murió chillando como un cerdo cuando lo asaetearon mis arqueros.
—¿Y Longino?
—De todos tus acólitos, ése fue el peor. El se encargó de rendir la ciudad cuando mis soldados ya habían ocupado todos los bastiones defensivos. Se presentó ante mí ufano como un pavo real, henchido de petulancia y de altivez. Hablaba como si fuera un dios…
—Era un filósofo —matizó Zenobia.
—Era un idiota insolente y descarado. Había perdido una ciudad, estaba preso y derrotado y no se le ocurrió otra cosa que mascullar un discurso repleto de peroratas sin sentido y hablarme de los siete sabios de Grecia y de la excelsitud de la literatura griega y de sus filósofos. Tal vez se había vuelto loco y creía estar impartiendo una lección en una escuela en lugar de estar rindiendo una ciudad a su conquistador. Era un perturbado incapaz de darse cuenta de la realidad en que vivía.
—¿Cómo murió?
—¿Por qué supones que ha muerto?
—Porque hablas de él en pasado.
—Lo crucificamos en las afueras de la puerta sur; allí debe de seguir su cadáver, pudriéndose bajo el sol si es que los buitres y los cuervos han dejado algún resto todavía. Me dijeron que, pese a no ser un soldado, murió con valor, sin emitir un solo grito de dolor ni una queja.
—Lo hizo como un estoico. Longino admiraba a Zenón de Atenas, un filósofo que bajo un pórtico de esa ciudad, una
stoa
, enseñaba a sus discípulos a ser fuertes y plantar cara a cualquier adversidad.
—Ya ves, todos los rebeldes que ampararon tu locura y te siguieron en tu vorágine de despropósitos están muertos. Sólo quedas viva tú… y tu hijo. Me aconsejan que os ejecute a los dos.
—¡No! Vabalato es sólo un niño.
—Tú eres la causante de esta guerra, pero tu hijo es quien aparece en las monedas y en las inscripciones y es él quien usurpa el título de augusto de Oriente. ¿No pretenderás que lo deje vivir para que cuando crezca reivindique sus derechos y su herencia al reino de Palmira y se convierta en un nuevo problema para Roma? ¿Qué crees que pensará cuando vea su nombre impreso en las monedas que tú has ordenado acuñar? Supondrá que fue el soberano de un imperio y querrá recuperar su trono.
—He visto morir a dos de mis tres hijos, y créeme si te digo que no hay mayor dolor para una madre.
—Mis soldados me piden a gritos que te entregue a ellos para que te ejecuten. Cuando se enteraron de que la patrulla que envié en tu persecución te había capturado y te traía de regreso, aullaron como lobos que acabaran de abatir a su más codiciada presa. Todos mis legionarios claman para que te condene a muerte y así vengar a sus muchos compañeros que tu rebelión ha dejado por el camino. Sí, a todos mis hombres les gustaría verte devorada en la arena del anfiteatro. Pero no, no sería digno de ti morir como tus insensatos consejeros. Estoy seguro de que en Roma les gustará verte cargada de cadenas, sometida al poder del Imperio, vencida y humillada. No, no te ejecutaré por ahora… Vendrás conmigo a Roma; serás la parte esencial del espectáculo de mi triunfo. Quiero que todos los ciudadanos observen derrotada a la mujer que desafió el poder de las águilas legionarias y que te contemplen humillada bajo las enseñas de las legiones victoriosas.
—¿Y mi hijo? —Zenobia parecía suplicar por él.
—No te preocupes, vendrá con nosotros. A los romanos también les gustará comprobar si svi rostro se parece al de las monedas del falso emperador que ordenaste acuñar. Todas cuantas podamos requisar serán fundidas para acuñar otras nuevas con mi cara y mi nombre, y ésas serán las que sufraguen la fiesta que organizaré en Roma para festejar este triunfo. ¡Qué ironía!, ¿no crees? El oro de los rebeldes será el que pague el coste de su propia humillación. Jamás debiste retar a Roma, mujer, jamás.
—Sólo has vencido en una guerra; pero habrá más, Aureliano, muchas más.
—Lo sé y las aguardo sin miedo. Hace tiempo que el destino de Roma es luchar y luchar. Pero no olvides, mujer, que Roma se ha hecho grande gracias a la guerra y así debe seguir siendo mientras Mitra nos proteja y el Sol Invicto nos ampare bajo su manto de luz.
En el viaje de regreso a Palmira, Zenobia había sido respetada por los soldados de la patrulla de caballería que la había apresado a orillas del Eufrates, pero Yarai fue violada repetidas veces por la mayoría de los que integraban aquel escuadrón. Noche tras noche fue vejada por los jinetes, que abusaron de ella hasta el amanecer. Cuando se ponían de nuevo en marcha con las primeras luces del día, la devolvían a la carreta donde viajaban Zenobia y su hijo Vabalato. Al avistar Palmira, la esclava apenas podía moverse; tenía los muslos repletos de cardenales y estaba completamente desmadejada. Zenobia hizo ademán de consolarla, pero recordó la delación a orillas del Eufrates y se contuvo. Al fin y al cabo no era sino una esclava que se había atrevido a desafiar a su dueña; tenía merecido cuanto le había sucedido, pensó.
A los tres días de llegar a Palmira, Yarai fue vendida a un mercader sirio que poseía uno de los más afamados burdeles de Damasco. El destino parecía abocarla a pasar el resto de sus días como prostituta en un lupanar.
En los días siguientes los romanos ejecutaron a todos aquellos palmirenos que fueron denunciados por sus convecinos por mostrar una intensa devoción hacia Zenobia, a los ricos mercaderes que atesoraban riquezas en sus casas y que intentaron esconderlas, a todos los miembros del Senado de la ciudad, a todos los magistrados del Consejo, a muchos sacerdotes de los templos y a algunos judíos y cristianos que se habían inclinado hacia Zenobia a causa de su permisividad hacia estas religiones.