—Aguanta, general, aguanta —le dijo.
—Me han alcanzado en la pierna; apenas puedo moverla. No tardarán en tumbarme. Salta al interior y procura huir en la confusión de las calles; yo te cubriré la huida cuanto pueda.
—No, no te dejaré solo.
El gran general todavía abatió a dos más antes de que la pierna herida cediera; Zabdas hincó la rodilla en tierra y quedo expuesto ante sus atacantes.
—¡Salta, maldito cabezota, salta y sálvate! —gritó.
Pero Giorgios no lo escuchaba. Dos lanceros romanos lo acosaban con sus largas picas y apenas podía quitárselos de encima.
El ateniense oyó un chasquido a su espalda, se giró un instante y vio a Zabdas de rodillas; un
pilum
de bronce le había atravesado el cuello por debajo del casco de combate. Manaba abundante sangre: estaba herido de muerte.
—Que tengas una buena muerte, amigo —le deseó siguiendo la expresión de los legionarios romanos antes de entrar en combate, aunque Zabdas ya no podía escucharlo.
El veterano general cayó al fin al suelo y Giorgios se encontró rodeado de enemigos por los dos flancos. Giró sobre sus pies volteando su espada a uno y otro lado, lanzando desesperadas estocadas para alejar a sus oponentes, pero ahora eran fornidos y expertos legionarios forjados en cien batallas y armados con lanzas y escudos. Sintió un fuerte golpe en el hombro derecho y a punto estuvo de soltar la espada. Después nolo como una punta de acero penetraba entre las láminas de su coraza y le rasgaba la piel de la espalda destrozándole los músculos hasta llegar a las costillas. El dolor le hizo bajar la guardia; algo romo y pesado, tal vez una piedra de tamaño considerable, lo golpeó en el muslo y se tambaleó como un borracho. A través de la rejilla de su casco podía ver a sus atacantes, que lo acosaban con las lanzas, evitando el cuerpo a cuerpo. Nuevos golpes sacudieron su espalda y su flanco derecho y un tremendo impacto en el hombro le hizo soltar su espada. Instintivamente se protegió con el escudo, sobre el que impactaron ahora varios golpes de
gladius
, la espada reglamentaria de los legionarios.
Ante él, dos soldados le lanzaban estocadas de manera coordinada, uno tras otro, mientras por detrás se acercó un aquilífero portando una hacha de combate que, aprovechando el ataque de los legionarios de frente, descargó con toda su fuerza sobre su cabeza. El casco con las garras de águila se abrió como un melón maduro y el filo del hacha rasgó el cuero cabelludo del ateniense, quien por primera vez abatió su brazo izquierdo, en el que mantenía el escudo. Comprendió que ya no tendría fuerzas para alzarlo y que su muerte era inminente. Su visión se cubrió de una neblina nacarada y entre ella le pareció contemplar la imagen de Zenobia, rutilante y hermosa como una humana Afrodita.
Una segunda lanzada le alcanzó la espina dorsal y lo paralizó. Los brazos le pesaban como la losa de piedra de un sepulcro. Se giró hacia atrás y contempló al aquilífero que le había partido el casco. Enarbolaba el hacha presto a lanzar un segundo golpe letal. El segundo hachazo impactó en el centro del pecho y le partió la coraza, que saltó rota en dos pedazos. Alzó la vista y vio sonreír al aquilífero, preparado para descargar el golpe final. Pero un centurión armado con un
pilum
detuvo el brazo del soldado y Giorgios aprovechó ese momento para gastar sus últimas fuerzas en dar un nuevo giro intentando huir hacia ninguna parte.
Aturdido, dio dos pasos hacia adelante y recibió varios golpes sobre los hombros y en los omóplatos. Tenía la cabeza y el torso al descubierto. Un golpe seco y terrible le perforó la espalda y le cortó la respiración. Agachó la cabeza y vio la puntadel
pilum
que asomaba justo entre sus pectorales, por debajo del esternón. Entonces sí soltó el escudo y cayó de rodillas. Sus manos se asieron a la punta de la lanza corta y gruesa que lo había travesado. Sintió su boca, su garganta y su pecho ardiendo y húmedos. Intentó aspirar pero notó que lo que llegaba a sus pulmones no era aire sino su propia sangre espesa y caliente, y escupió un borbotón de un líquido negro y pastoso.
Después se hizo el silencio, un silencio espeso y gris, mientras la luz se apagaba en sus ojos y un vacío oscuro y helador lo inundaba todo.
El centurión desenvainó su espada corta y sujetó a Giorgios por el cabello. El ateniense seguía de rodillas, con sus manos agarradas a la punta de la lanza, pero no se movía. El oficial romano le tiró del cabello hacia arriba, obligándole a alzar la cabeza, levantó la espada y le seccionó el cuello de un tajo limpio y certero. Sus hombres lo aclamaron cuando el centurión, tras exhibirla como un trofeo, lanzó la cabeza desde lo alto de las murallas hacia el exterior de la ciudad.
Aureliano no permitió que sus soldados saquearan Palmira. En cuanto cayeron los principales bastiones defensivos y se fueron rindiendo los combatientes, ordenó a todos los oficiales que mantuvieran la disciplina y evitaran la rapiña. Para calmar a los mercenarios ávidos de botín les prometió que recibirían una paga muy generosa.
El emperador entró en Palmira por la puerta de Damasco, escoltado por Probo y Julio Placidiano, los dos generales de su confianza. Longino, que había rendido la ciudad al legado que dirigió el asalto de las dos legiones, estaba encadenado en el cruce de las dos calles principales, donde la avenida de la gran columnata giraba en ángulo recto hacia la puerta de Damasco.
—¿Dónde está? —le preguntó Aureliano, que ya había sido informado de la identidad del prisionero.
—No la encontrarás jamás —contestó Longino.
El emperador hizo una indicación con el dedo y dos soldados ejecutaron a una joven muchacha allí mismo.
—¿Dónde está? —volvió a preguntar con la frialdad del soldado acostumbrado a matar.
Longino apretó los dientes y al contemplar los ojos del emperador supo que asesinaría a todos los jóvenes de Palmira hasta averiguar el paradero de Zenobia. Y entonces habló.
—Se ha escapado. Salió de Palmira antes de que tus hombres la asaltaran. Ahora debe de estar cabalgando por las llanuras inmensas de Asia, donde nunca podréis darle alcance.
Un oficial romano acudió presto.
—¡Augusto, Augusto! Sabemos hacia dónde ha ido esa puta bastarda.
Aureliano se giró hacia el oficial y le propinó tan tremendo puñetazo en la mandíbula que lo tumbó.
—¡Que nadie olvide que Zenobia fue la esposa del
dux
de Oriente y cónsul de Roma! —advirtió ante la sorpresa del oficial abatido, que se incorporó tambaleante con dos dientes rotos y el rostro tumefacto—. Ahora, explícate.
El oficial barbotaba palabras apenas inteligibles y sangraba con la mitad del labio inferior partido en dos.
—La… esposa del
dux
escapó hace dos días, Augusto —balbució uno de los soldados que acompañaban al oficial, temblando de miedo ante su emperador.
—¿Cómo lo habéis averiguado?
—Lo ha confesado uno de sus eunucos.
El castrado había sido torturado por el oficial al que Aureliano acababa de golpear.
—¿Hacia dónde se ha dirigido?
—Hacia Mesopotamia. La acompañan dos eunucos; uno de ellos se lo contó a ese desgraciado poco antes de huir.
—General —el emperador llamó a uno de sus oficiales de mayor rango—, que un escuadrón con los caballos más veloces y los jinetes más ligeros parta de inmediato hacia el Eufrates. Si cabalgan sin descanso es probable que la alcancen antes de que embarquen río abajo y la perdamos para siempre. Hay que capturarla antes de que lleguen a Persia o se nos escapará definitivamente.
—¿Cómo la reconoceremos? —demandó el general.
—Idiota, es la mujer más hermosa del mundo. En cuanto la veáis sabréis que os encontráis ante ella.
Cincuenta jinetes romanos salieron en persecución de Zenobia. Con torturas y amenazas supieron que la reina iba a embarcar en el puerto fluvial de Dura Europos.
Desde el palacio que fuera de Zenobia, Aureliano contempló el caserío de Palmira. Un oficial le había informado de que los dos generales que dirigían el ejército rebelde habían caído combatiendo sobre los muros. El emperador sabía que uno de ellos era su antiguo lugarteniente, el griego Giorgios, al que recordaba combatiendo a su lado en la época en que ambos defendían las fronteras del Imperio en el Danubio. No lamentó su muerte; los rebeldes contra Roma no merecían otro final.
Entretanto, Zenobia y la pequeña comitiva que la acompañaba trataban de alcanzar las aguas del Eufrates a toda prisa, mientras el destacamento enviado por Aureliano cabalgaba tras ella en una desesperada persecución. Si aquella mujer lograba escapar, la victoria de Roma sobre Palmira sería incompleta, y eso no lo podía permitir el emperador.
Dura Europos, a orillas del Eufrates, últimos días del verano de 272;
1025 de la fundación de Roma
Los fugitivos no sabían que Palmira había capitulado. Confiaban en que los defensores de la ciudad mantuvieran la resistencia el tiempo suficiente como para alcanzar las orillas del Eufrates y poder navegar aguas abajo hasta Ctesifonte, donde esperaban disfrutar de la protección de su soberano. En tan sólo seis días habían atravesado a caballo ciento cincuenta millas de desierto, deteniéndose únicamente para dormir algunos ratos.
El pequeño Vabalato tosía con insistencia, Yarai tenía el interior de los muslos llagados y las heridas le escocían; los dos eunucos estaban derrengados. Sólo Zenobia, Miami y Kitot parecían enteros.
La corriente del Eufrates discurría plácida y constante; las aguas del gran río bajaban menguadas en esa temporada, lo que hacía menos peligrosa su navegación que a comienzos de primavera, cuando el caudal se duplicaba con las lluvias y el deshielo de las nieves de las montañas del norte donde nacía.
Los camellos estaban destrozados porque apenas les habían dejado descansar. El jefe de los beduinos que habían escoltado al grupo de Zenobia desde Palmira hasta el río, un tipo delgado y fibroso como un junco, de rostro cetrino y ademanes adustos, exigió a Miami el pago de una cantidad extra alegando que aquellos camellos ya no podrían ser utilizados y que habría que sacrificarlos.
Miami se indignó, como solía hacerlo con cierta impostura cada vez que negociaba un trato comercial y, al fin, a instancias de la reina pero a regañadientes, accedió a que los beduinos cobraran mil sestercios más en oro. Si no los hubiera acompañado Kitot es probable que los beduinos los hubieran despojado de todo o incluso los hubieran vendido como esclavos o asesinado. Pero los casi cuatro codos de altura y la complexión titánica del gladiador armenio imponían demasiado.
La ciudadela de Dura Europos, a orillas del río, apareció ante ellos tras culminar una colina. Destruida años atrás por los persas, se habían restaurado algunas casas y varios de los otrora sólidos edificios habían sido ocupados por grupos de beduinos que utilizaban las estancias más amplias para guardar sus recuas de camellos, ovejas y cabras.
Los beduinos que los habían acompañado desde Palmira cobraron su dinero y se marcharon hacia su desierto mientras Miami no dejaba de insultarlos y de tratarlos de estafadores y tramposos. Los camellos sí parecían algo maltrechos, pero aquellos tipos no estaban dispuestos a sacrificarlos.
El grupo de Zenobia se dirigió al embarcadero bordeando los muros de la ciudad. Kitot se sorprendió al verlo vacío. La barca que debía conducirlos hasta territorio persa debería estar allí, como se había convenido, pero sólo había una almadía que transportaba hombres, ganado y mercancías de una orilla a otra.
—¿Por qué no hay aquí ninguna maldita barca? —preguntó Kitot.
—No lo sé —respondió Miami—. El barquero debería aguardarnos para no perder un instante. No sé qué ha podido ocurrir; intentaré averiguarlo. Entretanto, busca acomodo en la ciudadela. Yo iré en cuanto pueda. Pregunta por la antigua sinagoga de los judíos, la de las pinturas, y esperadme allí.
—¿Una sinagoga?
—Ahora es una fonda.
Kitot torció el ceño, pero no tenía alternativa, de modo que cargó con una gran bolsa, dejó dos más pequeñas a los eunucos y se dirigieron hacia la sinagoga.
Entraron en la arrumbada ciudad por la puerta de Palmira y contemplaron a un anciano que dormitaba recostado sobre un plinto de piedra; ante él había desplegadas varias cestas llenas de fragmentos de papiros con relatos de poemas homéricos, ejercicios de escolares, edictos oficiales, solicitudes a las autoridades, censos de ciudadanos de Dura, listas de contribuyentes, certificados diversos, informes de los oficiales de las cohortes romanas destinadas en aquella guarnición e incluso ápocas de pago a trabajadores de los diques y los muros de la ciudad; la mayoría estaba escrita en griego, pero había algunos en latín e incluso en copto.
Zenobia supuso que el anciano se ganaba algunas monedas vendiendo, tal vez para ser utilizados como yesca, aquellos papiros que alguna vez debieron de formar parte de los archivos oficiales de Dura Europos.
—¿Dónde se encuentra la sinagoga? —le preguntó Kitot.
—Aquí hay dos sinagogas. ¿A cuál de ellas vais? —respondió el anciano.
—A la de las pinturas.
—Seguid por esta calle a la izquierda hasta que veáis una iglesia cristiana, la identificaréis de inmediato porque tiene una cruz de madera sobre el portal; frente a ella hay una sinagoga, pero ésa no es. Continuad unos cincuenta pasos y girad luego a la derecha y allí la encontraréis —precisó—. ¿Os interesan algunos de estos papiros? Un puñado por un sestercio.
Kitot lo rechazó con una señal de su cabeza pero le entregó una moneda de plata y el grupo siguió las indicaciones del anciano. La iglesia y la otra sinagoga estaban a mitad de la calle y tenían sus puertas una enfrente de la otra. Continuaron adelante y al fin encontraron la segunda sinagoga, la de las pinturas.
A la puerta había un muchacho alto y espigado vestido con una túnica ocre y tocado con un gorrito de lana.
—¿Admitís viajeros? —le preguntó Kitot en arameo.
—Dos denarios por día y persona, y por adelantado —respondió el joven.
—Sólo estaremos un rato. El suficiente como para descansar un poco y seguir nuestro camino.
—En ese caso un denario, y podréis comer aquí.
Kitot aceptó. Atravesaron un pequeño patio donde se alzababan un par de palmeras y una higuera y entraron en una amplia estancia que en otro tiempo había sido la sala de oración de la sinagoga. Las paredes estaban completamente llenas de pinturas al fresco.