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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (73 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—¿Son godos? —preguntó Zenobia.

—No —intervino Giorgios—. Los eslavos son bárbaros todavía más salvajes. Viven ocultos en las llanuras de Eslabonia, una enorme y desconocida región cubierta de bosques y selvas tan intrincados que ni siquiera pueden entrar los caballos; un inundo de brumas en verano y nieves en invierno que sólo es posible atravesar caminando sobre sus ríos helados en invierno o surcando sus aguas en verano.

—¿Qué aspecto tienen? — preguntó Longino.

—He visto a varios de ellos. Son unos tipos altos como camellos, de ojos azules como el cielo y de cabellos amarillos como rayos del sol. Se visten con pieles apenas curtidas y sujetan sus largas cabelleras con cintas de badana. Su aspecto es agreste y su expresión feroz, pues se decoran el rostro pintándose trazos negros y blancos con los que se asimilan a verdaderos demonios. Todos ellos portan hachas romanas y escudos redondos de dos palmos de diámetro.

—¿No llevan corazas? —demandó Zabdas.

—No. Tan sólo sus jefes se protegen el pecho con un peto de cuero grueso y la cabeza con un casco de madera forrada de piel.

—Serán un blanco fácil para nuestros arqueros —supuso Zabdas.

—Esta misma mañana he ofrecido un sacrificio a los dioses de Palmira. Les he pedido que libren nuestra ciudad del acoso de los romanos, pero creo que no me han escuchado. Es probable que nuestros dioses nos hayan olvidado —dijo Zenobia, que parecía abatida y sin esperanzas.

—Tal vez debamos abandonar a nuestros dioses y adorar al dios de los cristianos —apostilló Miami—. Si Bel no acude en nuestra defensa, quizá sería bueno volver los ojos hacia otro dios —insistió.

—¿Eres cristiano? —le preguntó Giorgios.

—No, pero un hombre como yo no puede adorar a un solo dios.

—Entonces, ¿por qué insistes en que le pidamos ayuda?

—Porque es el único que en estos tiempos despierta alguna esperanza en los hombres.

—Dejad ya esta cuestión —intervino Zabdas—. Ningún dios nos ayudará si antes no nos ayudamos nosotros. Los romanos han cerrado el asedio y mantienen a sus catapultas disparando permanentemente sobre las murallas. Hemos logrado repeler sus intentos de aproximación, pero no hemos conseguido abatirlas. Nuestros ingenieros opinan que las murallas de la zona de la puerta norte serán derribadas en dos o tres semanas si siguen disparando sus proyectiles con la cadencia de los últimos días.

—¿Cuándo crees que se producirá el asalto final? —Zenobia estaba inquieta.

—En cuanto abran un boquete en la muralla norte —respondió Zabdas.

—¿Podremos resistir? —inquirió Zenobia.

—No, mi reina. Desde que comenzó el asedio, además de los que han desertado, entre los disparos de las catapultas romanas y las enfermedades han muerto casi dos mil de nuestros soldados, y mil más están heridos o muy enfermos. Si ahora se produjera un ataque masivo de las legiones, tan sólo con escalas de madera podrían alcanzar varios puntos de la muralla, y entonces estaríamos perdidos. Hemos gastado casi todo nuestro suministro de betún y de nafta y apenas nos queda madera para alimentar las fraguas y seguir fabricando armas —lamentó Zabdas.

—Tienes que abandonar Palmira, señora —propuso Giorgios.

—¿Huir, escapar de mi ciudad?

—Sí. Aureliano perdonará a los palmirenos si nos entregamos y ofrecemos nuestros tesoros a los romanos —adujo el ateniense.

—¿Qué pretendes?

—Salvar tu vida y la de tu hijo. Miami podría sacarte de la ciudad y ponerte a salvo.

—Jamás abandonaré Palmira. —Zenobia miró a sus consejeros y comprendió que todos estaban de acuerdo con aquel plan—. Os habéis conjurado para sacarme de aquí. Sois unos traidores.

—Deseamos lo mejor para Palmira, para ti y para tu hijo, pero no podemos seguir resistiendo a las legiones de Aureliano por más tiempo. Confiábamos en que los persas nos ayudaran con todo su ejército, en que los armenios fueran constantes en sus algaradas contra los romanos, en que los beduinos no aceptaran el soborno de Aureliano y mantuvieran sus razias e incluso llegamos a pensar que el sol del verano acabaría con la resistencia de los sitiadores y que abandonarían el asedio, pero nada de eso ha ocurrido. Los romanos siguen ahí, más fuertes si cabe que cuando comenzó el sitio, y nosotros somos mucho más débiles.

—Debes escapar, mi reina. Si sigues viva, si los romanos no consiguen apresarte, todavía habrá alguna esperanza para Palmira. Pero si te atrapan, si tú y Vabalato sois capturados, Aureliano será el único amo del mundo civilizado, y la esperanza de Palmira habrá quedado en un sueño —insistió Giorgios.

—Huye, señora, huye de aquí y sálvate. Roma perdonará a Palmira y a los palmirenos, pero jamás te perdonará a ti —terció Longino.

Una ligera brisa procedente del noroeste mitigaba el tórrido calor de finales del estío. Faltaban dos días para el equinoccio de otoño y los romanos seguían firmes en el asedio de Palmira.

Zenobia había llamado a Giorgios a palacio; quería estar con su amante a solas, quizá por última vez.

En la terraza, la reina de Egipto observaba las finas columnas de humo que se elevaban hacia el cielo desde los campamentos romanos. En lo alto de los bastiones de las murallas ondeaban al capricho de la brisa las banderolas de Palmira, desafiantes y altivas ante los estandartes de las legiones.

—Aquí estoy, mi señora. —La voz de Giorgios sonó cadenciosa pero firme a su espalda.

—Tienes razón, debo dejar Palmira. Es probable que sea la única manera de que el emperador de Roma perdone a los palmirenos. Imagino que tú y ese testarudo de Zabdas ya habréis ideado un plan de fuga.

—Miami te sacará de aquí. No será fácil, pero creo que lo lograremos. Tendremos que sobornar a un par de centuriones y a varios legionarios para que te permitan escapar. Lo haremos de noche, a través de una vieja cloaca que se construyó cuando se levantó el gran templo de Bel. Estaba cegada, pero la hemos abierto y es transitable. Discurre bajo la ciudad y continúa fuera de la muralla, hacia el este. La boca final se encuentra a una media milla al exterior del muro. El camino estará despejado y esa noche no habrá patrullas romanas en la zona. Te estarán esperando unos beduinos con camellos, agua y provisiones.

—¿Y adonde habéis previsto que vaya?

—A Ctesifonte. Kartir, el nuevo juez supremo del Imperio sasánida, aceptará que te refugies allí. En el embarcadero de Dura Europos te esperará una barca con la cual descenderás el Eufrates. Según nos han dicho agentes de Miami, el camino hasta Dura apenas está vigilado, pues Aureliano ha concentrado aquí a casi todas sus tropas disponibles en la región.

—Supongo que habéis pensado hasta en quién nos acompañará a Vabalato y a mí.

—Dos eunucos, los que tú decidas, y Yarai y Kitot.

—Han sido amantes…

—Kitot es nuestro guerrero más formidable. Te defenderá con su vida. Y si con él va su amada Yarai no dejará que nadie te haga el menor daño.

—Llamaremos demasiado la atención: un gigante, dos eunucos, un muchachito y dos mujeres.

—Tal vez, pero es la única manera de salir de aquí.

—¿Y vosotros?

—Tenemos dos opciones: o morir defendiendo la ciudad hasta el fin o rendirnos a Aureliano. Resistiremos hasta que sepamos que estás a salvo en Persia y luego ya veremos.

—Os ejecutarán.

—Sí; sabemos que vamos a morir, pero si entregamos la ciudad, la mayoría de la gente se salvará. Aureliano es duro y cruel, pero sabe que no puede liquidar a toda la población porque cuando acabe esta guerra necesitará de los palmirenos. Ya lo ha hecho en Tiana, en Antioquía y en Emesa; si juras fidelidad a Roma, tienes garantizada la vida.

—Entonces, jurad tú y Zabdas, y Longino y los demás; así os salvaréis.

—No; nosotros ya hemos sido condenados. No necesito acudir al oráculo del templo de Apolo para descubrir que Aureliano nos ha sentenciado a muerte. La Pitia, sentada en su sagrado trípode de sacerdotisa, no necesitaría entrar en éxtasis con los vapores sulfurosos de las cuevas de Delfos para vislumbrar mi destino.

—No quiero que mueras.

—Lo siento, mi reina, pero ni siquiera tú puedes evitar que eso suceda. Las tres Parcas, engendradas en la Noche por Erebo, el gigante Infierno, rigen la vida de los hombres. Cloto es quien hila el hilo de la vida en su huso; su hermana Láquesis es la que lo mide y dispone la longitud de la vida; y la tercera. Atropos, la menor pero la más terrible, decide cuándo corlar ese hilo. A veces, los hombres nos sentimos dueños de nuestro destino, pero somos marionetas en ese teatro cuyos resortes se manejan sin contar con nuestra voluntad.

—No quiero que mueras —reiteró Zenobia.

—Cuando vine a Palmira para enrolarme como mercenario, lo hice para huir de los fantasmas que me acosaban en mis pesadillas. He matado a decenas de hombres buscando una venganza inútil, he peleado a cambio de una soldada por una ciudad que no era la mía y he acabado enamorado de una mujer a la que jamás podré poseer. Mi destino lo escribieron en las estrellas las hilanderas sagradas. Durante toda mi vida he vagado entre sombras sin saber adonde ir. Mi corazón estaba vacío hasta que te contemplé por primera vez. Ahora sé que mi vida no ha sido tan vana, pues he tenido la dicha de amarte y de compartir tu lecho. Cuando lo decida Átropos, moriré, porque no puedo escapar a mi destino, pero ni siquiera la parca que cercena la vida podrá evitar que fenezca reconfortado por el recuerdo de las noches que he pasado abrazado a tu cuerpo. Sólo anhelo morir sabiendo que tú estás a salvo.

—Ven conmigo. En tan extraña comitiva uno más no importará demasiado; Zabdas quiere que así sea; él mismo me lo ha pedido.

—Ese general te ama demasiado y sería capaz de hacer cualquier cosa que te complaciera. Nada deseo más que huir contigo; tal vez en Ctesifonte o en algún perdido rincón de las inmensidades de Asia pudiéramos ser felices y amarnos hasta envejecer, pero si me marcho de este modo y abandono Palmira, el remordimiento me acompañaría toda mi vida y aún más allá de mi propia muerte. Déjame que muera aquí, déjame enamorado de mi sueño, déjame que no despierte porque, si lo hago, lo habré perdido para siempre.

—Palmira, Palmira… —susurró la reina contemplando su ciudad.

—El sueño de Zenobia…

Giorgios la abrazó con dulzura. Los labios de Zenobia se abrieron y sus bocas se fundieron en un lento y larguísimo beso.

Hicieron el amor despacio, saboreando cada caricia, cada instante, porque ambos sabían que aquélla iba a ser la última vez. La luz del atardecer se fue disipando y la noche cayó como un manto de sombras esmaltado de rutilantes estrellas plateadas.

A Giorgios le pareció que el mundo se había detenido por un instante, o al menos eso quiso que sucediera.

Miami avisó de que Aureliano estaba arengando a sus tropas para preparar el asalto definitivo a Palmira.

Longino propuso que se enviara un emisario para ofrecer la paz a los romanos y con ello ganar algo de tiempo; así se liizo, pero Aureliano rechazó el pacto y dispuso a sus legionarios para el ataque.

—Tienes que huir esta misma noche. Dentro de dos días tres legiones se lanzarán sobre los muros de Palmira y no podremos detenerlos. —Zabdas hablaba con claras muestras de preocupación en el último consejo real que se iba a celebrar en el palacio de Palmira.

—Todo está preparado. —Giorgios miró a Miami en demanda de información.

—Sí, sí, esta misma noche. Al final de la cloaca nos aguardarán unos beduinos con una recua de camellos. Iremos con ellos hasta Dura Europos y allí embarcaremos hacia Persia tal cual estaba planeado —explicó.

—¿Tú también vas a ir? Eso no estaba previsto —dijo Giorgios.

—Sí, para garantizar el acuerdo y comprobar que esos nómadas cumplen con su palabra; pero no te preocupes, volveré a Palmira en cuanto deje a la reina en el embarcadero del Eufrates.

—¿Son de fiar esos beduinos? —inquirió Longino.

—Siempre que cobren lo que han solicitado. Han pedido el equivalente a un millón de sestercios romanos. —Miami sollo aquella cantidad de sopetón; por supuesto, él se llevaría un buen porcentaje de aquel dinero.

—De acuerdo; el dinero no nos sirve de nada ahora —acepto Zabdas mirando a Nicómaco.

El consejero encargado del tesoro de Palmira asintió con la cabeza.

—¿Y los vigilantes romanos? —preguntó Zabdas.

—Ya han recibido lo suyo; treinta piezas de oro cada uno de los dos centuriones y diez los soldados de la guardia de ese sector. Tendremos el paso franco en el cambio de la primera a la segunda guardia de noche —aclaró Miami.

—Kitot llevará consigo cuantas piedras preciosas y monedas de oro pueda cargar; será suficiente para asegurar que no tendréis problemas para instalaros en Ctesifonte —añadió Zabdas.

No había tiempo que perder.

Zenobia eligió a dos de los castrados y preparó al pequeño Vabalato. Kitot se presentó vestido como un mercader y armado tan sólo con una espada que ocultaba bajo la túnica.

A la puesta del sol, la comitiva se dirigió al templo de Bel; junto al muro exterior del lado oeste se había abierto un enorme boquete para acceder a la vieja cloaca, completamente desescombrada para permitir el paso de una persona.

Zabdas, Longino y Giorgios acompañaban a Zenobia, Vabalato, Yarai, Kitot, Miami y los dos eunucos. La reina había elegido a los dos más fuertes y resistentes.

Cuando llegaron a la entrada de la cloaca ya era noche cerrada sobre Palmira.

—Tendremos que recorrer la cloaca en silencio; desde aquí hasta la boca exterior hay más de media milla. Tiene la altura del augusto Vabalato, de modo que los demás deberemos caminar agachados; tú sobre todo, Kitot —les explicó Miami—. Yo iré delante, después los dos eunucos, la reina, Vabalato, Yarai y Kitot. Llevaremos lucernas encendidas durante buena parte de la travesía, pero tendremos que apagarlas antes de salir a la superficie, así que los últimos cincuenta pasos los haremos totalmente a oscuras.

»En cuanto salgamos al exterior caminaremos otra media milla siguiendo a un beduino que nos aguarda al otro lado, hasta una zona segura donde están los camellos. Viajaremos toda la noche para alejarnos lo más deprisa que podamos. Tenemos que recorrer las ciento cincuenta millas que nos separan del Eufrates en menos de seis días.

—Podemos hacerlo —dijo la reina.

—Tú sí, señora, sabemos bien de tu fortaleza, pero tu hijo, tu esclava y esos dos… —Miami señaló a los castrados.

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