Con el sol en lo más alto del cielo, azul y limpio, la caballería romana había sido derrotada, pero había logrado ganar tiempo para proteger y facilitar el avance de los legionarios.
Fue Kitot el primero que vio acercarse a las formaciones en tortuga. Los caballeros acorazados palmirenos estaban demasiado ocupados liquidando a sus oponentes como para prestar atención, de manera que siguieron abatiendo enemigos. Los disparos de los arqueros palmirenos apenas habían hecho mella en las tortugas de los legionarios, que aparecieron en el campo de batalla perfectamente formadas. Los infantes palmirenos dudaron ante las formaciones en testudo y no supieron mantener la calma. Los veteranos legionarios aplastaron a los mercenarios de Palmira y arrasaron su formación en línea.
Kitot, al frente de un escuadrón de soldados sobre camellos, tomó su maza de combate y se lanzó a la carga contra una de las tortugas, como hiciera en la batalla de Tebas durante la conquista de Egipto. Estaba convencido de que con la contundencia de sus golpes abriría una brecha entre el muro de escudos de los legionarios, pero antes de que lo alcanzara cayó sobre él una lluvia de flechas, una de las cuales le impactó en el muslo izquierdo, justo en el lugar donde se articulaban dos láminas de hierro de su equipo defensivo. El gigante armenio sintió el dolor punzante y frío del virote atravesándole la carne de la pierna, pero arrancó de un tirón el asta de la saeta y siguió adelante decidido a abrir el caparazón de escudos de la primera tortuga con la que se encontrara.
Al verlo acercarse, enorme y poderoso sobre el más imponente de los camellos, los legionarios de la primera cohorte de la IV Legión temblaron, pero se repusieron y, alentados por su centurión
primerpilus
, apoyaron la contera de sus lanzas en el suelo y aguantaron firmes la embestida del camello de Kitot, cuya pierna sangraba tanto que había empapado todo el lomo de su montura.
El camello quedó ensartado en las puntas de las lanzas; la formación de la tortuga aguantó la brutal acometida de Kitot y se mantuvo cerrada.
El armenio cayó al suelo y sintió un terrible dolor en el muslo, donde permanecía clavada la punta de hierro de la flecha. Se incorporó, apretó los dientes, volteó al aire su maza de combate y lanzó varios golpes sobre los escudos con una contundencia descomunal.
Tres legionarios cayeron al suelo abatidos por la maza del gladiador, que abrió una pequeña brecha en el muro de escudos. Pero de pronto Kitot se sintió débil y sus ojos se velaron como si una niebla densa y fría se hubiera extendido por el campo de batalla. Miró hacia su pierna y vio el enorme borbotón de sangre brotando del muslo y el reguero que manaba entre las protecciones de hierros de sus piernas y caía hasta el suelo. Intentó olvidar el dolor y siguió golpeando como un poseso, pero a cada golpe era mayor su mareo y confusión. El fragor de la batalla se fue apagando hasta que sus oídos quedaron sordos y sus ojos sólo veían manchas borrosas que discurrían muy despacio, como si el tiempo estuviera a punto de detenerse. Bajó los brazos, se tambaleó como un borracho y sintió vértigo, una sensación fría pero placentera a la vez que lo arrastraba a un sueño sin miedos.
Giorgios percibió que el armenio estaba perdido. Arreó a su caballo y lo dirigió hacia Kitot, que parecía abandonado por sus fuerzas y a punto de caer al suelo. Saltó de su montura y llegó a tiempo para sujetarlo con su brazo antes de que su enorme corpachón se desplomara.
—¡Resiste, compañero! —le gritó.
Pero Kitot había perdido demasiada sangre y con ella buena parte de su energía. Con mucho esfuerzo, Giorgios logró colocarlo sobre su caballo y entregó las riendas a uno de sus ayudantes, al que ordenó que se retirara y lo pusiera a salvo. Y acudió de nuevo al combate.
Aureliano había estado a punto de dar la batalla por perdida; incluso dos de los legados le recomendaron que diera la orden para que los trompeteros tocaran retirada. Sin embargo hizo todo lo contrario; proclamó que el dios Sol estaba con Roma, alzó su espada al cielo y ordenó que las seis cohortes de los pretorianos y las dos legiones de reserva se desplegaran por los flancos de las tres legiones que combatían en la vanguardia.
Los legionarios, que dudaban sobre qué hacer ante el descalabro de la caballería, escucharon las trompetas llamando a la carga de la reserva, renovaron sus energías y avanzaron gritando loas al dios Mitra y cantando himnos al Sol.
Ante el sonido de las tubas, que conocía bien, Giorgios alzó la vista y contempló la aparición en el campo de batalla de las tropas romanas de refuerzo. Aureliano había desplegado a todos sus efectivos. Eran demasiados y los palmirenos, agotados ante el empuje de los miles de legionarios, cedieron ante el renovado envite de las legiones. La infantería romana apretó a la palmirena, que se descompuso enseguida; muchos de los soldados palmirenos, ante la superioridad de los romanos, optaron por arrojar sus armas y huyeron de la masacre. Los arqueros no pudieron disparar sus arcos con su eficacia habitual porque sus compañeros estaban peleando mezclados con los romanos. Con la intervención de la infantería y las legiones de la reserva, la batalla había dado un giro inesperado y Zabdas, que se mantenía firme en las alas al frente de la caballería ligera, se apercibió de que el sino había cambiado y de que no podrían vencer.
El general ordenó la retirada y los palmirenos que todavía seguían combatiendo se replegaron de manera ordenada, protegidos por los catafractas que se mantenían en pie y, ahora sí, por los arqueros. Sin perder la calma retrocedieron hacia el sur, dejando Emesa a sus espaldas y buscando la defensa de las colinas. Los romanos los persiguieron un buen trecho, pero sus jinetes estaban agotados y los legionarios optaron por no perder la formación y mantener sus posiciones.
El estandarte con el Sol Invicto de Aureliano se alzó en el campo de batalla de Emesa y los legionarios gritaron una vez más «
Miles
,
miles
,
mille occidit et vincit».
En el camino de Emesa a Palmira, fines de primavera de 272;
1025 de la fundación de Roma
Los restos del ejército de Palmira se reagruparon a unas veinte millas al este de Emesa, en donde acaban las tierras de cultivo del valle del Orontes y comienza el desierto sirio.
La victoria de Roma en los llanos de Emesa había sido contundente. Las bajas palmirenas, cuantiosas. La caballería pesada había respondido bien, había liquidado a unos cuatro mil jinetes romanos y se habían salvado más de la mitad de los catafractas y de los jinetes ligeros, pero la infantería había sucumbido de manera estrepitosa ante la contraofensiva de las legiones imperiales. De los más de ocho mil combatientes, cinco mil al menos habían caído en el envite o habían desertado, huyendo despavoridos en pleno combate.
Los espías dejados atrás por los palmirenos se acercaron a la posición de Zenobia, que se replegaba hacia Palmira, e informaron de lo sucedido.
—Aureliano ha sido recibido en Emesa con efusivas muestras de alegría. Los magistrados le han abierto las puertas y le han jurado fidelidad y sumisión eternas y el pueblo ha respondido acudiendo a saludarlo con guirnaldas de flores y vasijas de vino —comentó el ojeador.
—¿Y el tesoro? —preguntó Zenobia compungida.
—Ha caído en sus manos. Entró en el templo del Sol y requirió para sí como derecho de conquista todo cuanto de valor había allí. Ha confiscado los lujosos vestidos sacerdotales recamados de perlas y piedras preciosas, los toros persas de oro que ofreciste al dios Sol en recuerdo de las victorias sobre los sasánidas, las tiaras y coronas de los sumos sacerdotes del santuario, las sedas púrpuras, varios cofres repletos de joyas y de monedas de oro y de plata… Incluso se ha apoderado de la piedra negra caída del cielo que se veneraba en honor del Sol. Algunos generales romanos, ante la magnitud del tesoro, han comentado que jamás habían visto nada igual, ni siquiera en la propia Roma.
—¿Y Antioquía?
—Una vez controlada Emesa, Aureliano ha regresado a Antioquía. Sus ciudadanos le han suplicado que fuera benigno. Los magistrados han sido perdonados por dudar de la victoria de Aureliano. Han salido a recibirlo con regalos valiosísimos y le han ofrecido sacrificios como si se tratara de un dios. El emperador los ha aceptado y ha perdonado a los antioquenos sin recriminarles siquiera sus vacilaciones.
—Nunca imaginé que ese hombre pudiera comportarse así. Además de un buen estratega está demostrando que tiene madera para la política —comentó Giorgios.
—Desde Antioquía, el emperador ha ordenado que seis cohortes se dirijan a los puertos para embarcar rumbo a Egipto, adonde ya había enviado a otras tres desde Pamfilia. Y ha resuelto el problema de Pablo de Samosata —continuó el espía.
—¿Qué ha hecho con ese orate?
—Pablo de Samosata y Domno, un individuo al que los cristianos trinitarios han elegido como nuevo patriarca, han sido llamados por el emperador tras recibir la sumisión de los antioquenos. Domno le ha pedido a Aureliano que actúe como juez en la disputa entre los cristianos por el patriarcado. Aureliano así lo ha hecho y lo ha confirmado como patriarca. Luego ha conminado a Pablo para que cese en sus pretensiones de seguir al frente del patriarcado de Antioquía y le ha advertido que si causa el mínimo problema y altera el orden colgará su cabeza de los muros de la ciudad.
—Aureliano sabía que Pablo de Samosata era fiel a Palmira —comentó Zabdas—, por eso lo ha depuesto, lo ha expulsado de la ciudad y ha colocado al frente de la comunidad cristiana a uno de sus leales.
—¿Algo más? —demandó Zenobia.
—Sí, pero tal vez no te guste oírlo, mi reina —musitó el agente.
—¿Qué cosa puede ser peor? Habla cuanto sepas.
—El emperador ha reunido a un simulacro de tribunal en el ágora de Antioquía para juzgarte.
—¿A mí?
—A ti y a cuantos han apoyado lo que califican como rebelión.
—¿Han dictado sentencia?
—Te han condenado y también a todos cuantos te siguen: a tus consejeros, especialmente a Cayo Longino, a tus generales, a tus ayudantes…
—Esa condena no tiene ningún efecto si no nos atrapan, y no van a hacerlo. Nos defenderemos tras los muros de Palmira, allí los derrotaremos y reconstruiremos el Imperio de Oriente.
Sin perder tiempo, Zenobia se retiró hacia Palmira, adonde llegó la última semana de la primavera, bajo un sol de plomo. Descontados los desertores y los caídos en las dos batallas, regresaron algo menos de la mitad de los soldados que habían acudido a la guerra contra Aureliano, aunque muchos de los supervivientes estaban heridos o mutilados.
Palmira, comienzos de verano de 212;
1025 de la fundación de Roma
En la ciudad de las palmeras todo eran prisas. Algunos consejeros de Zenobia habían propuesto envenenar todos los pozos de agua potable entre Emesa y Palmira para evitar que los romanos pudieran abastecer de agua a su enorme ejército, pero la reina lo prohibió.
De modo que toda la esperanza de resistencia se centró en la muralla que comenzara a construir Odenato para defenderse de un posible ataque de los persas. El recinto ya estaba acabado, pero en algunos tramos los muros no eran todo lo poderosos que se requería para resistir el asalto de las legiones de Aureliano.
Zabdas inspeccionó con minuciosidad el recinto murado acompañado por dos ingenieros griegos, que encontraron numerosas deficiencias, especialmente en todo el flanco sur.
—Demasiado grande para ser defendido con los hombres que ahora disponemos —calculó Zabdas—. Hay que reducir el perímetro murado a la mitad. Construiremos una nueva muralla que parta en dos la ciudad, y nos concentraremos en la mitad norte. El nuevo muro irá desde el santuario de Bel hasta la puerta de Damasco, junto al ágora, paralelo al viejo cauce abandonado del arroyo Qubur.
—¿De cuánto tiempo disponemos para construirlo? —preguntó uno de los ingenieros.
—De un mes.
—¿Cómo?
—Treinta días; ni uno más.
—¡Hay más de una milla de distancia entre esos dos puntos!
—Emplearemos a los soldados del ejército y a todos los ciudadanos capaces de trabajar. Utilizad cuantos materiales sean precisos. Si no disponéis de piedras suficientes, desmontad tumbas, templos, monumentos y cuanto sea necesario. Todo lo que moleste a la obra del nuevo muro deberá ser derribado. Esta será la muralla de Zenobia.
Zabdas daba instrucciones a sus ingenieros para que no tuvieran el menor reparo en utilizar cuantos medios se requirieran.
—Algunos palmirenos protestarán si se utilizan las piedras de las tumbas de sus antepasados para construir una muralla —comentó uno de ellos.
—Me trae sin cuidado. Necesitamos piedras bien escuadradas para que los bastiones queden con sus esquinas bien reforzadas, y no hay tiempo para labrarlas, de manera que utilizaremos las que tengamos más a mano. Si para ello hay que desmontar todas las tumbas de Tadmor, lo haremos. Nuestros difuntos lo entenderán.
Giorgios apareció en ese momento.
—Tenemos que acelerar las obras de defensa; sobre todo los muros del lado oeste.
—¿Por qué ese flanco? —preguntó Zabdas.
—Porque los romanos creen que el oeste es una dirección desafortunada, de modo que evitarán, si es posible, realizar su primer ataque mirando hacia allí; imagino que se trata de algún mal presagio relacionado con la muerte del sol. Y tampoco lo harán en los que denominan días nefastos: el primero de cada uno de sus meses o calendas, el de las nonas, el de los idus, los días en los que han sufrido algún desastre militar o una derrota… Hay algo más de cien días nefastos en el calendario anual romano, por casi doscientos fastos —informó.
—Fastos o nefastos, Aureliano avanza hacia Palmira sin perder un solo día.
—Uno de nuestros oteadores acaba de informar que su ejército ya ha salido de Emesa y la vanguardia se encuentra a cien millas de aquí —precisó Giorgios.
—Pagaremos a las tribus beduinas para que hostiguen a su vanguardia y enviaremos patrullas para frenar su avance y retrasar cuanto podamos su marcha. Dispón varios destacamentos de caballería ligera con los mejores arqueros; saldremos a su encuentro y los mantendremos ocupados con ataques sorpresa por la noche, como hicimos con los persas —dijo Zabdas—. ¿Cómo se encuentra Kitot?
—Por fortuna, su herida no se ha gangrenado. El médico de la reina lo trató y cauterizó bien la herida; le ha aplicado empastes de bálsamo de la mejor calidad y ha dejado de supurar. Tiene dificultades para caminar, pero en una o dos semanas estará bien. Lo peor fue la enorme pérdida de sangre que a punto estuvo de costarle la vida, pero es fuerte como un buey y se repondrá con buen vino y buena carne.