La Prisionera de Roma (68 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

BOOK: La Prisionera de Roma
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—Tal vez sea una locura, pero se me ocurre una treta absurda para ganar ese tiempo —dijo Giorgios.

—¿De qué se trata?

—De engañar a los antioquenos. Busquemos a un tipo que se parezca a Aureliano; ambos lo conocemos y sabemos cómo es. Vistámoslo con ropajes imperiales, atémosle las manos y paseémosle ante las murallas de Antioquía como un trofeo de guerra. Diremos que lo hemos capturado en la batalla, que Roma ha sido derrotada y que su emperador es nuestro prisionero.

—Te has vuelto loco —afirmó Zabdas—. ¿Quién creería una farsa tan ridícula?

—A esta gente no le preocupa otra cosa que su aseo personal y su bienestar. ¿No te has fijado en ellos? Cualquier hombre de Antioquía va tan peinado, perfumado y maquillado que podría pasar por una prostituta del más refinado de los burdeles de Atenas. Si intuyen que pueden perder su modo de vida, creerán lo que se les ponga delante de sus ojos sin pensarlo. Intentémoslo.

—De acuerdo; es absurdo, pero tal vez nos sirva por un tiempo.

Kitot se presentó ante la puerta norte de Antioquía sujetando una cadena atada al cuello de un tipo vestido como un emperador romano.

Poco antes varios agentes enviados por Giorgios habían hecho correr la noticia de que Zenobia había capturado al emperador de Roma en Immas y que lo traían preso y cargado de cadenas para ser mostrado en la ciudad.

El falso emperador era uno de los mercenarios griegos de Palmira. Tenía la edad de Aureliano, su mismo cabello cano, un rostro parecido y complexión y altura similares. Lo habían ataviado con una túnica púrpura ribeteada con una orla de hojas doradas de laurel y tocado con la corona de picos tal cual se mostraban los emperadores en las monedas que todo el mundo conocía.

—¡Es Aureliano! No hay ninguna duda. ¡Es Aureliano! —gritó uno de los agentes palmirenos a la vista del impostor encadenado y ante los murmullos que comenzaban a extenderse entre los que lo contemplaban.

—¡No hagáis caso, ciudadanos! Ese individuo no es el emperador. Aureliano ha vencido a Zenobia en la batalla de Immas y viene hacia aquí al frente de su ejército. Arrojemos de esta ciudad a los palmirenos y sometámonos a Roma. Quien no lo haga perderá su hacienda y su cabeza —gritó uno de los magistrados de la ciudad.

La confusión sobre lo realmente sucedido en la batalla se extendió por toda la ciudad. Nadie sabía qué había pasado y las dudas atenazaron a los de Antioquía.

Entretanto, cayó la noche. Mientras los notables seguían debatiendo sobre qué hacer con los palmirenos y si aquel cautivo era o no el verdadero Aureliano, el ejército de Zenobia se retiró hacia el sur en silencio, replegándose con orden y sin ser estorbado por los antioquenos.

A media mañana del día siguiente las tropas de Aureliano se presentaron ante las puertas de la ciudad. Los magistrados se sintieron burlados por la treta de los palmirenos y decidieron someter Antioquía al emperador de Roma.

Esperando su clemencia, abrieron las puertas y recibieron a Aureliano como a un verdadero libertador, entre loas y cánticos, mostrando un júbilo tal que el emperador, desde lo alto de una escalinata del ágora, prometió que todos los habitantes de Antioquía serían perdonados si acataban su autoridad y juraban ante sus dioses ser fieles a Roma. Y así lo hicieron.

CAPÍTULO XXXVII

Llanos de Emesa, primavera de 272;

1025 de la fundación de Roma

—Aureliano ha ocupado Antioquía sin derramar una gota de sangre y ha respetado la vida y las propiedades de todos sus habitantes. La noticia se ha extendido a las demás ciudades de Siria; Apamesa y Larisa ya se han apresurado a ofrecer su lealtad al emperador y muy pronto todas las demás se rendirán ante Roma. No tenemos otra salida que intentar derrotar a los romanos, y tendremos que hacerlo solos —comentó Giorgios.

—Lo esperaremos aquí, en los llanos de Emesa. Esta vez pelearemos por nuestra vida; en esta segunda ocasión no podemos fallar —dijo Zabdas.

La ciudad de Emesa, ubicada en la encrucijada del camino entre Alepo y Damasco y el del desierto y la costa, debía su riqueza a sus buenas relaciones comerciales con Palmira, y sus habitantes se habían mostrado muy entusiastas de Zenobia.

Zabdas y Giorgios lograron que al menos la población no se mostrara hostil a los palmirenos y que se mantuviera neutral durante la nueva batalla que se avecinaba; acordaron con sus magistrados que si perdían en la contienda que allí iba a librarse éstos podrían acogerse, como los de Antioquía, a la autoridad de Roma.

El ejército romano se acercaba desde el norte. Todo parecía indicar que aquel encuentro podría ser definitivo en el desenlace de la guerra.

Giorgios seguía confiando en la contundencia de sus catafractas y en la puntería de los arqueros de Palmira, pero la derrota de Immas había mermado los efectivos de la caballería pesada, que había perdido a uno de cada cuatro componentes y a muchos de sus más eficientes oficiales.

El día amaneció luminoso y azul. Durante las últimas horas de la madrugada se había desplegado el ejército de Palmira, que Zabdas había formado con todo lo que quedaba de la caballería pesada en el centro, aunque en esta ocasión había colocado a los catafractas montados sobre camellos en las dos primeras filas a fin de que en la carga no se abriera una brecha entre caballos y camellos por la mayor velocidad de los primeros. En los dos flancos formaban dos divisiones de la caballería ligera. Inmediatamente detrás de los catafractas se alineaba la infantería, integrada por voluntarios palmirenos y mercenarios sirios, armenios, griegos, árabes y mesopotamios, y tras ellos se desplegaban los arqueros.

Los palmirenos habían aprendido la lección de Immas y sabían que no podrían perseguir a los romanos, de manera que deberían situarse lo suficientemente cerca de la infantería para lanzar una carga demoledora, desbaratar la formación de las legiones y tratar de ganar la batalla. El error cometido en Immas no podía volver a repetirse.

Aureliano había desplegado sus tropas de forma similar al primer combate, pero al frente formaba ahora la caballería pesada, con los acorazados jinetes sármatas en primera línea, la nùmida y la dàlmata tras ellos y la caballería ligera romana en las alas, de nuevo dirigida por el general Probo. Justo tras la caballería se alineaban tres legiones de infantería con los legionarios veteranos de las provincias romanas de Panonia, Mesia y el Nórico; a sus flancos formaban las tropas auxiliares germanas y norteafricanas y por fin las seis cohortes de la guardia pretoriana, desplegadas en torno al emperador. Y aún quedaban en la retaguardia las otras dos legiones completas y la caballería de cada una de ellas.

Zabdas y Giorgios recorrieron el frente de batalla para observar las tropas enemigas lo más cerca posible.

—Uno a cinco y en campo abierto; estamos en notable desventaja. Nadie en su sano juicio entablaría batalla en estas condiciones —comentó Giorgios.

—Ya hemos vivido situaciones semejantes a ésta en Persia y supimos salir triunfantes. Esta vez no será diferente. Nuestra caballería pesada es invencible en este terreno. Toma.

Zabdas le entregó su vara de mando a Giorgios.

—¿Qué haces?

—Quiero que dirijas tú la batalla.

—No. Ese honor debe ser tuyo.

—Lo has merecido; hazlo por nuestra amistad. Yo te secundaré con los jinetes ligeros.

—En ese caso… ¡Comandante! —Giorgios llamó a uno de los oficiales—. Ordena que la caballería pesada forme en cuña; atacaremos en punta de flecha.

—Si atacas de esa manera acortas tu frente —se extrañó Zabdas.

—Espero que tú protejas mis flancos cabalgando justo al lado de las alas de los catafractas y rellenes el hueco que dejaremos al avanzar en cuña.

—Así lo haré. Buena suerte y que los dioses te sean propicios.

Giorgios ordenó a sus oficiales que mantuvieran esa formación a toda costa y que cabalgaran teniendo en cuenta que el morro del caballo de cada jinete debía estar siempre a la altura de los cuartos traseros del caballo que tenía delante, manteniendo las filas cerradas y compactas pasara lo que pasara.

Las legiones romanas aparecieron al fondo del valle del Orantes, entre los campos de trigo que verdecían con las lluvias de abril.

—Ahí está Aureliano, puntual a la cita con la muerte —comentó Zabdas.

—Esperemos que sea la suya quien lo aguarde —asentó Giorgios.

—Si vencemos en este combate, volveré a creer en los dioses de Palmira y les ofreceré sacrificios. El suelo está seco y no hay barro; no volveremos a caer en la misma trampa.

—Son demasiado numerosos. Lo correcto sería replegarnos y ofrecerles la batalla en las estribaciones de la cordillera, unas millas al sur de aquí, con las colinas protegiendo nuestras espaldas. Allí su superioridad numérica tendría menos trascendencia y podríamos defendernos mejor.

—Nuestros catafractas necesitan un espacio amplio para que su carga sea contundente. No hay mejor lugar que los llanos de Emesa. Además, olvidas que en esa ciudad se guarda el más fabuloso de los tesoros de Oriente después del de Palmira. Si nos replegamos y cae en manos de Aureliano, dispondrá de tanto dinero que podrá formar otro ejército tan numeroso como el que ya dirige. Tenemos que detenerlo aquí o no nos quedará más remedio que parapetarnos tras las murallas de Palmira.

En tanto los generales palmirenos comentaban la estrategia a seguir, Aureliano desplegó sus tropas para la batalla.

Giorgios se situó en el vértice de la cuña, en el lugar más expuesto de la contienda. Ordenó a sus catafractas que se colocaran en posición de ataque, pero les conminó a que mantuvieran sus monturas siempre agrupadas, eludiendo una carga demasiado prolongada para evitar que se agotaran como había ocurrido días atrás.

Sonaron las trompetas curvas y la caballería romana cargó al frente.

—Ahí vienen —comentó Giorgios al contemplar su avance—. Todo el mundo quieto, ¡quietos!

Los catafractas palmirenos apenas podían sujetar a sus corceles de guerra, acostumbrados a cargar en cuanto presentían un ataque enemigo.

Giorgios templó sus nervios. Sabía que no tenía que precipitarse, que no debía lanzar a la contracarga a su caballería hasta que la romana estuviera a una distancia lo suficientemente corta como para que no pudiera retirarse a tiempo. Lo de Immas no se repetiría.

La vanguardia de la caballería romana estaba cada vez más cerca y los palmirenos permanecían inmóviles manteniendo la formación compacta.

—¡Que nadie se mueva hasta que yo dé la orden! —gritó Giorgios.

Los romanos se acercaban a la carrera, sus corceles cabalgando al son de las trompetas que sonaban en la retaguardia como una llamada a la muerte.

Zenobia, que se había mantenido apartada del frente de combate, llegó ante Zabdas escoltada por un escuadrón de jinetes.

—¿A qué espera ese griego? —le preguntó.

—A que la caballería romana esté al alcance de nuestros catafractas.

—Pero van a embestir sin que nos hayamos movido.

—Confía en ese mercenario, señora, sabe lo que hace.

Los jinetes romanos tenían orden de avanzar hasta que los palmirenos cargaran contra ellos y retirarse en ese preciso momento. Pretendían atraer a los catafractas y mantenerlos a distancia hasta que sus monturas se agotaran o sus filas se descompusieran, como ocurriera en Immas.

Los generales romanos alentaban a los jinetes sármatas a seguir adelante, pero su estrategia había fallado. Cuando alcanzaron el punto de no retorno, apenas a cien pasos de distancia de los palmirenos, Giorgios dio la orden de cargar.

—¡Ahora, a por ellos; recordad a nuestros amigos caídos en la batalla del río Orontes! —gritó.

Los jinetes acorazados clavaron sus talones en los ijares de sus monturas, apretaron sus piernas sobre sus costados y cargaron. La cuña ideada por Giorgios atravesó la vanguardia de la caballería pesada romana, que no tuvo tiempo para girar y retirarse. La contundencia de los catafractas abrió una tremenda brecha en el frente de los romanos, cuyos jinetes cayeron como peleles ante la avalancha de los palmirenos.

Ni siquiera los caballeros acorazados sármatas, forrados de placas de acero hasta los tobillos, pudieron resistir semejante acometida.

Aureliano, desde un promontorio próximo, contempló el desastre. La situación de la batalla era bien distinta a la que se había librado días atrás. Los catafractas de Palmira no habían caído en la trampa en esta segunda ocasión y, con el suelo seco y sus caballos descansados, estaban provocando una tremenda escabechina entre los romanos y sus auxiliares.

Tras el envite de las dos caballerías pesadas, Giorgios había desenvainado su espada y abatía, ciego de rabia, a cuantos jinetes enemigos se ponían a su alcance.

—Recordad a nuestros amigos caídos en Immas. ¡Matad por ellos! —gritaba a sus hombres para que no decayera su ímpetu.

Los tribunos de las legiones, agrupados en torno al emperador, le pidieron a éste que enviara a la infantería en ayuda de los maltrechos jinetes que estaban siendo arrollados, pero Aureliano mantuvo sus nervios y aguardó a que las dos caballerías resolvieran su tremendo encuentro y se incrementara el desgaste del enemigo. No le importaba sacrificar a todos sus auxiliares bárbaros si con ello conseguía debilitar a los palmirenos.

Zabdas, a la vista de la ventaja que había obtenido Giorgios y convencido de que la victoria estaba próxima, desplegó a la caballería ligera en un movimiento envolvente sobre el campo de batalla.

La caballería sármata estaba derrotada; centenares de jinetes habían caído atravesados por las lanzas de los catafractas palmirenos, que ahora combatían cuerpo a cuerpo arrasando a las desbaratadas filas de jinetes auxiliares de los romanos. Los sármatas, los dálmatas y los mauritanos habían sucumbido y ahora eran los jinetes ligeros romanos los que se enfrentaban en desigualdad de condiciones contra los poderosos catafractas.

Aureliano comprendió que tenía la batalla perdida si no reaccionaba; todavía le quedaba la baza de la poderosa infantería legionaria, a la que envió a la lucha manteniendo la cerrada posición de la tortuga. Como si se tratara de un monstruo metálico con escamas rojas y púas de acero, avanzaron al son de los tambores que retumbaban marcando la cadencia de su paso.

Zabdas, a la vista del avance de los legionarios, ordenó que su infantería se incorporara al combate, en tanto los arqueros de Palmira lanzaban sus saetas sobre las protegidas cohortes legionarias.

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