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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (32 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—¿Fueron los godos? —demandó Zenobia, que parecía más entera que el propio Zabdas.

—No lo sé, mi señora. Lo único que pudimos averiguar es que Odenato, Hairam y los seis soldados se alejaron del campamento tras haber recibido la visita de un misterioso mensajero con el que departieron largo rato en el interior de la tienda; en esa conversación estaba presente Meonio.

»Interrogué a los guardias de Odenato y me confirmaron que los vieron partir; nos dijeron que les había comentado que salían de caza, pues alguien les había avisado de que se había visto a una pareja de leones merodear por las colinas al oeste de la ciudad.

»Luego pregunté a Meonio, quien me informó que Odenato había decidido salir del campamento con una escolta muy menguada, pese a sus recomendaciones para que no lo hiciera, para cazar a unos leones que andaban cerca y que tenían atemorizados a los campesinos de las aldeas en torno a Emesa, y que no sabía nada más.

—Este asesinato ha sido obra de Meonio. Siempre ambicionó el poder de su primo y no ha dejado de conspirar a su sombra. Sí, ha sido él —determinó Zenobia.

—No podemos estar seguros, mi señora. Algunos de nuestros oficiales suponen que es el propio emperador romano Galieno quien está detrás del asesinato de tu esposo, que habría sido víctima de un complot urdido por el hijo de Valeriano, celoso del prestigio y la gloria de Odenato. Pero yo no lo creo. Tu esposo fue fiel a Roma hasta su muerte y, además, Roma y Galieno lo necesitaban, pues no había nadie mejor que él para defender el
limes
oriental ante la amenaza de los persas.

—¿Y tú qué piensas, general?

—No lo sé; estoy confundido.

—En este caso hay que preguntarse a quién beneficia la muerte de Odenato.

—Incluso pudieron ser agentes a sueldo de los persas, mi señora, pues los más interesados en ello son sin duda los sasánidas. Su rey posee riquezas suficientes como para reclutar a un puñado de asesinos o como para sobornar a algunos de nuestros soldados, pero no hemos logrado pruebas de ello.

—No, mi buen Zabdas. Los persas nada han tenido que ver en este crimen; ha sido obra de Meonio. Sólo él pudo tramar toda esa serie de embustes. Captúralo y tráelo a mi presencia.

—Como ordenes, mi señora.

Meonio, primo de Odenato y oficial de caballería del ejército palmireno, temblaba de miedo como un pollito recién salido del cascarón. Zabdas lo había apresado en su casa, en el lujoso barrio sur de Palmira al lado del santuario de Bel donde se agrupaban las residencias de algunos de los ciudadanos más ricos de la ciudad. Había sido sorprendido celebrando un banquete con algunos de sus amigos íntimos, lo que había reforzado la creencia de Zenobia de que en verdad había sido él el instigador del asesinato de su esposo.

Zabdas lo había conminado a seguirlo de inmediato a palacio sin revelarle para qué lo reclamaba Zenobia. En un primer momento, Meonio dudó, pero ante el rostro sereno y confiado del general supuso que su prima lo requería para ofrecerle el gobierno de Palmira, o, al menos, el puesto de tutor de sus hijos. En cualquier caso aquélla era la ocasión propicia que estaba aguardando para hacerse con el control de la ciudad.

Muerto Odenato y también su hijo mayor Hairam, y siendo los hijos de Zenobia muy pequeños, el sucesor natural era él, el pariente más cercano a Odenato tras sus hijos. Era la noticia que tantas veces había deseado: convertirse en señor de la ciudad más hermosa y rica de todo Oriente.

Aspiró con fuerza y llenó sus pulmones al máximo. Mediada la primavera, el sol calentaba con rigor los tejados de Palmira, el aire era cálido y estaba cargado del perfume dulzón de los brotes tiernos de las palmeras. Meonio sonrió, cogió su sombrero y su capa de seda y salió de la casa tras los pasos del general y de la escolta.

Ya en palacio, seguro de sí, saludó a Zenobia, que vestía una túnica de seda negra bordada con hilos de oro y flores rojas y azules. Por su cabeza pasó la idea de que aquella mujer, como la propia Palmira, también podría ser suya ahora.

—Espero que, pese al dolor que sientes por la muerte de tu esposo, estés teniendo un buen día, mi querida prima —le dijo con una amplia sonrisa, enfatizando el parentesco—. ¿Para qué me has llamado con tanta urgencia?

—He recibido una información confidencial sobre el asesinato de mi esposo; un testigo asegura que has sido tú el instigador de su muerte.

Los ojos de Zenobia estaban fríos y su rostro mostraba el hieratismo de una estatua de mármol.

—¿Quién te ha contado semejante mentira?

—Alguien en quien confío. Apresadlo —ordenó de manera tajante a los soldados que habían escoltado a Meonio desde su casa.

—Pero ¿qué broma es ésta?, ¿qué ocurre? —preguntó sorprendido Meonio, a quien se le mudó de repente el rictus.

—Quedas detenido por el asesinato del augusto Odenato y de su hijo Hairam —le comunicó Zabdas a la vez que lo sujetaba con fuerza por el brazo.

—¡No! ¿Qué dices? ¿Asesino, yo?

—Sí, asesino. Tú has sido el instigador del crimen —intervino Zenobia.

—Escucha, prima, sin duda se trata de un grave error. No sé quién me ha denunciado, pero me han tendido una trampa; todo esto es una calumnia. ¿No lo ves? Yo no he tenido nada que ver con las muertes de Odenato y de mi sobrino Hairam; los amaba, amaba a los dos y jamás hubiera hecho nada que los perjudicara. No he tenido nada que ver en esto, nada, absolutamente nada… Soy inocente, completamente inocente; lo juro ante los dioses.

Meonio sollozaba y se cubría la cara con sus manos, presa de una inevitable sensación de horror y espanto. Sabía que tras aquella acusación sólo lo esperaba la muerte.

—Ni siquiera has guardado luto; hoy mismo estabas celebrando un banquete. Mañana, a mediodía, serás ejecutado, por traidor a Palmira y asesino de tu señor —sentenció Zenobia.

—No, no, puedo explicarlo todo; el porqué del banquete, dónde estaba yo en Emesa en aquellos momentos, mi inocencia, puedo explicarlo, lo puedo explicar todo, todo… ¡Escúchame!

Los gemidos angustiados de Meonio se fueron apagando conforme los soldados lo alejaron a rastras por los pasillos del palacio, directo a la prisión donde aguardaría esa noche mientras se preparaba el patíbulo para su ejecución.

—¿Quién gobernará Palmira ahora, mi señora? —demandó Zabdas.

—El heredero natural de Odenato: mi hijo mayor Hereniano. ¿Quién si no? Mañana mismo, tras la ejecución del traidor Meonio, será proclamado príncipe de Palmira.

—Acaba de cumplir seis años, mi señora. Deberá ser tutelado por un regente…

—Yo seré la regente; soy su madre y fui la esposa de Odenato. Nadie mejor que yo para defender la herencia de mi esposo y los derechos de mi hijo. Y tú, mi fiel Zabdas, me ayudarás en esta tarea, serás mi apoyo, mi sostén. ¿Puedo contar contigo?

—Estoy a tu servicio, mi señora; y el ejército palmireno te es leal y está a tus órdenes. —Zabdas hincó la rodilla derecha en tierra y bajó la cabeza ante Zenobia.

La viuda de Odenato levantó las manos al cielo y clamó: —Juro por todos los dioses inmortales, por Bel que gobierna el universo, por Yarhibol que ilumina el mundo y fecunda la tierra con su luz y por Aglibol que vela por nosotros en las noches oscuras y habita en el cielo nocturno, que mientras quede una gota de sangre en mis venas defenderé Tadmor de sus enemigos y la protegeré con mi vida si es necesario. Yo, Septimia Zenobia, hija de Zabaii ben Selim, lo juro, lo juro, lo juro.

CAPÍTULO XX

Palmira, finales de otoño de 261;

1020 de la fundación de Roma

Los funerales de Odenato y de su hijo Hairam duraron varios días. Zabdas había llevado consigo los dos cadáveres a Palmira; allí habían sido embalsamados con natrón y enterrados en el hipogeo de la familia de Odenato. Durante varias semanas se extendió por la ciudad una sensación de orfandad, como si a cada uno de los palmirenos les hubiera sido arrancada de pronto la protección del padre bajo cuyo cuidado se habían encontrado seguros hasta entonces.

Zenobia había jurado defender a Palmira y se había proclamado regente del reino mientras su hijo primogénito fuera menor de edad, pero a algunos de los próceres de la ciudad aquello no les pareció suficiente. Los magistrados, reunidos en el edificio del senado en el ágora, ratificaron la regencia de Zenobia y le entregaron el poder sobre Tadmor y su territorio.

Durante el verano, algunos de esos magistrados celebraron reuniones y conciliábulos para debatir sobre el futuro de Palmira; algunas voces se alzaron para reclamar que fuera Zabdas quien digiera el gobierno, al considerar que era el más indicado para defender la ciudad, pero él, ante las insinuaciones que recibió, se limitó a proclamar que era sólo un soldado que había jurado fidelidad a Odenato y a Zenobia y que mantendría esa fidelidad hasta la muerte. Su contundencia desalentó a los aspirantes a conspiradores y Zenobia se fortaleció en el trono de Palmira.

Entre tanto los romanos, que durante algún tiempo se habían mantenido callados ante el asesinato del
dux
de Oriente, difundieron una grave acusación.

Giorgios entró en la sala de insignias del cuartel general del ejército hecho una furia.

—¡Los romanos acusan a Zenobia de ser la culpable de la muerte de Odenato y de haber ejecutado a Meonio para ocultar una trama conspirativa que ella misma encabezó! —anunció ante Zabdas.

—¿Qué? —El veterano general se mostró muy sorprendido.

—Me lo acaba de comunicar un mensajero recién llegado de Damasco. El nuevo gobernador romano que Galieno ha nombrado para Antioquía ha acusado a Zenobia ante la curia de esa ciudad de haber encabezado un complot para asesinar a su esposo y a su primogénito. Según esa infamia, en dicha conjura también estaríamos comprometidos nosotros dos y Meonio habría sido utilizado como un peón de brega al que habríamos engañado para que matara a Odenato y así hacer recaer sobre él toda la culpa del magnicidio. —Giorgios estaba indignado.

—¿Lo sabe Zenobia?

—No. El mensajero no ha hablado de esto con nadie más. Le he ordenado que guarde silencio.

—Roma ha ido demasiado lejos. Con esta acusación, Galieno pretende desacreditar a Zenobia y recuperar el dominio sobre Palmira y Mesopotamia.

—Ese cretino de Galieno no se da cuenta de que somos imprescindibles para detener las ambiciones de los persas; sin nuestro ejército, Sapor se volvería a plantar en Antioquía en tres o cuatro semanas, como ya hiciera hace nueve años. Palmira es la muralla de Roma en Oriente. Espero que algún día los romanos se enteren de esto.

—Lo saben, pero también consideran que el futuro del Imperio pasa porque todo el mundo reconozca su autoridad y su dominio absolutos. El Senado romano teme que Palmira acumule el poder suficiente como para crear su propio imperio en Oriente; eso supondría el final del poder de Roma en Asia, y por eso se vuelven contra Zenobia, porque no quieren que nadie cuestione siquiera su preeminencia.

—Iremos a comunicárselo a Zenobia y ya veremos qué decide hacer —dijo Zabdas.

Los dos generales se dirigieron hacia el palacio de la señora de Palmira. La encontraron en uno de los patios jugando con Vabalato, el menor de sus hijos, de tres años de edad. El mayor, Hereniano, de siete años, era quien había heredado los dominios de Odenato; hacía unos días que tosía insistentemente y los médicos griegos habían recomendado a la reina que cuidara del niño con suma atención. El segundo, Timolao, de cinco años, estaba muy enfermo y lo mantenían en cama, aplicándole paños de agua fría para calmar una permanente fiebre que hacía semanas que lo consumía.

—Señora. —Zabdas saludó a Zenobia con una inclinación de cabeza; a su lado, Giorgios hizo lo propio—. Acabamos de recibir de Damasco una mala noticia que debes conocer de inmediato.

—Por vuestros rostros parece que se trata algo grave —dedujo.

—Así es, mi señora. Los romanos te acusan de ser la culpable de los asesinatos de tu esposo y de Hairam —soltó de sopetón Giorgios, que seguía mostrándose nervioso e inquieto en su presencia.

—¿Quién me acusa de semejante villanía? —preguntó con total serenidad.

—El emperador Galieno por boca de su nuevo gobernador en Antioquía; creemos que está influenciado por algunos senadores romanos que no ven con buenos ojos la situación actual de Palmira en el Imperio —añadió Giorgios.

—Hemos hablado de ello mientras veníamos hacia aquí y nos parece que ésa puede ser la verdadera razón —confirmó Zabdas.

—Os equivocáis, esa insensatez sólo ha podido salir de la imaginación de agentes persas infiltrados entre los funcionarios romanos de Siria —dijo Zenobia.

—Pero ¿cómo…?

—Es sencillo. Pensad en ello: Sapor necesita que Palmira y Roma nos enemistemos para que así nos debilitemos, y qué mejor motivo que enfrentarnos con esa increíble acusación —supuso Zenobia.

La inteligencia y la lucidez política de aquella mujer de veintitrés años no dejaba de impresionar a Giorgios.

—Señora, creo que atribuyes a los persas más iniciativas de las que realmente tienen.

—Tú eres griego, y los griegos estáis acostumbrados a utilizar la lógica como os enseñó Aristóteles: causa y efecto, así de simple. Pero las cosas en la vida pública no son tan sencillas aquí en Asia, y menos todavía en Persia, mi apreciado general Giorgios. Ya deberías saberlo, pues llevas mucho tiempo entre nosotros. Para entender lo que ocurre en la cabeza de los orientales es necesario conocer cómo piensan, y te aseguro que lo hacen de forma bien diferente a la de los griegos y los romanos.

Aquellas palabras de Zenobia dejaron sin argumentos a Giorgios, que sintió una pequeña conmoción interior al oír su nombre pronunciado por los labios de la señora de Palmira.

—¡Señora, señora!… Timolao tiene fuertes convulsiones, ven, señora, ven.

Yarai, la joven sirvienta de Zenobia entró nerviosa y muy alterada interrumpiendo la conversación.

—¿Qué ocurre? —se preocupó Zabdas.

—Mi hijo segundo, Timolao. Hace varios días que sufre de altas fiebres; dicen los médicos que se trata de una extraña calentura que no son capaces de atajar. Yarai, mi esclava alana, se ha ocupado de él todo este tiempo. Voy a ver qué le ocurre. Acompañadme, por favor.

Los dos generales salieron tras Zenobia y atravesaron el amplio pasillo porticado del palacio camino de la estancia de Timolao.

El niño, arropado con varias mantas de lana, temblaba como aterido de frío pese a que aquel día hacía bastante calor.

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