La Prisionera de Roma (36 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

BOOK: La Prisionera de Roma
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En las últimas semanas se había imaginado al frente del ejército, vestida como un soldado más, como lo hiciera pocos años atrás cuando acompañó a Odenato en las campañas contra los sasánidas en Mesopotamia, cual una nueva Cleopatra revivida. Pero si la reina de Egipto había fracasado, ella, la reina de Palmira, triunfaría ante cualquiera que osara discutirle su autoridad sobre la ciudad de las palmeras y sobre todo Oriente. Zenobia era Palmira y Palmira era Zenobia. La ciudad de las palmeras, la perla del desierto, y la princesa de las palmeras, la mujer de hielo y de fuego, eran una misma cosa, y el destino de una sería inseparable del de la otra.

—¿Qué ordenas que haga, mi señora? Mi espada, mis brazos y mi corazón estarán a tu servicio hasta la muerte —Zabdas habló con toda solemnidad, como si se estuviera dirigiendo a una diosa.

—Mi espada es tu voluntad. —Giorgios se llevó la mano derecha al corazón.

—En ese caso preparaos, porque vamos a conquistar el mundo.

CAPÍTULO XXII

Palmira, principios de verano de 268;

1021 de la fundación de Roma

La reina Zenobia acababa de regresar de una ceremonia en el templo de Nebo, dios de los auspicios. Sus sacerdotes habían sacrificado un cordero y en sus entrañas habían observado señales propicias para llevar a cabo el plan sobre el que les había preguntado: la conquista de Egipto.

Los astrólogos consultados también habían concluido que la posición de los planetas presagiaba que una reina llegada de oriente ocuparía el trono de Cleopatra y gobernaría la tierra de los faraones.

No hizo falta nada más para convencerla de que su plan para conquistar Egipto debía ser emprendido de inmediato.

A Giorgios le fue encomendada una misión difícil: viajar hasta Egipto y ganar adeptos para preparar la incursión del ejército de Palmira.

Pero quien mejor conocía en Palmira el país del Nilo era el mercader Antioco Aquiles, el antiguo socio del padre de Zenobia. La reina lo llamó para pedirle un gran favor.

El veterano mercader se presentó en palacio mediada la mañana; como acostumbraba en los últimos tiempos, lo acompañaba su sobrino Aquileo, siempre tan callado y discreto. Zenobia estaba flanqueada por Zabdas, Giorgios y Longino.

—Querido padrino —la reina rompió la etiqueta de la corle, cada día más similar a la persa, y le dio dos besos al que fuera socio de su padre, ignorando a Aquileo—, tienes un aspecto estupendo.

—Gracias, mi reina, pero los años van pesando sobre mis hombros…

—No me llames como lo hacen los demás; yo siempre fui para ti «mi pequeña».

—Eso fue hace algún tiempo; ahora eres mi reina, aunque te confieso que me sigue costando mucho acostumbrarme a verte sentada en el trono de Tadmor.

—Como quieras, Antioco. Te he llamado porque te necesito; Palmira te necesita.

—Sabes que siempre he estado y que siempre estaré a tu servicio. Ordena lo que desees y te obedeceré.

—El año próximo ocuparemos Egipto —soltó Zenobia de pronto.

—¿Ocuparemos?

—Sí. Toda Siria y casi toda Mesopotamia han acatado el dominio de Palmira; la siguiente provincia en ser incorporada a nuestro reino será Egipto.

—¿Y qué puede hacer un viejo mercader como yo?

—Mucho. Como bien sabes, en tiempos del emperador Galieno un pretendiente al trono imperial de Roma llamado Emiliano se autoproclamó emperador en Egipto. Roma lo liquidó enseguida, pero desde entonces existe un enorme malestar entre la gente de ese país, agravado en los dos últimos años por una elevadísima subida de precios del pan y del aceite que este año ha provocado una grave hambruna y un cúmulo de protestas. Han estallado algunas revueltas en ciudades importantes y los influyentes sacerdotes están abogando por romper los lazos de sumisión que atan a Egipto con Roma. Yo soy descendiente de la reina Cleopatra por mi padre y su familia de Emesa, y mi madre era egipcia. Tengo todo el derecho a reclamar el trono de los antiguos faraones.

—¿Y qué deseas de mí?

—Necesito que viajes de inmediato a Egipto con el general Giorgios y establezcas los contactos precisos para que nos ayuden desde dentro de ese país a preparar el triunfo de nuestra futura incursión. Nadie mejor que tú para ello.

Antioco Aquiles reflexionó unos instantes.

—La empresa que planeas es muy arriesgada. Egipto hierve en alteraciones y han estallado revueltas en varias ciudades, sí, pero los egipcios son gentes alocadas e imprevisibles; entre ellos suelen organizarse tremendas trifulcas por los asuntos más nimios. Yo mismo he visto cómo se provocaban verdaderos altercados por realizar un saludo descuidado, por no ceder el paso en un baño público, por el tipo de calzado que conviene a los esclavos, por la manera de servir las carnes o las verduras en los mercados…

»En una ocasión, un esclavo de la curia municipal de Alejandría fue asesinado por un soldado romano. Su delito consistió en haberle dicho al militar, en tono de burla, que sus sandalias de esclavo eran mejores que las que usaban los legionarios romanos. La multitud reaccionó ante el asesino cercando la casa del general Emiliano, a cuya fachada arrojaron piedras. Para solventar aquella situación, a Emiliano no se le ocurrió otra idea mejor que asumir el poder imperial y proclamarse emperador con el sobrenombre de Alejandro. Galieno envió a Egipto a Teodoto, uno de sus mejores generales, y el usurpador fue ejecutado y su cadáver arrojado al Nilo.

—Egipto es difícil de gobernar, pero si se maneja bien la situación y contamos con apoyo del interior podemos triunfar.

—Conozco a alguien que puede ayudarnos.

—¿Un nuevo rebelde contra Roma?

—No, otro usurpador como Emiliano no arrastraría a tu causa a la gente de Egipto; me refiero a Teodoro Anofles —asentó Antioco—. Se trata del sumo sacerdote del gran templo de Apis en Alejandría. Lo conozco bien, pues he cerrado muchos tratos comerciales gracias a su intermediación, lo que le ha reportado cuantiosos beneficios, por cierto. Si se coloca de tu parte, Alejandría estará en tu mano, y si posees Alejandría, dominarás Egipto.

—¿Tanto poder tienen esos sacerdotes?

—Más que en ningún otro sitio; tanto que cuando Galieno envió a Teodoto para acabar con ese tal Emiliano, le otorgó poderes consulares y le entregó las insignias correspondientes a su grado, los sacerdotes egipcios se negaron a que las insignias romanas fueran llevadas a Alejandría desde Roma, porque no lo consideraron lícito. A Teodoro no le quedó otro remedio que acatar la decisión de los sacerdotes. Anofles tiene poder para eso y para mucho más.

—¿Podrías convencerlo para que apoyara nuestra causa?

—Tal vez. Egipto es el reino de la superstición. Cerca de la ciudad de Menfis existe una columna de pórfiro en la que en caracteres egipcios está escrita una vieja tradición: cuenta que Egipto será libre cuando lleguen al país del Nilo unos soldados vestidos con togas y armados con fasces, que los romanos han interpretado como mejor les ha convenido a sus intereses. Quizá sea oportuno convencer a Anofles para que les diga a los egipcios que la interpretación romana de esa tradición está equivocada y que en realidad se refiere a las togas y las insignias de Zenobia de Palmira. En esa tarea me ayudará Firmo, estoy seguro.

—¿Quién es ese Firmo?

—El más rico comerciante de Alejandría. Es de origen persa, pero controla el comercio en toda la región del delta del Nilo y mantiene buenas relaciones con Anofles. De hecho, Firmo es el principal responsable de la riqueza de los sacerdotes de Alejandría. Y lo mejor: odia a los romanos y no dudo que aceptará nuestra propuesta, aunque habrá que prometerle alguna compensación a cambio.

—¿Con qué comercia Firmo?

—Seda, oro, piedras preciosas…

—Bien. Le otorgaremos la exclusiva del suministro a la casa real de Egipto en cuanto tomemos posesión del trono en Alejandría.

—En ese caso cuenta con él.

—Hazlo así. Consigue la ayuda de Firmo y gánate a ese sacerdote.

—¿Cuánto estás dispuesta a pagarle a Anofles?

—¿Un soborno?

—Yo lo llamaría una «compensación por sus servicios».

—Sabes bien que el tesoro de Palmira es cuantioso. Ofrécele cuanto pida.

—De ser así, cuenta con su apoyo, mi reina.

—Mi señora —intervino el consejero Longino—. Imagino que ese sumo sacerdote ya es bastante rico. El templo de Apis recibe ingentes cantidades de oro a causa del Serapeion, un hospital adonde acuden a curar sus enfermedades los egipcios más pudientes. Sus oftalmólogos son famosos desde que curaron de su ceguera al sabio Demetrio de Falero, hace más de quinientos años, gracias a unas técnicas quirúrgicas que mantienen en secreto. Por ello, no sé si sólo con dinero será suficiente para ganar su voluntad.

—Nunca se es lo bastante rico, pero sí, tal vez sea más fácil convencerlo ofreciéndole además el virreinato de Egipto —propuso Giorgios—. Alguien tendrá que gobernar esa provincia en tu nombre.

—Giorgios tiene razón, mi señora, la ambición por el poder es a veces más fuerte que la atracción del dinero, sobre todo cuando ya se es rico —terció Zabdas.

Longino apoyó la propuesta de los dos generales con un gesto de su cabeza.

—Así lo haremos. Antioco, tú irás a Alejandría; te acompañarán el general Giorgios y el comandante Kitot, y le ofreceréis a ese tal… —dudó Zenobia.

—Anofles, Teodoro Anofles —precisó Antioco.

—… Anofles, hasta diez mil piezas de oro y el virreinato del gobierno de Egipto en mi nombre y en el de mi hijo Vabalato. Y el control de todos los templos dedicados a los dioses tradicionales de ese país, incluida la administración de sus rentas, por supuesto. Preparad el viaje de inmediato.

Alejandría, Egipto, mediados de verano de 268;

1021 de la fundación de Roma

—Ahí la tenéis: la ciudad de Cleopatra, la perla de Egipto.

Antioco Aquiles señalaba a Giorgios, Aquileo y Kitot el perfil de la ciudad desde la proa de la nave que los había llevado hasta el extremo occidental del delta del Nilo. Habían viajado en un navío mercante que hacía la ruta de Tiro a Alejandría una vez cada dos meses durante la primavera, el verano y principios del otoño; Giorgios lo hacía camuflado como comerciante y se presentaba como el nuevo socio de Antioco. Pretendían no levantar sospechas y aparentar que su viaje a Alejandría tenía como único objetivo los negocios. El comandante Kitot y el apuesto Aquileo habían sido presentados como guardaespaldas de los mercaderes.

—La ciudad de Alejandro —precisó Giorgios.

—Sí, también es la del Conquistador; él la fundó. ¿Conoces la leyenda? —le preguntó Antioco.

—No la recuerdo bien. —Giorgios mintió; no había griego letrado que no conociera la historia del gran Alejandro, el conquistador del mundo, pero quería escucharla de boca de un palmireno.

—Plutarco, en su biografía sobre Alejandro el Grande, relata que el macedonio tuvo un sueño tras conquistar Egipto. Se le apareció un anciano de cabellos blancos que recitaba de manera reiterada esos versos de la
Odisea
que dicen «Existe después una isla en el mar turbulento, frente a Egipto, a la que denominan Faros». Cuando Alejandro despertó de su sueño quiso visitar esa isla y, al contemplarla, se dio cuenta de su privilegiada ubicación. En la isla había un poblado de pescadores y comerciantes, pero la lengua de tierra entre el puerto y el lago Mareotis estaba deshabitada, y decidió levantar allí una nueva ciudad. Para entonces ya había fundado varias ciudades en Asia a las que había dado su nombre, pero creyó que aquélla, la primera en África, sería la más notable, la más rica y fabulosa de todas las Alejandrías. Ordenó que se trajera polvo de yeso para marcar el perímetro de la ciudad y el trazado de las futuras calles, mas no lo encontraron. Entonces, Alejandro tomó unos sacos de harina y con sus propias manos dibujó en el suelo la que sería la forma de la nueva urbe. Pero cuando el macedonio estaba acabando su trabajo descendieron unas aves del cielo y comenzaron a comerse la harina y a borrar las líneas recién marcadas. Al ver lo que ocurría, Alejandro se perturbó y creyó que aquélla era una señal de los dioses que indicaba un mal augurio. Estuvo por ello a punto de abandonar su idea de fundar aquí la Alejandría de Egipto, pero uno de los adivinos lo convenció de que el sueño significaba buena fortuna, pues indicaba que la nueva ciudad sería rica y próspera, ya que produciría alimentos de sobra, capaces incluso de saciar el hambre de las aves.

—No creo en los augurios —cuestionó Giorgios.

—Pues sean o no ciertos, en este caso han funcionado, ¡jorque Alejandro siguió adelante con la fundación de su ciudad y en muy pocos años se convirtió en una de las más prósperas y ricas del mundo. Claro que algunos añaden que una doncella tuvo que ser sacrificada durante la ceremonia de fundación para purificar este lugar y librarlo de los malos espíritus. Sea como sea, lo cierto es que, construida sobre un poblado de pescadores llamado Rakotis, en una lengua de tierra ubicada entre la pequeña isla de Faros y el lago Mareotis, un lugar protegido de las variaciones de terreno que se producían en el delta del Nilo y de las tormentas marinas, Alejandría es la mayor ciudad de Egipto y la segunda del Imperio después de la propia Roma.

Conforme se aproximaban al puerto el faro, construido por el arquitecto Sostrato de Cnido, se alzaba imponente sobre el extremo oriental de la isla, al norte de la ciudad. A esa hora del mediodía estaba apagado, pero su tamaño gigantesco destacaba sobre la línea de la costa. Era una formidable construcción de piedra labrada rodeada por un edificio cuadrado con torrecillas en las esquinas que delimitaban un gran patio en cuyo centro se alzaba una torre de doscientos cuarenta codos de altura, con un primer cuerpo de planta cuadrada que se remataba en una amplia terraza desde la cual arrancaba un segundo cuerpo de planta octogonal, coronado por un templete circular y sobre él otro más pequeño, rematado por un chapitel de piedra, en el interior del cual se encendía el luego de la linterna que señalaba a los barcos la ubicación de Alejandría.

La isla de Faros, que daba nombre a la torre, se había unido a tierra firme por un dique de siete estadios de largo, una longitud equivalente a dos tercios de una milla romana, que recibía la denominación de Heptaestadio precisamente a causa de su medida. Trazado por el arquitecto griego Dinócrates de Rodas, el dique dividió el puerto natural de Alejandría en dos: el más importante era el oriental, llamado el Gran Puerto, en tanto el occidental se conocía con el nombre griego de Eunostos, es decir, el Buen Regreso.

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