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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (62 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—¿De qué materia está hecha esa mujer? —preguntó Giorgios.

—Probablemente de la misma que los dioses —le respondió Zabdas.

—Así debe de ser. Quizá sea éste el momento para arrancar de ese Arbaces un buen acuerdo sobre la alianza militar con Persia.

—Inténtalo.

Giorgios se acercó a Arbaces y observó el rictus alegre y los ojillos vidriosos del sátrapa.

—Embajador, ¿me permites?

—Claro. —Arbaces indicó al ateniense que se sentara a su lado.

—Deberíamos precisar los términos del nuevo tratado de alianza militar entre nuestros países —soltó Giorgios de repente.

—Ya ha quedado claro que somos aliados y que nos prestaremos defensa mutua ante un ataque de Roma.

—Pero no hay ningún detalle en el tratado que…

—Ni lo habrá, amigo, ni lo habrá. Mi nuevo soberano, Ormazd Ardhasir, ha dejado en manos del
maqupat
Kartir…

—¿Maqupat.
..? —se extrañó Giorgios.

—Esa palabra designa al jefe supremo de los magos del fuego, que es el nuevo título que mi rey ha concedido al sumo sacerdote de Ahura Mazda. Esa dignidad supone que puede decidir sobre la religión y que puede usar el cinturón y el tocado como jefe de los magos de todo el Imperio.

—Pero el tratado…

—Ahora nada se mueve en Persia sin que Kartir lo decida, y me ha encomendado expresamente que el tratado se quede como está.

—Tal cual se ha firmado no es un verdadero tratado de alianza sino una mera letanía de buenos deseos.

—Lo siento, pero no puedo hacer otra cosa. ¡Ah, esa mujer…! —exclamó Arbaces mientras se llevaba la copa de vino a los labios y observaba con ojos llenos de deseo a la reina Zenobia.

—Un gran triunfo. Pudo acabar con la retirada del embajador e incluso con una declaración de guerra, pero el convite de ayer con los embajadores persas y armenios constituyó un gran éxito de nuestra reina —dijo Zabdas, al que todavía le dolía la cabeza de tanto vino como había ingerido.

—Ese engreído sátrapa persa está enamorado de Zenobia; no la hubiera contrariado aunque hubiéramos bailado en el centro de la sala de banquetes sobre los huesos del mismísimo Sapor. Ese tipo es un meriendatinieblas —afirmó Giorgios.

—¿Cómo dices?

—«Meriendatinieblas» es un término que se usa entre los legionarios romanos para calificar al que tiene ojos y ve, pero parece ciego a la hora de observar ciertas cosas evidentes. Zenobia sólo tiene ojos para su hijo Vabalato; su obsesión es que llegue a reinar sobre Palmira…

—No sólo eso; Zenobia quiere lo mejor para sus súbditos y cree que para ello Palmira debe ser la cabeza de un imperio independiente de Roma y de Persia. Pretende hacer renacer los viejos reinos de los herederos de Alejandro, y con ellos la tradición griega, pero también desea que las buenas obras de Roma permanezcan, y que brille la magnificencia de los persas.

—¿Te refieres a que desea construir un mundo nuevo con retazos de tres viejos?

—Así es —confirmó Zabdas—. Y además lograr que a este nuevo reino se incorporen los más notables sabios del mundo conocido. Quiere crear un nuevo imperio en el que nadie se considere extranjero, donde se sientan acogidos los poetas y los filósofos, donde puedan celebrarse todos los cultos a todos los dioses, en el que incluso quepan los cristianos y los judíos.

—Pero alcanzar ese nuevo mundo parece una tarea harto imposible —sentenció Giorgios.

—Tal vez, pero es el mundo que desea Zenobia, y yo daré mi vida para que lo consiga —aseguró Zabdas.

Cayo Longino, además de consejero principal de Zenobia, recibió el encargo de educar al joven Vabalato.

El heredero de Zenobia hablaba el palmireno y el griego, las dos lenguas que todos los palmirenos conocían y en las que se expresaban indistintamente, pero Zenobia había ordenado que le enseñaran arameo, la lengua común de la región, algo de árabe y hebreo, pues todos aquellos idiomas también se hablaban en Palmira. La propia Zenobia le hablaba de vez en cuando en el idioma egipcio que había aprendido de su madre, pues no en vano Vabalato había sido coronado rey de Egipto.

Vabalato incluso comenzó a recibir clases de latín, pues aunque los palmirenos consideraban la lengua de Roma como propia de hombres rústicos, el conocimiento de la misma era importante para un monarca que se había colocado a la misma altura que el emperador romano.

El joven rey de Palmira aprendía deprisa. Vabalato era vivaz y de aguda inteligencia. Desde que tuvo uso de razón fue educado para ser un príncipe. Su madre se había encargado de que su educación fuera esmerada a fin de prepararlo para que algún día gobernara con acierto el imperio que Odenato y Zenobia habían construido para él.

—¿Cómo va tu nuevo libro? —preguntó Zenobia a su consejero.

—Se titulará
Tratado de lo sublime
. Lo tengo muy avanzado. He incorporado el análisis de algunos poemas de la poetisa Safo de Lesbos, de la cual ya te hablé en alguna ocasión, gracias a una copia que me han enviado hace poco desde la biblioteca de Alejandría —le explicó Cayo Longino.

—«El aire circula entre los retoños de los manzanos, y del follaje tembloroso desciende un pesado sueño» —recitó Zenobia de memoria.

—Recuerdas sus versos…

—Tú me los enseñaste.

—Esa mujer fue quien más dulcemente se expresó con palabras en el idioma de los griegos. ¡Qué diferente del latín!

—Sé que consideras al latín una lengua de patanes, pero el emperador de Oriente debe conocer ese idioma. —Zenobia hablaba con Longino, al que le había pedido que enseñara latín a su hijo.

—Mi señora, el augusto Vabalato todavía es un niño. Todas las horas libres del día las ocupa en el estudio o en la práctica de la equitación y el tiro con arco. Debería dedicar más tiempo a juegos con niños de su edad. Apenas sale de palacio salvo para los ejercicios militares; pasa las horas rodeado de maestros, preceptores y sirvientes.

El propio Longino se estaba dando cuenta de que la educación del joven augusto de Oriente se había convertido en una obsesión para su madre.

—Vabalato no es un niño cualquiera; es el emperador de Oriente, y debe ser educado corno tal. Quiero que se convierta en un segundo Alejandro, pero antes de que eso se produzca ha de aprender cuanto sea posible para que no caiga en los mismos errores.

—Alejandro Magno es irrepetible, mi señora.

—Eso decían algunos de Cleopatra, y ya ves, aquí me tienes, Longino. Mi antepasada fue reina de Egipto, y yo lo soy de Egipto, de Palmira y augusta de Oriente. El sueño de Cleopatra se ha convertido en mí en una realidad, y aun aumentado. Y tú has contribuido a ello.

»Conozco bien la historia de Alejandro el Grande. Tú me la enseñaste y yo misma he escrito un epítome de su vida. El tuvo como preceptor a Aristóteles, Vabalato y yo te tenemos a ti. Si mi vida es paralela a la de Cleopatra, la de Vabalato ha de ser paralela a la de Alejandro.

—Con una diferencia, mi señora: Alejandro conquistó un imperio, Vabalato lo ha heredado.

—Pero no lo hizo desde la nada; Alejandro aprovechó los fundamentos del reino que asentó su padre Filipo de Macedonia. Mi esposo Odenato y yo misma hemos cimentado bases más amplias y sólidas que las que construyó Filipo para su hijo, de manera que Vabalato puede convertirse en un soberano más grande que el propio Alejandro. Tal vez algún día Persia y Roma se inclinen ante su nombre.

Longino era un maestro de la retórica y hubiera podido argumentar en contra de lo que estaba planteando Zenobia, pero decidió callar y darse por vencido en aquel debate.

CAPÍTULO XXXIII

Palmira, finales de verano de 271;

1024 de la fundación de Roma

—Muy pronto estarán aquí.

Kitot acababa de regresar de su embajada por las provincias de Asia, donde apenas había permanecido dos meses, y naia noticias de los movimientos del ejército del emperador Aureliano que puso de inmediato en conocimiento de los generales Zabdas y Giorgios.

—¿De modo que Bitinia sigue sin querer someterse? —preguntó Zabdas al gigante armenio.

—Así es. Su gobernador se empeña en mantenerse fiel a Koma; todos los demás dirigentes de las provincias de Anatolia acatan la autoridad de Palmira, excepto el de la condenada Bitinia —precisó Kitot.

—Bitinia es la puerta de Asia desde los estrechos del Bósforo y el Helesponto y es crucial para su defensa —intervino Giorgios—. Sus puertos en la costa del Ponto serán los que milice Aureliano si pretende desembarcar en territorio amigo antes de venir por nosotros. Si esos puertos estuvieran bajo nuestro control los romanos lo tendrían muy difícil, pero si se mantienen fieles a Aureliano…

—No tenemos otra opción que someter Bitinia, pero necesitaríamos al menos treinta mil hombres, la totalidad de nuestro ejército, y eso supondría dejar desguarnecidas las costas de Siria y aun la misma Palmira —comentó Zabdas.

—¿Y en cuanto a las ciudades de la costa del Egeo? —se interesó Giorgios.

—Nicomedia, Pérgamo, Éfeso y Halicarnaso siempre han actuado en función de sus propios intereses. No se han decantado por Palmira, pero tampoco lo han hecho por Roma. Esperarán a ver quién resulta victorioso en esta contienda y entonces le mostrarán su fidelidad. No podemos contar con ellas en tanto no derrotemos a Roma —afirmó Kitot.

—¿Desde dónde crees que nos atacará Aureliano? —demandó Zabdas a Giorgios.

—Creo que aparecerá por el norte —supuso el ateniense.

—Y lo hará enseguida —añadió el armenio—. Hace un mes ordenó a todos los legionarios de la XIII Gémina destacados en Dacia que pasaran a este lado del Danubio…

—Entonces es cierto que los romanos han abandonado la Dacia —se extrañó Giorgios.

—Esas han sido las órdenes recibidas por los últimos legionarios que permanecían destacados en esa región en la ciudad de Ulpia Trajana, que ha sido desalojada. Unos auxiliares armenios que habían desertado y escapaban hacia el este me comentaron que sus comandantes les habían ordenado replegarse a la orilla derecha del Danubio, y aseguraron que los legionarios que se habían establecido en las llanuras de Dacia con sus familias y a los que les habían adjudicado haciendas prefirieron desertar y perder sus tierras antes que seguir al ejército al sur del curso del río. Los romanos castigan la deserción con la muerte en la cruz, por eso son muchos los que han huido hacia el este, o incluso se han dispersado en las nubosas estepas y bosques del norte, entre los rudos bárbaros —Kitot se expresaba con rotundidad.

—Ese repliegue sólo puede significar una cosa: que Aureliano pretende centrar ahora todo su esfuerzo en conquistar Palmira —dedujo Giorgios.

—Aureliano ha reestructurado las legiones V Macedónica, XI Claudia, I Itálica, VII Claudia y IV Flavia y ha creado una nueva provincia al norte de Moesia y de Tracia con el nombre de Dacia —continuó Kitot—; no sé si eso tendrá algún significado…

—Claro que lo tiene. El emperador desea mantener la ficción de que no ha perdido territorios. Y además ha reorganizado todas esas legiones, que son precisamente las que defienden el
limes
del Danubio aguas abajo de Sirmioy de Singidunum —dijo Giorgios.

—Dime, general, ¿a qué hombre vamos a enfrentarnos? —le preguntó Zabdas a Giorgios.

—Aureliano es duro como la más sólida de las rocas. No he conocido a ningún oficial que impusiera una mayor disciplina a los hombres bajo su mando. En su escuadrón estaba prohibido beber, jugar a dados, a naipes o a cualquier otro juego de azar, y nadie podía practicar las artes de la adivinación, ni tan siquiera buscar la complicidad de videntes y augures para ello. Nos insistía una y otra vez en que los soldados romanos debíamos ser modestos, ahorradores y trabajadores; reclamaba que nuestro comportamiento fuera casto, nuestras costumbres sobrias y nuestros gastos austeros; insistía en que no robáramos a los campesinos ni a los comerciantes. Y él siempre daba ejemplo. Nos exigía mantener el equipo militar, el vestido, las armas, la coraza y el casco siempre limpios y brillantes. El era el primero en cumplir las normas de comportamiento y cuando tenía que castigar a alguno de sus hombres, era severo y riguroso en la aplicación de la disciplina.

—Será un enemigo difícil.

—Temible. Jamás rehuía el combate. Luchó contra los belicosos sármatas en el Ilírico y no tuvo precaución ni temor algunos en lanzarse sobre su caballo a tumba abierta contra esos jinetes acorazados de pies a cabeza. Siendo ya tribuno de la VI Legión Gálica derrotó a los francos en Mongotiacum, en el
livres
a orillas del río Rin, encabezando él mismo la carga de la vanguardia de la caballería. Allí volvió a imponer sobre los hombres a sus órdenes su rígido sentido de la disciplina.

—Un general ejemplar; parece que lo admiras.

—Era muy exigente, pero nos salvó la vida en más de una ocasión. Era duro y a veces cruel, pero cuando se entablaba un combate acudía el primero a pelear como un león en defensa del último de los legionarios a sus órdenes.

—Tal vez sea tan buen general como dices, pero quizá le venga grande la túnica imperial —comentó Zabdas.

—No. Es uno de los pocos romanos que todavía creen en los valores tradicionales de la vieja república. Entiende que gobernar es un arte pero que los gobernantes deben hacerlo con autoridad y firmeza. Una de sus máximas era que los soldados debían actuar con mano de hierro, pero que la república debía gobernarse con mano de oro.

—¿Qué significa eso? —preguntó Kitot.

—Que los enemigos han de ser sometidos con las armas, mientras que los amigos deben ser remunerados con dinero y bienes.

—Tal vez tantos honores y halagos lo debiliten; suele ocurrir que, a veces, los hombres que reciben grandes elogios y desmedidas alabanzas se relajan y pierden la fuerza que los ha hecho poderosos.

—Los romanos lo llaman «dormirse en los laureles», pero no creo que sea el caso de Aureliano. Los honores y títulos que le está otorgando el Senado lo harán todavía más fuerte y más ambicioso. Ahora es consciente de su poder y del papel que puede desempeñar en la historia de Roma. Está henchido de majestad y hará cuanto pueda para incrementar su gloria, incluso en detalles como el cambio del nombre de su esposa. Cuando la conocí en Sirmio se llamaba Severina, un nombre poco adecuado para una emperatriz, pero desde que lo es hace que la llamen Ulpia Severa Augusta, más apropiado para una digna matrona romana. Y además, los legionarios le han otorgado el apelativo de
mater castrorum
, «madre de los campamentos». —Giorgios tradujo la expresión latina.

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