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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (61 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—No; vendrá antes por Palmira, estoy seguro. Conozco a Aureliano y sé que lo hará de este modo. Al fin y al cabo, los rebeldes de la Galia son romanos y nosotros, los palmirenos, no dejamos de ser para ellos unos bárbaros, aunque civilizados, que han osado cuestionar el dominio de Roma y quedarse con una parte del Imperio. —Giorgios ya se consideraba como un palmireno más.

—Entonces, ¿crees que debemos acelerar nuestra preparación para una guerra?

—Cuanto sea posible. Los comerciantes todavía se resisten a contribuir en los gastos de la defensa y están urdiendo todo lipo de excusas para ralentizar lo que se acordó que debían abonar en el último Consejo de la ciudad.

—Tienes razón, pero considera que nunca habían pagado tantos impuestos; estaban acostumbrados a aportar un décimo del valor de sus productos y ahora están pagando un quinto.

—Sin embargo nunca habían ganado tanto dinero como ahora. Algunos son tan ricos que podrían comprar una provincia de Occidente entera, y su riqueza se la deben a esta ciudad. Por tanto, si quieren mantenerla deben contribuir a que Palmira siga existiendo y eso sólo será posible si detenemos a los romanos.

—El consejero real Longino es de tu opinión, pero no sé si todos los palmirenos estarán dispuestos a sacrificar parte de su bienestar a cambio de mantener la independencia de su ciudad.

—Mientras sus bolsas rebosen de monedas de oro, a la mayoría de los comerciantes les es indiferente quién esté sentado en el trono de Palmira.

—Has olvidado que quien reina aquí es Zenobia, y los palmirenos aman a su reina.

—Sólo en tanto les garantice unos suculentos ingresos y unos negocios florecientes.

Un oficial interrumpió precipitadamente la conversación de los dos generales.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Zabdas.

—Acaba de llegar un mensajero de Ctesifonte, general. El rey Sapor ha muerto; su hijo Ormazd Ardashir es el nuevo rey de los persas. En las próximas semanas enviará una embajada a Palmira para ratificar el tratado de paz y la alianza militar que acordó su padre con nuestra reina.

—Ormazd Ardashir… Lo conocí en mi viaje a Ctesifonte; es un tipo enfermizo y débil, nada que ver con el lobo astuto y feroz que era su padre —comentó Giorgios.

—En estos momentos necesitamos quedar en paz con los sasánidas y garantizarnos su ayuda más que nunca —reflexionó Zabdas.

Palmira, principios de verano de 271;

1024 de la fundación de Roma

Los embajadores del nuevo soberano de los persas habían llegado a Palmira una semana antes, pero Zenobia había decidido que los recibiría el día del solsticio de verano.

Quería aparecer ante ellos como una gran soberana, al mismo nivel que el rey sasánida o que el emperador de Roma. Tenía la intención de demostrarles que ahora había tres grandes monarcas en el mundo que se extendía desde la India hasta los confines del océano occidental y que Palmira era igual a Roma y a Ctesifonte en poder y majestad.

Para la recepción de la embajada se engalanó la sala de banquetes del ágora y se organizó una gran ceremonia en la que los embajadores persas recorrerían la gran calle porticada, recién alfombrada con hojas frescas de palmera, decorada con banderas y estandartes.

A la hora prevista, los embajadores salieron de su residencia, un par de casas en la zona sur de la ciudad, y avanzaron por la calle del templo de Bel hasta el arco del triunfo de la gran calle de columnas.

Giorgios había ido a buscarlos al frente de un destacamento de veinte jinetes equipados con armaduras doradas, capas rojas y estandartes púrpuras. El ateniense portaba su casco de combate con garras de águila, al que había incorporado un penacho de plumas rojas.

—Embajador, la reina Zenobia te espera —Giorgios saludó con cortesía al enviado del rey de Persia—. Permíteme que te acompañe ante la soberana de Oriente.

Arbaces, el riquísimo sátrapa de la lejana provincia oriental del Imperio de los sasánidas, alzó la vista y cruzó la mirada con Giorgios, que se mantenía altivo sobre su caballo. Dos lujosos carros se habían preparado para llevar a los persas hasta el ágora.

—Te lo agradezco, general.

Arbaces y su séquito subieron a los dos carros y la comitiva se puso en marcha.

Pasaron por delante de la fachada del gran templo de Bel, en cuya escalinata de acceso se arremolinaban decenas de curiosos, y embocaron la gran calle de columnas, cuyos pórticos estaban repletos de gente. Allí se sumó al cortejo una delegación de Armenia, recién llegada desde ese reino del norte.

Giorgios cabalgaba a la cabeza del cortejo, flanqueado por dos portaestandartes que mostraban sendas banderas rojas con el emblema de Palmira bordado en hilo de oro.

Desfilaron bajo el arco triunfal, construido justo en el lugar donde la gran calle de columnas forma un ángulo de treinta grados, al lado del templo de Nebo. Al pasar bajo la gran arcada, Giorgios se fijó en las estatuas de Odenato y de Zenobia y en la leyenda en letras de bronce bajo la del caudillo: «Vabalato, varón y cónsul ilustre, duque de los romanos en Oriente, restaurador de todo Oriente y Augusto».

Tras recorrer un centenar de pasos giraron a la izquierda y entraron en la plaza del ágora. Allí esperaban los más ilustres palmirenos, alineados según las corporaciones de oficios a las que pertenecían: los sederos con sus gorros verdes, los joyeros con sus cintas doradas al pelo, los orfebres con sus insignias doradas sobre el pecho… Y por fin, sobre unas peanas de madera escalonadas, se ubicaban los magistrados de la ciudad, los generales y altos oficiales del ejército, presididos por Zabdas, y los consejeros reales, encabezados por Casio Longino, que se adelantó para recibir a los persas.

—Palmira os da la bienvenida, nobles embajadores del gran rey de Persia y del rey de Armenia —los saludó Longino mientras los enviados de Ormazd Ardashir y los embajadores armenios descendían de los carruajes.

Arbaces se acercó hasta el consejero real y ambos se estrecharon los brazos.

—Os traigo el saludo y el deseo de paz de su majestad Ormazd Ardashir, hijo del gran Sapor, rey de reyes, señor de Partia y soberano de toda Persia, de Irán y de lo que no es Irán, quien desea que la paz que se ha asentado entre nuestros dos pueblos siga luciendo eternamente —respondió Arbaces.

El sátrapa persa apenas había cambiado de aspecto; tan sólo algunas canas habían blanqueado sus sienes, pero las ocultaba con un tinte oscuro que confería un tono más negro y brillante todavía a su ya oscurísimo cabello. Vestía con la misma elegancia, una hermosísima y delicada túnica de seda amarilla bordada en hilo de seda rojo, verde, negro y azul con la figura de un dragón en la espalda, traída de la lejana China. Se tocaba con un alto gorro forrado de seda negra con decenas de perlas engarzadas con hilo de oro.

Arbaces y Longino se colocaron sobre una pequeña plataforma de madera a cuyos lados ondeaban el estandarte carmesí de Palmira y la bandera verde bordada con la corona del nuevo rey sasánida.

Esperaron un rato conversando sobre temas banales hasta que sonaron unas trompetas.

Giorgios, que se había retirado tras acompañar a los embajadores persas y armenios, se presentó de nuevo al frente de su batallón en la plaza del ágora, y tras los veinte jinetes entró un centenar de trompeteros y tamborileros atronando con sus sones.

Por fin apareció el carro de plata de la reina, rodeado de un escuadrón de catafractas, conducido por un enorme soldado negro, pero sobre el carruaje no iba Zenobia: al lado del gigantón estaba Vabalato, vestido de púrpura y coronado de laureles de oro, como un pequeño emperador romano. La señora de las palmeras hizo su entrada en el ágora cabalgando sobre una yegua blanca y escoltada por seis jinetes acorazados que portaban sendos estandartes de seda con bandas púrpuras y doradas. Detuvo la yegua delante de los embajadores de Persia y descabalgó de un brinco con una agilidad propia del más flexible de los atletas. Vestía pantalones, casaca y capa, todo de seda púrpura con ribetes de hilo de oro y engarces de piedras preciosas. Lucía el cabello suelto sobre los hombros, bajo una diadema de oro rematada por un gran rubí escarlata.

Arbaces la admiró asombrado y lamentó que aquella hermosa mujer hubiera rechazado su pretensión de convertirla en su esposa.

Zenobia se acercó al carro real y cogió a Vabalato de la mano para ayudarlo a descender.

Lo que ocurrió a continuación fue asombroso. Sin que mediara ninguna llamada ni ningún gesto, los presentes en la plaza del ágora comenzaron a tumbarse de bruces sobre el suelo, al estilo en el que los súbditos de los emperadores de Persia se postraban ante sus soberanos.

Arbaces miró a su alrededor y comprobó que era el único que permanecía en pie; todos los compañeros de su séquito se habían arrojado al suelo y estaban postrados ante Zenobia. El embajador persa miró a la reina de Egipto. Zenobia permanecía de pie en medio de la plaza del ágora, con Vabalato de la mano, rodeada de un silencio absoluto. Entonces Arbaces abrió sus brazos, inclinó la cabeza, se arrodilló y se tumbó boca abajo en el suelo.

—Podéis levantaros —ordenó Zenobia, a lo que los presentes respondieron incorporándose despacio, como si pretendieran que aquellos momentos no se acabaran nunca.

Zenobia y su hijo entraron en la sala de banquetes y tras ellos lo hicieron los consejeros reales, los embajadores persas, los armenios y los notables de la ciudad. Parecía como si la señora de las palmeras se hubiera convertido de pronto en la soberana del mundo.

Una vez que todos los invitados a la ceremonia quedaron acomodados en los lugares que les habían señalado, la reina indicó a Longino que podía intervenir.

El principal consejero real saludó a su soberana y a Vabalato con una inclinación de cabeza y leyó una tablilla de madera:

—El Consejo Real de Palmira, el Consejo del reino de Egipto y los gobernadores de las provincias de Asia y Mesopotamia, todos concordes y ninguno discrepante, en virtud de los muchos méritos y de los derechos atesorados por el hijo de nuestro señor, el recordado Odenato Augusto, reconocemos al ilustre Vabalato, hijo de la reina Julia Aurelia Zenobia, los títulos de augusto y de rey de reyes, y acatamos su imperio y su autoridad sobre todo Oriente, desde el mar Mediterráneo hasta el gran río Eufrates y desde el mar Ponto hasta el país del Nilo.

Arbaces tragó saliva al escuchar aquella declaración; Odenato ya se había atrevido a proclamarse rey de reyes, el título principal que ostentaban los emperadores persas, cuando derrotó a Sapor años atrás y se presentó en tres ocasiones ante las murallas de Ctesifonte, pero aquello se consideró como una anécdota; ahora parecía que iba en serio.

A una indicación de Longino varias decenas de sirvientas, vestidas todas con túnicas cortas de seda blanca ribeteadas con orlas doradas, entraron a la sala de banquetes y sirvieron vino.

—Queridos amigos —intervino Zenobia—: deseo que bebáis por el Imperio de Oriente y por la grandeza de Palmira.

Los embajadores persas tomaron sus copas y aguardaron a ver qué hacía Arbaces, pues la declaración que acababa de leer Longino significaba una grave ofensa para su emperador.

Arbaces alzó su copa y dijo:

—El rey de reyes, soberano de Irán y de lo que no es Irán, Ormazd Ardashir, monarca de Mesopotamia, de Persia y de Partía, saluda a su hermana la reina Zenobia y a su hijo el augusto Vabalato y les desea un reinado fructífero y afortunado.

Y dio un sorbo de su copa.

—Larga vida a la reina Zenobia y a su hijo el augusto Odenato —replicó el embajador armenio.

Zenobia sonrió levemente, alzó su copa y también bebió. Algunos de los asistentes comenzaron a lanzar vítores a Zenobia, a Vabalato y a Palmira, y a clamar por la alianza entre persas y palmirenos.

Zabdas y Giorgios respiraron tranquilos.

—¿Has oído cómo ha titulado ese embajador al rey de Persia? —preguntó Zabdas a Giorgios.

—«Rey de Irán y de lo que no es Irán.» Esa fórmula la escuché en Ctesifonte, en la audiencia con Sapor. Me parece que el cachorro del gran rey tiene las mismas o mayores pretensiones que su padre.

Varios persas, vestidos con túnicas azules de seda bordadas con estrellas amarillas, entraron portando cajas de madera labradas a cincel e incrustadas con marfil. Las depositaron a los pies de la reina y las abrieron. Cada una de ellas estaba llena de un tipo de piedra preciosa: verdes malaquitas, rojos sardónices, púrpuras pederotes, encarnados hematíes, azules jacintos, pálidas crisoprasas, amarillos berilos, nacarinas perlas y cristalinos diamantes.

Los cortesanos contemplaron asombrados aquel despliegue de riqueza.

Una tras otra fueron sirviéndose varias rondas de vino y las copas se llenaron en numerosas ocasiones. Zenobia se mantenía serena, pese a que bebía la misma cantidad que sus invitados los embajadores de Persia y de Armenia, y reía ante las ocurrencias del sátrapa Arbaces.

En el centro de la sala decenas de criados dispusieron unas mesas bajas y sacaron bancos y almohadones sobre los que se recostaron los invitados en tanto se servían copiosas bandejas rebosantes de enormes pedazos de carne guisada, cuencos de verduras y legumbres especiadas, deliciosos adobos y escabeches, dulcísimas frutas escarchadas y sabrosos pasteles de miel, almendras, dátiles y pistachos. El mejor de los caldos de los viñedos de las tierras del sur de Antioquía seguía colmando las copas y nublando los ojos de los cada vez más alegres comensales.

Tres horas después de comenzado el banquete los embajadores persas y armenios estaban absolutamente ebrios y los generales Zabdas y Giorgios intentaban mantenerse firmes pese a que el vino ingerido les nublaba la vista y les confundía la lengua.

Ni siquiera Arbaces, siempre elegante y altivo, lograba conservarse sereno, y cada vez que intentaba hablar barbotaba como cualquier plebeyo borracho en alguna de las cantinas de los suburbios de Palmira. Su cabello largo y rizado, recogido en una redecilla de hilos de seda dorada, comenzaba a desparramarse en rebeldes mechones que le conferían el aspecto de un orate descuidado; sus profundos ojos oscuros presentaban una mirada perdida y embobada y apenas eran capaces de distinguir otra cosa que formas y colores.

Por el contrario, Zenobia parecía sosegada y sobria, el cabello negro perfectamente peinado, el maquillaje en sus mejillas y el
kohl
alrededor de sus ojos como recién aplicado, el vestido de seda engastado de perlas terso y su mirada limpia y plácida, como si no hubiera bebido otra cosa que agua.

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