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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (56 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—Una prodigiosa historia —comentó Giorgios tras escuchar el relato de Ardavan—. ¿Y qué le ocurrió al eunuco?

Ardavan sonrió.

—Su cadáver fue arrojado a los perros, para que lo devoraran… salvo una parte. El pene del joven eunuco fue lo último que comió el mercader. El rey lo invitó a cenar un estofado de carne cuyo ingrediente principal era el miembro viril del eunuco. Tras ingerirlo, se le reveló lo ocurrido y lo que acababa de comer, y se ordenó que lo apresaran. El resto ya lo has escuchado.

La comitiva palmirena y sus escoltas persas atravesaron un gran portón que daba a un jardín interior salpicado de palmeáis. Al fondo se elevaba un edificio de tres plantas labrado en piedra con dos gigantescos toros de terracota esmaltada de azul flanqueando la puerta de acceso.

Los palmirenos se instalaron en las habitaciones del palacio, cada una de ellas tan grande corno una casa mediana, y se sorprendieron al comprobar que los tres pisos que parecía tener el edificio en su traza exterior se reducían a uno solo, por lo que los techos de cada una de las estancias eran tan altos como seis hombres puestos uno sobre otro. Las techumbres eran abovedadas y estaban decoradas con azulejos bellísimos que dibujaban ramos de flores y esquemas geométricos muy complejos. Los suelos eran de ladrillos vidriados en verde, azul y amarillo que trazaban caprichosas formas geométricas.

—Hermoso palacio —comentó Giorgios.

—Mientras permanezcas en Ctesifonte, ésta es tu casa. Los criados os atenderán y os proporcionarán comida y bebida; el agua del pozo es la mejor de la ciudad. Pasado mañana, a mediodía, vendré a buscarte para acompañarte ante mi señor el consejero Kartir. Cualquier cosa que necesites no dudes en solicitarla a los sirvientes. Ni tú ni tus colegas podéis salir de palacio; una lógica medida de seguridad, como comprenderás.

—¿El señor Kartir habla arameo, latín o griego?

—El sumo sacerdote habla arameo, por supuesto, pero no lo hará en público. La lengua que empleará en la entrevista será el persa. ¿Comprendes nuestra lengua? —le preguntó Ardavan, que se entendía con Giorgios en arameo.

—Entiendo algunas frases y conozco muchas palabras, pero no podría seguir una conversación completa.

—En ese caso, yo actuaré como traductor, si no te importa.

—Uno de los secretarios que me acompañan habla persa, pero si Kartir me va a entender en arameo…

—La etiqueta de la corte dicta que el consejero real utilice siempre la lengua persa.

—¿Incluso en una recepción como ésta, en la que no va a haber cortesanos presentes?

—Eso tendrá que decidirlo mi señor Kartir. Disfruta de la comida, te aseguro que es excelente.

Ardavan se despidió de Giorgios y tras él se cerró el portón exterior del palacio; dos soldados quedaron de guardia en el interior. El ateniense se acercó a una bandeja de dátiles que había sobre una mesa, tomó entre sus dedos uno de ellos y lo saboreó con deleite. En verdad, era el más sabroso que había probado jamás.

El palacio de Kartir Hangirpe estaba rodeado de los jardines más suntuosos que pudieran imaginarse. El agua, tan escasa en Palmira, fluía por todas partes a partir de un canal derivado del río Tigris que alimentaba varias albercas, alguna tan grande que permitía la navegación de barcas de recreo.

En un ángulo de los jardines había incluso un pequeño zoológico, con jaulas en las que dormitaban leones, tigres, leopardos y otras fieras. Varios halcones posaban sobre una alcándara, sujetas sus garras a una barra de bronce con fuertes cordeles de seda. En un lado del jardín se levantaba un pequeño templo dedicado al dios Ahura Mazda, del que Kartir era supremo sacerdote y el más devoto seguidor.

Los embajadores de Palmira fueron conducidos por el capitán Ardavan a un enorme salón de recepciones cuyo techo se sostenía por cuatro robustas columnas rematadas con capiteles con forma de toros alados. Las paredes estaban recubiertas de relieves en cerámica esmaltada en los que se representaban escenas de caza y de guerra. En uno de ellos el rey Sapor, coronado con la tiara imperial sasánida, sujetaba por el cuello a un enemigo derrotado vestido al estilo de los generales romanos. Giorgios no dudó en identificar esa escena con la victoria de Sapor sobre el emperador Valeriano, diez años atrás.

Una campanilla anunció la entrada del consejero real. Karin era un tipo imponente. Algo más alto que Giorgios y mucho más delgado, vestía una túnica de seda negra salpicada de estrellas doradas y cubría su cabello negro, rizado e impregnado de aceites aromáticos con un alto gorro puntiagudo. Sus ojos oscuros y fríos destacaban más si cabe por su rostro tan enjuto, de tez morena, con una barba negra y también rizada. Llamaban la atención sus manos, finas, delgadas y muy grandes, en las que tan solo lucía un enorme anillo de oro engastado con el sello que lo identificaba como canciller del Imperio de los persas.

Sus andares eran cadenciosos y elegantes, y se movía con una impostada majestad que denotaba una cierta rigidez al desplazarse, como si hubiera ensayado una y otra vez sus medidos pasos. Atravesó el gran salón y se sentó en un diván de seda roja ante una mesa baja llena de bandejas de frutas frescas y varias jarras de plata con diversas bebidas. Alzó su mano derecha y uno de sus secretarios se acercó hasta Ardavan para bisbisarle algo al oído.

—El consejero real te hablará en arameo; no hará falta que os traduzca la conversación. Puedes sentarte frente a él. Tus acompañantes deberán acomodarse en aquel otro diván y permanecer en silencio durante la entrevista, como si no estuvieran aquí. —Ardavan señaló a Giorgios otro enorme diván ubicado en una esquina de la sala.

Giorgios se acercó hasta Kartir y lo saludó con una ligera inclinación de cabeza.

—Sé bienvenido a Ctesifonte. Espero que te encuentres a gusto en tu residencia —le dijo Kartir.

—Gracias, consejero real. Ya conoces la razón de mi viaje…

—Y la comparto, general. Persia y Palmira se necesitan, y ambas están enfrentadas con Roma. Se trata de un motivo suficientemente importante como para que sellemos una alianza militar firme y sólida que complemente y refuerce nuestro acuerdo de paz.

—Mi reina, Zenobia de Palmira, está dispuesta a reconocer una frontera estable y duradera entre nuestros dos imperios. Proponemos que esa línea se fije a cincuenta millas de la ciudadela de Dura Europos, aguas abajo del Eufrates; todas las tierras situadas al oeste de esa raya imaginaria de norte a sur serán de Palmira, y las ubicadas al este de Persia.

—Nos costó un gran esfuerzo desalojar a los romanos de Dura, que, además, fue fundada por nosotros los persas; sería justo que esa ciudadela nos perteneciera ahora —comentó Kartir.

—Dura no es otra cosa que un montón de ruinas entre las que malviven unos centenares de pordioseros, mendigos y beduinos.

—Te propongo que esa línea fronteriza y estable entre nuestros reinos nos otorgue Dura.

—Los comerciantes de Palmira necesitan ese lugar como cabeza de puente para sus caravanas hacia Mesopotamia.

—Con el tratado de paz que ya está en vigor, los comerciantes de Palmira pueden circular libremente por todo el curso del Eufrates y llegar por su cauce hasta el mar. El puerto fluvial de Dura será de libre acceso para tus comerciantes y no tendrán que pagar peajes. Te lo garantizo.

—La salida al río por Dura es imprescindible para Palmira.

—Declararemos Dura como puerto franco; eso supondrá que la ciudad volverá a tener vida y que se recuperará de la desolación que supuso el asalto por nuestras tropas hace unos años.

—Dura debe pertenecer a Palmira; eso no es negociable —asentó Giorgios con firmeza.

—De acuerdo, si tanto te empeñas… —aceptó Kartir—. ¿Para cuándo esperas el ataque de Roma?

Esa pregunta desconcertó al ateniense; desde luego, aquel extraño personaje sabía mucho más de lo que contaba y era muy astuto. Giorgios supuso que Palmira estaba llena de espías al servicio de Persia.

—Sabemos que el nuevo emperador Aureliano está decidido a recuperar las antiguas fronteras y reintegrar a la soberanía del Imperio todas las tierras que alguna vez pertenecieron a Roma; y ahí está incluida Palmira. Pero te recuerdo que también fue romana toda Mesopotamia, hasta la desembocadura de los dos grandes ríos. Si Palmira cae en manos de Aureliano, la siguiente presa será Persia. De modo que sí, tienes razón, nos necesitamos.

—¿Conoces a Aureliano?

—Visitó Palmira en una ocasión, cuando era oficial del ejército romano. —Giorgios obvió revelar que él mismo había estado bajo sus órdenes en las fronteras del Danubio—. Parece un tipo determinado a devolver a Roma a su máxima grandeza, y ese objetivo pasa por acabar con nosotros. En el Imperio todavía escuece la derrota de su emperador Valeriano y que no se conozca su destino. Por cierto, en Palmira se rumorea que ni piel adorna las paredes en un templo de esta ciudad.

—Yo no sé nada de eso —afirmó Kartir con ironía.

—¿Cómo puede perderse la pista de un emperador?

—Porque diez años después de su captura a nadie le importa ya qué fue de aquel viejo idiota.

—El olvido no es el final más apropiado para un soberano.

—El recuerdo es patrimonio exclusivo de los vencedores. La memoria de los derrotados sólo interesa cuando añade honores a la victoria del triunfador.

—Si ese pobre viejo todavía vive, el devolverlo a Roma sería un acto de magnanimidad y de grandeza por parte de vuestro rey.

—Tú lo has dicho: si viviera… Pero dejemos este asunto y volvamos a lo importante: Persia desea que nuestras dos naciones firmen un acuerdo de defensa militar, de colaboración comercial y de ayuda mutua. Nuestro embajador Arbaces, al que ya conoces, me ha informado de que tu reina es una mujer de enorme belleza, pero… ¿sabrá mantener firme su carácter y sólida su determinación?

—¿Qué quieres decir?

—Es una mujer. Tal vez se acobarde cuando tenga que enfrentarse cara a cara con las legiones de Roma.

—Si ha sido Arbaces quien te ha sugerido eso, se ha equivocado. Mi reina tiene mayor seguridad en sí misma que la mayoría de los hombres que conozco. Ama Palmira y ha conquistado un imperio. Yo la he visto desfilar sobre su carro de guerra por las calles de Antioquía, Damasco, Alejandría y Tebas, y he escuchado cómo la aclamaban sus súbditos. Pero también he caminado a su lado durante muchas millas, bajo el sol más inclemente del desierto, y he competido con ella con el arco, y te aseguro que siempre me ha vencido.

—Los griegos y los palmirenos sois extraños; permitís que os gobierne una mujer y lo aceptáis como algo natural. Aquí, en Persia, jamás entenderemos esas costumbres tan bárbaras.

—¿Cuándo me recibirá Sapor? —Giorgios eludió polemizar con Kartir.

—Dentro de seis días. ¿Has traído algún presente?

—Por supuesto: un puñal.

—¿Un cuchillo? El emperador posee cientos de ellos.

—No se trata de un simple puñal; cuando lo veas lo comprenderás. Pero mientras esperamos, ¿qué podemos hacer durante estos seis días? ¿Vas a permitir que salgamos del lugar donde nos han hospedado o tendremos que aguardar allí encerrados como cautivos?

—Tú y tus compañeros podréis moveros por la ciudad a vuestro antojo, pero sin salir de ella. Y para que estéis bien protegidos os acompañará en todo momento el capitán Ardavan con una patrulla de soldados.

—Por nuestra seguridad, claro —ironizó Giorgios.

—Por supuesto. Es nuestro deseo que tan ilustres huéspedes os encontréis en Ctesifonte tan seguros como en vuestra propia casa; somos aliados.

Aquellos seis días en Ctesifonte se hicieron demasiado largos. Los delegados palmirenos no tenían otra cosa que hacer que comer, recorrer los mercados siempre atiborrados de gente y escuchar en las plazas a las decenas de individuos que se presentaban a sí mismos como augures dispuestos a revelar el futuro del mundo a cualquiera que se detuviera un instante ante ellos, o a presuntos magos que anunciaban la inmediata llegada del fin del mundo, o a profetas iluminados que predecían el advenimiento de un mesías que salvaría a la humanidad de toda miseria y sufrimiento.

Entre aquellos desbocados charlatanes y estrafalarios orales los había de todos los tipos y condiciones: demagogos capaces de vender sacos de arena en el desierto, dementes que anunciaban catástrofes apocalípticas con los ojos inyectados cual terribles visionarios, parlanchines graciosos que aprovechaban el ir y venir de la gente para criticar cuestiones que en oirá situación los hubieran llevado a la horca, e incluso verdaderos santones imbuidos de convicciones místicas que hablaban de Dios y de su esencia en discursos tan cultistas que la mayoría era incapaz de comprender.

Al lin llegó el día de la esperada audiencia. Ardavan le había comunicado a Giorgios que debía presentarse en el palacio real poco antes de mediodía, pero Kartir no le había asegurado a qué hora sería recibido por el rey Sapor, de modo que le recomendó que acudiera a la cita tras haber pasado por la letrina porque nunca se sabía el momento preciso en que sería llamado.

El ateniense se vistió para la ocasión con una elegante túnica de seda verde oscuro, de corte oriental, un gorro cilíndrico al estilo de los que lucían los elegantes patricios de Palmira y unos zapatos de cuero negro con remaches de bronce pulido y brillante. Se ajustó un cinturón de cuero negro con roblones de plata en forma de cabeza de león y se perfumó con esencia de áloe y de algalia.

De una caja de madera cuidadosamente embalada extrajo un puñal. La hoja había sido forjada por el mejor herrero de Damasco; era tan fina, templada y afilada que podía cortar un cabello a lo largo simplemente con el roce de su filo. La empuñadura era una extraordinaria joya engastada por el más afamado de los orfebres de Palmira. Las cachas las formaban dos enormes esmeraldas talladas con un delicado primor y sujetas al mango por cuatro gruesos vástagos de oro en los que se habían incrustado decenas de pequeños rubíes y diamantes. Era una magnífica pieza que hubiera constituido un deleite para el más exigente de los soberanos de la Tierra. Introdujo el puñal en una vaina de cuero y ambos en una bolsa de tafetán rojo forrada de una fina badana azul y volvió a colocarlo en la caja de madera.

A la puerta de su residencia aguardaba el capitán de catafractas, Ardavan, con seis jinetes vestidos con el traje de gala: una casaca de fieltro rojo ribeteado de verde, turbante blanco con el emblema del rey Sapor labrado en una chapa de bronce dorado al frente, pantalones anchos de seda de color blanco y unas botas de cuero teñido de rojo con remaches metálicos en las puntas y tacones.

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