La Prisionera de Roma (54 page)

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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

BOOK: La Prisionera de Roma
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—Los generales Zabdas y Giorgios tal vez piensen lo contrario; disponemos de tres legiones bien equipadas y magníficamente entrenadas, y todavía podemos recabar la ayuda de los persas. Hemos acordado la paz con Sapor y podemos intentar sellar una alianza militar que podría ayudarnos a vencer a Aureliano. Hablaré con el rey de Persia. Le haré saber que si Palmira cae en manos de Aureliano, el próximo objetivo de Roma será Ctesifonte. No tendrá más remedio que llegar a un pacto con nosotros.

—Convendría enviar por delante a un agente secreto para que hablara con Kartir, el consejero real de Persia; ese hombre siempre ha estado inclinado a un pacto con Palmira. Su opinión es muy influyente y Sapor suele guiarse por sus consejos.

—De acuerdo, que un mensajero hable con ese tal Kartir, pero será el general Giorgios quien acuda a Ctesifonte para cerrar esa alianza con Sapor.

Zenobia recabó la presencia inmediata de sus dos generales, que se presentaron en palacio enseguida.

—Longino está convencido de que Aureliano nos atacará muy pronto y de que no podremos vencerlo. Plantea revisar nuestra relación con Roma y ceder en nuestras posiciones. ¿Cuál es vuestra opinión?

—Aureliano no firmó la propuesta de paz que le remitimos el pasado verano. El Senado romano no aceptará ningún acuerdo que no pase por la sumisión incondicional de Palmira a Roma y la reintegración de todas las provincias de Oriente a su imperio. Mi propuesta es que debemos afirmar nuestra posición y plantar cara a Aureliano si decide venir contra Palmira —aconsejó Zabdas.

—Estoy de acuerdo, mi señora; la firma de un tratado supondría que Aureliano considera a Palmira en plano de igualdad con Roma, y si así lo hiciera, el Senado o el ejército, o ambos a la vez, lo depondrían de inmediato. Como ya sabes, serví a las órdenes de Aureliano en la IV Legión, y a su lado comprobé que, tras la victoria, no acepta otra cosa que la rendición incondicional del enemigo. Recuerdo ahora que en una ocasión, poco antes de que nos dispusiéramos a librar una batalla contra los godos, nos arengó a los jinetes a su mando con una encendida alocución en la que alegó que sólo había dos salidas a aquella situación: victoria o muerte —ratificó Giorgios.

La reina miró a sus dos generales.

Zabdas tenía cincuenta años; su barba y su densa cabellera, antaño completamente negras, estaban cuajadas de mechones grises, y los surcos del tiempo habían tallado profundas arrugas en su rostro atezado por el sol y el viento del desierto; mantenía buena parte de su legendaria fortaleza, pero sus músculos ya no eran tan resistentes como antes. En sus oscuros ojos todavía podía atisbarse un destello del imposible amor que seguía sintiendo por Zenobia.

Giorgios, a sus treinta y cinco años, estaba en la plenitud de su vigor, aunque las primeras canas comenzaban a perlar sus sienes; nunca se había dejado barba, ni siquiera durante las campañas militares en Mesopotamia y en Egipto. Sus ojos no podían evitar un destello de deseo cada vez que miraban el cuerpo de su amada.

—Vabalato y yo os debemos este reino; decidme, ¿qué puedo hacer?

—Tu destino es el nuestro, señora —asumió Zabdas.

—Sabes que haré cualquier cosa que me pidas —le dijo Giorgios.

—¿Tenemos alguna oportunidad de victoria ante un ataque de diez legiones de Roma? —demandó la reina.

Los dos generales guardaron silencio. Al fin, Zabdas habló:

—Sólo una, aunque muy remota: que el ejército de Sapor combata a nuestro lado.

—Sí, ésa es nuestra única posibilidad —ratificó Giorgios.

—Quiero que vayas a Ctesifonte. He enviado a un mensajero para que tenga informado a Kartir, sumo sacerdote y el personaje más influyente en aquella corte. Te entrevistarás con él y con Sapor y les ofrecerás la firma de una alianza militar contra Roma. A cambio de ese tratado, compensaré a Persia con la entrega de las tierras de Mesopotamia hasta cincuenta millas al sur de Dura Europos —le dijo Zenobia.

—Eso significa renunciar a todas nuestras conquistas entre el Tigris y el Eufrates —intervino Zabdas.

—Pero a cambio de conservar todas las tierras entre el Eufrates y el Nilo, y la propia Palmira —replicó Zenobia.

—¿Sabéis que Arbaces me propuso matrimonio? Tal vez si lo aceptara como esposo sería más fácil esta alianza con el rey de los persas, aunque pasaría a ser una más de las esposas de su nutrido harén, tal vez la favorita, pero sólo una más. O incluso podría ofrecerme como esposa del propio Sapor. ¿Os imagináis? Todo Oriente unido otra vez en un único imperio, desde Alejandría hasta la India, el reino de Alejandro el Grande convertido en realidad de nuevo.

—¿No estarás hablando en serio? No consentiré…

—No te preocupes, Giorgios —Zenobia interrumpió al general ateniense, que se había alterado ante la idea de imaginar siquiera a Zenobia en brazos de aquel ufano sátrapa o en los del rey de Persia—. No lo haré…, aunque tal vez hubiera sido ése el modo más eficaz para quitarnos de encima a Aureliano.

Aquella noche Zenobia y Giorgios durmieron juntos en palacio; mientras ellos se amaban en las habitaciones de la reina, Yarai y Kitot lo hacían en las dependencias de los esclavos. Vabalato, el joven augusto de Oriente, dormía con placidez, ajeno al destino que se estaba forjando sobre el reino que algún día, como había ideado su madre, él debería gobernar.

Palmira, últimos días de 270;

1023 de la fundación de Roma

Pablo de Samosata, que pese a todos los líos que había originado se mantenía como miembro del Consejo Real aunque apartado de sus reuniones, estaba hecho un basilisco. Mogino, el obispo del principal y más numeroso grupo de cristianos de Palmira, había convencido a algunos de los seguidores del antiguo patriarca de Antioquía para que abandonaran su secta, y los había incorporado a la comunidad que seguía las enseñanzas del apóstol Pablo de Tarso.

Al de Samosata apenas le restaba una docena de fieles en Palmira, de modo que, desesperado y fuera de sí, se dirigió a la residencia de Mogino. El orfebre cristiano se encontraba en su casa de la calle del templo de Baal-Shamin. Aquel día los palmirenos celebraban la fiesta del solsticio de invierno, que festejaban con un gran banquete para conmemorar que a partir de esa fecha los días comenzaban a alargarse y las noches a acortarse.

Los cristianos también celebraban ese día; algunos de ellos lo habían considerado como el día del nacimiento de su hombre-dios Jesucristo y lo recordaban con la ceremonia llamada eucaristía, muy similar, aunque de modo más solemne, a la que organizaban todos los domingos, el día de la semana que dedicaban a rendir culto a Dios.

Pablo sabía que a aquellas horas, a finales de la tarde, los Cristianoss trinitarios estarían reunidos en la casa de Mogino, su obispo, celebrando esa ceremonia ritual. Al frente de sus incondicionales enfiló la calle y se presentó ante la puerta del orfebre. Golpeó con fuerza las hojas de madera y lo conminó a que saliera.

Ante los reiterados golpes de Pablo, Mogino apareció con el rostro contrito y la mirada desafiante. El obispo de Palmira identificó de inmediato al que fuera patriarca hereje de Antioquía, lo que enervó notablemente su ánimo, y lo increpó:

—¡Qué escándalo es éste! ¿Cómo osas interrumpir la cena del día del natalicio de Nuestro Señor?

—¡Malditos herejes! —clamó el de Samosata—. Habéis desvirtuado el verdadero mensaje de Cristo, habéis mancilladosus palabras con vuestras mentiras y habéis confundido a los hombres de buena fe. Yo os maldigo.

En ese momento los seguidores de Pablo sacaron de entre sus túnicas largas de invierno unas cachiporras de madera y se lanzaron sobre la puerta. Con el ímpetu con que la empujaron lograron derribar a Mogino quien, junto a su esposa Maroua, intentó en vano evitar el asalto. Los que estaban en el interior de la casa tardaron en reaccionar, y no lo hicieron hasta que se percataron de que estaban siendo atacados por los que consideraban una secta de fanáticos herejes.

Cada cual se armó con lo que pudo. A los golpes que lanzaban los seguidores de Pablo, enarbolando sus estacas, respondían los cristianos trinitarios utilizando banquetas, pebeteros y todo tipo de utensilios domésticos.

Sorprendidos por la barahúnda que se había formado, algunos vecinos salieron corriendo de sus casas y gritaron en demanda de socorro.

Una patrulla de tres
diogmitai
, los policías urbanos creados a imitación de los que existían en algunas ciudades de Grecia, no tardó en aparecer. Armados con sus largas varas, trataron de sofocar la trifulca, pero les resultaba imposible imponerse ante tanta ira desatada por los dos bandos de cristianos enfrentados.

El sargento de la patrulla ordenó a uno de los
diogmitai
que partiera en busca de ayuda. El policía marchó corriendo, atravesó la calle del templo de Baal-Shamin y salió a la gran calle de columnas por la que en ese momento paseaban Zabdas y Giorgios, que se dirigían a sus casas tras haber compartido una suculenta cena en la taberna de Bohra.

Al contemplar la alocada carrera del policía, lo detuvieron.

—¿Qué ocurre?, ¿a qué viene tanta prisa? —Giorgios sujetó por los hombros al policía, que identificó de inmediato a los dos generales.

—Ha estallado una monumental pelea en casa del orfebre Mogino, al final de esa calle. Son los cristianos; se están moliendo a palos unos a otros. Voy en busca de ayuda.

—Date prisa; nosotros acudiremos entre tanto a casa de Mogino —dijo Giorgios.

Los dos generales aceleraron el paso y a la carrera recorrieron la calle hasta que llegaron ante la casa del obispo de Palmira, que ambos ya conocían. Frente a ella se arremolinaban decenas de curiosos que intentaban escudriñar lo que ocurría en el interior, aunque con miedo a acercarse demasiado, pues varios hombres peleaban enconadamente armados con palos y estacas en la misma puerta. Escucharon gritos y chillidos y un enorme ruido, como si una banda de salvajes estuviera destruyendo aquel lugar.

Giorgios desenvainó su espada corta y cogió los pedazos de una banqueta a modo de escudo. Seguido por Zabdas, se precipitó al interior de la casa, apartando a varios de los que peleaban entre sí, y entró al patio.

En medio de la batahola, observó a Pablo de Samosata en pie sobre la mesa de piedra que hacía el papel de ara del altar en las ceremonias de aquellos cristianos empuñando una especie de cayado y gritando instrucciones a sus hombres para que propiciaran un buen escarmiento a los que no cesaba de llamar «heréticos». Tumbado en un rincón, con una herida abierta en la cabeza, yacía Mogino, sangrando en brazos de su esposa, que sollozaba desconsolada.

Giorgios se dirigió hacia ellos apartando a varios combatientes y se interesó por el obispo, que jadeaba de dolor consolado por Maroua, quien se afanaba en evitar con un paño que siguiera manando sangre de la herida.

—¿Qué ocurre aquí? —les preguntó.

—Ha sucedido de repente; ese demonio y sus alocados acólitos —Maroua señaló a Pablo— han irrumpido en nuestra casa y han comenzado a golpearnos sin mediar palabra.

Giorgios se incorporó y buscó con la mirada a Zabdas, que trataba de restablecer la calma interponiéndose, con grave peligro para su propia integridad, entre los que peleaban. Luego miró a Pablo, se dirigió hacia él y de un ágil brinco subió sobre la mesa.

El de Samosata, que se mantenía firme a pesar de sus setenta años de edad, lo miró asombrado. Giorgios lo sujetó con fuerza por los hombros y colocó la punta de su espada en el cuello del obispo herético:

—Ordena a tus hombres que detengan la pelea o te rebano la garganta aquí mismo —le dijo sin contemplaciones.

Las palabras del ateniense sonaron con la contundencia de una orden tajante y Pablo supo que iba en serio cuando sintió el cortante filo de acero en su cuello.

—¡Quietos todos! ¡Deteneos! —gritó el anciano alzando los brazos.

La voz de Pablo ya no era tan poderosa como en sus tiempos de gran dialéctico en Antioquía, y en el tumulto apenas se escuchaban sus palabras.

Zabdas percibió lo que ocurría, cogió por el pecho a uno de los seguidores del patriarca de Antioquía y lo estampó contra una pared. Se apoderó de su cachiporra y agitándola en el aire como un molinete, tal cual había visto hacer a Kitot en algunos combates, amedrentó a cuantos peleaban a su alrededor, que se detuvieron por un momento ante la formidable figura del general.

La voz de Pablo pidiendo que cesara el combate sonó entonces más nítida y cuando todos vieron a Giorgios sobre la mesa sujetando al de Samosatay con la espada amenazando su garganta, detuvieron la pelea.

Instantes después varios
diogmitai
entraron en el patio empuñando sus largas varas.

Zabdas se puso al frente de los policías, que acataron sus órdenes en cuanto lo identificaron.

—¡A la pared! Colocad a todos esos hombres de cara a la pared —ordenó Giorgios.

Los cristianos varones, incluidos algunos muchachos, fueron alineados de cara a las paredes del patio y mantenidos a raya por los
diogmitai
, aunque algunos protestaban y parecían dispuestos a continuar la pelea.

—Desenvainad las espadas y liquidad al que se resista —ordenó Zabdas tajante.

Aquel contundente aviso fue suficiente para que se apaciguaran los ánimos de los más exaltados.

Giorgios soltó a Pablo y volvió a interesarse por Mogino, al que ayudó a incorporarse.

Pablo hizo un amago para continuar la bronca, pero con la empuñadura de una espada que le había prestado uno de los policías, Zabdas le propinó en las costillas un tremendo golpe que dejó al todavía procurador doblado y sin aliento.

—Los culpables han sido ellos; nos atacaron de improviso, fueron esos bastardos herejes… —Mogino balbució algunos insultos todavía conmocionado por el golpe recibido en la cabeza.

—El tribunal decidirá sobre este asunto —decidió Zabdas, que ordenó que todos los varones mayores de edad fueran trasladados a prisión en espera de lo que se determinara.

El tribunal de Palmira, sólo dos días después de la pelea y a instancias de Zenobia, sentenció que Pablo de Samosata era el principal responsable del escándalo organizado el día del natalicio de Jesucristo. Acusado de alterar el orden en Palmira y de causar graves disturbios, fue depuesto de su cargo de procurador ducenviro, tuvo que pagar los desperfectos causados en casa del orfebre, además de abonar algunas indemnizaciones a los heridos en la pelea, y fue condenado al exilio.

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