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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (52 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—¡Claro, Aureliano! —Zabdas terció de pronto—. ¿No lo recuerdas, señora? Sí, es aquel oficial romano que se presentó en Palmira, hará ahora unos diez años, para anunciar que el emperador Valeriano había sido capturado por los persas. Lo recibió tu esposo, y tú, señora, estabas presente. Odenato le elijo que tenía aspecto noble, y él respondió orgulloso que su padre fue legionario y su madre una sacerdotisa en un templo de culto al Sol en no sé qué provincia romana. Se mostró muy seguro de sí mismo y aseguró con firmeza que Roma solventaría todas las dificultades por las que atravesaba.

—Sí, ahora lo recuerdo; me pareció un tipo engreído, poco interesante. Hablaba con una cantinela cuartelera aprendida de memoria y recitaba su discurso como un mal actor —dijo Zenobia.

—Pues ese mal actor ha sido entronizado como
dominus et deus
—continuó Longino.

—¿Señor y dios? ¿Con esos dos títulos lo han proclamado emperador?

—Así es, mi señora. Con ello, los soldados han querido colocar a uno de los suyos por encima del resto de los mortales, dejando claro que quien manda en Roma es el ejército y que su destino depende de las legiones —aclaró el consejero real.

—Aureliano no ha nacido en Italia; es un ilirio, pero os aseguro que se comporta como el más leal de los patriotas romanos. Y pelea como un león; yo lo he visto combatir en numerosas ocasiones. Es un jefe que, además de batirse en primera línea con fuerza y valor, da ejemplo y sabe transmitir a sus hombres la voluntad y el carácter necesarios para alcanzar la victoria —añadió Giorgios.

—¿Es de familia ilustre? —preguntó Zabdas.

—No; su linaje es humilde, de manera que los cronistas oficiales de Roma procederán de inmediato a inventarse una genealogía que supla la humildad de su origen. No sé qué cuentos fabularán sus biógrafos oficiales, pero imagino que ignorarán que su padre fue un simple colono al servicio de un rico senador llamado Aurelio. Cuando lo conocí como comandante de caballería, entonces de servicio en la IV Legión, él decía haber nacido en Sirmio, la gran ciudad de Iliria, pero en realidad vino al mundo en una mísera aldea de la Dacia, al norte del Danubio.

—Ocurre a veces que hombres ilustres nacidos en humildes lugares de nombre desconocido dicen haber visto su primera luz en la ciudad más cercana, porque así se consideran de cuna más alta —comentó Longino.

—Yo mismo he oído a algunos griegos afirmar haber venido al mundo en Atenas cuando sus madres los parieron en pequeñas aldeas del Ática o de la Tesalia, y conocí a un centurión, que perseguía a cuantos muchachos se ponían a su alcance y que se jactaba de ser autor de versos ripiosos y horrendos, que aseguraba ser natural de la noble ciudad de Córdoba, en Hispania, la patria del filósofo Séneca, cuya presunta pose altiva y elegante pretendía imitar en vano, aunque en realidad había nacido en una perdida aldea de una rústica región perdida en las montañas del interior de esa provincia —dijo Giorgios.

—Sea cual sea su lugar de origen, lo cierto es que Aureliano está dispuesto a asentar su autoridad en Roma, contener las algaradas bárbaras en el Danubio y restituir el dominio del Imperio en Oriente —resumió Longino.

—Le enviaremos una embajada solicitando un tratado de paz —añadió Zenobia.

—¿Y si lo rechaza?

—No podrá hacerlo. Esta misma semana acuñaremos en Palmira, en Alejandría y en Antioquía una serie de monedas con el nombre de mi hijo Vabalato. ¿Qué leyenda sugieres que acompañe a su nombre, Longino? ¡Ah!, que sea una leyenda que moleste a los romanos, en latín, claro.

—¡Hum! —El consejero real torció el gesto—. Propongo que en una cara de la moneda esté impreso el rostro de Vabalato con la leyenda
Vabalathus Vir Consularis Rex Imperator Dux Romanorum
, con su busto laureado con diadema, y en la otra el de Aureliano con la leyenda
Imperator
. Con ello, Palmira reconoce a Aureliano como emperador en Roma, pero mantiene la defensa de la legalidad de Vabalato como emperador en Oriente, título tal cual se concedió por parte del Senado y el pueblo romanos a su padre Odenato.

—Así lo haremos —dijo Zenobia.

—No será suficiente. Aureliano no es un diletante como Galieno, ni siquiera un irreflexivo como Valeriano; el ilirio no compartirá el poder con nadie, te lo aseguro, mi señora —añadió Giorgios.

—¿Podremos soportar un ataque de Roma? —le preguntó Zenobia a Zabdas.

—Señora, Palmira es ahora más poderosa que nunca, y no estamos solos. Desde el Egeo hasta el Eufrates y desde el Ponto hasta el Nilo, decenas de ciudades, provincias y regiones os aclaman a ti y a tu hijo Vabalato como señores legítimos. Si ese tal Aureliano decide atacar Palmira, tendrá que vérselas con todo Oriente, y no creo que Roma esté en condiciones de hacerlo. No tendrá más remedio que dialogar y admitir nuestra propuesta —terció Zabdas.

—No estés tan seguro de eso, mi buen general —dudó Zenobia—. Egipto nos mostró su sumisión, pero si esos orondos sacerdotes que lo manejan a su antojo ven peligrar sus rapadas cabezas no dudo que tornarán su fidelidad a Palmira, la que ahora nos demuestran con tanta euforia, por la lealtad a Roma, y lo harán demostrando un entusiasmo similar. Y en cuanto a las ciudades…, todas ellas están en manos de egoístas aristocracias locales que sólo atienden a sus intereses inmediatos. Un Oriente unido, Zabdas, no existe, es tan sólo un sueño…

—Pero es el sueño de Zenobia —intervino Giorgios—. Tal vez tengas razón, mi señora, y las ciudades y pueblos de Oriente no se mantengan leales a Palmira si las cosas se tuercen y Roma regresa por aquí con sus legiones, pero tú eres la soberana de Oriente, y te obedecerán. No sólo eres Zenobia de Palmira, también eres Cleopatra de Egipto, Dido de África y Berenice de Palestina.

—Os lo agradezco; agradezco a todos que estéis a mi lado. Enviaremos esa embajada ante Aureliano y veremos qué responde. Entretanto, no descuidéis la defensa y manteneos alerta.

Durante las últimas semanas del verano y las primeras del otoño, Zenobia recorrió el norte de Siria y el sur y el este de Anatolia para someter a los gobernadores que, asustados ante la noticia del nombramiento del nuevo emperador de Roma, habían mostrado reticencias a la hora de acatar la autoridad de Palmira sobre las provincias orientales del Imperio.

Se desplazó con todos sus consejeros salvo Longino, que se quedó en Palmira. El historiador y consejero áulico Calínico Dutorio escribía las proezas de la reina y cómo, ante su presencia, se sometían regiones y ciudades enteras de Cilicia, Capadocia, Panfilia y Galacia; Zabdas y Giorgios encabezaban el ejército y Nicómaco tomaba nota de los impuestos que las tierras sometidas deberían pagar a su nueva reina.

Sólo la región de Bitinia, en el norte de Anatolia, se negó a renunciar a su fidelidad a Roma, y las ciudades de la costa del Egeo, algunas tan ricas y poderosas como Mileto, Halicarnaso, Efeso o Pérgamo, se mantuvieron en una indefinida posición, sin mostrar acatamiento a Palmira pero a la vez sin declarar lealtad a Roma; sin duda, esperaban a ver qué decidía hacer Aureliano y hacia qué lado se decantaba el futuro.

Sobre su carro de guerra chapeado de láminas de plata, que conducía Kitot, Zenobia se desplazó por las calzadas construidas por Grecia y Roma, de ciudad en ciudad de Asia, hasta Ancyra, encabezando la caballería pesada y los regimientos de arqueros palmirenos que se presumían invencibles tras haber derrotado a los persas en Mesopotamia y a los romanos en Egipto.

Mientras el ejército de Zenobia ocupaba Ancyra, la ciudad ubicada en el centro de Anatolia, en la que confluían varios caminos, se recibió la noticia de que los sacerdotes del templo de Júpiter Hammon, en la ciudad de Bosra, en el norte de la provincia de Arabia, habían celebrado una ceremonia en la que habían rogado a los dioses que restablecieran en Oriente el poder de Roma y acabaran con la tiranía de la que denominaron «usurpadora de Palmira».

La reina Zenobia, en cuanto tuvo noticia de lo ocurrido en Bosra, ordenó al ejército regresar a Siria. A toda marcha, los generales Zabdas y Giorgios se presentaron en Bosra al frente de varios regimientos de catafractas y arrasaron el templo de Júpiter Hammon. Los sacerdotes que se habían rebelado fueron ejecutados; sus cuerpos se pudrieron al sol y sus restos los devoraron las alimañas.

Tras las conquistas de Egipto y de Asia y el escarmiento aplicado a los rebeldes de Bosra, Zenobia fue aclamada por todos como la reina guerrera y reverenciada como la soberana de todo Oriente. El sueño de Cleopatra y Marco Antonio si parecía ahora posible.

Palmira, principios de otoño de 270;

1023 de la fundación de Roma

Tras los triunfos en Asia Menor y Siria y la extension del dominio del Imperio de Palmira a casi todas las provincias de Asia y de Egipto, la reina regresó a su ciudad sumida en una honda preocupación.

Los primeros meses del reinado de Aureliano habían constituido una serie de continuos desastres para Roma, pues el nuevo emperador, pese a su fama de belicosidad y dureza, había sido vencido por los yutungos, un pequeño pueblo bárbaro, en una batalla librada en el norte de Italia. Aquella derrota hubiera supuesto el fin de un efímero reinado para cualquiera, pero Aureliano había reaccionado bien y con nuevas trollas de refresco llegadas desde el Danubio se había tomado la revancha: en dos batallas consecutivas arrasó a esos molestos bárbaros, a los que casi eliminó como tribu tras ejecutar en una cruel masacre a todos los yutungos que capturó.

Repuesto tras sus victorias, había viajado a Roma, donde había tomado una decisión asombrosa.

—El emperador Aureliano ha ordenado levantar una muralla para proteger el caserío de Roma; rodeará todos los barrios de la ciudad y será la más fuerte jamás construida —anunció Longino ante el Consejo Real de Palmira, presidido por la reina Zenobia y por su hijito Vabalato.

El niño estaba sentado a la derecha de su madre y vestía el manto púrpura y la corona de oro de laurel propia de los emperadores.

—Tienen miedo —dijo Zenobia.

—Nosotros también hemos construido una muralla, mi señora… —alegó Zabdas.

—Nuestra muralla se ha levantado como defensa del Imperio frente a la amenaza de los persas; sus piedras constituyen el bastión de la civilización. La muralla de Roma es el muro del miedo. La capital del Imperio, desde que lo es, jamás se había protegido tras unos muros. Roma era la dueña del mundo y su carencia de defensas constituía un claro mensaje de que a nada ni a nadie temía. Pero ahora Aureliano ha hecho ver a ese mismo mundo que Roma está temerosa, que por primera vez no está segura de seguir siendo su dueña absoluta e invencible.

Zenobia estaba bellísima; vestía una túnica de seda amarilla bordada con encajes de piedras preciosas, regalo del rey Sapor I como presente por la firma del tratado de paz entre Persia y Palmira, y se había colocado sobre la cabeza la diadema imperial de oro, engarzada con enormes perlas y rubíes de la India. Giorgios la miraba embobado; ya no podía, ni siquiera en público, disimular la atracción que sentía hacia aquella mujer, que le había despertado una pasión tal que lo estaba consumiendo en silencio.

—Hay más. Aureliano ha actuado de manera muy generosa en Roma. Para ganarse a la plebe, siempre tan veleidosa, ha repartido enormes cantidades de carne de cerdo y de vino, subvencionando el precio de esos alimentos, ha cambiado la ración mensual de trigo que recibían los romanos por una ración diaria de pan y ha devuelto a Roma las espectaculares y grandiosas ceremonias del pasado. Ahora recibe a los embajadores y legados en su nuevo palacio, ubicado en los antiguos huertos de Salustio, donde ha ordenado que se planten unos extraordinarios jardines, y lo hace vestido de púrpura, con dos cohortes de la guardia pretoriana desplegadas ante el palacio imperial en un gran semicírculo, con sus oficiales más leales a caballo junto a él y todo lleno de estandartes e insignias con las águilas doradas de las legiones bordadas en oro en banderolas con los mástiles de plata —continuó Longino, que resumía el informe de los embajadores enviados a Roma, quienes acababan de regresar con la respuesta de Aureliano a la propuesta de paz de Zenobia.

—Quiere dar la impresión de que Roma sigue siendo poderosa —insistió Zenobia.

—Pero Aureliano ejerce la plena autoridad. Me informan nuestros embajadores que mientras ellos estaban allí, aguardando su respuesta, resolvió algunas revueltas utilizando el ejército de manera contundente. Si es necesario, es capaz de provocar un torrente de sangre, una buena muestra de su determinación.

—O de su crueldad —intervino Giorgios ante las palabras de Longino.

—En ocasiones, general, la crueldad es imprescindible cuando se ejerce el poder y se soporta sobre los hombros la responsabilidad del mando —afirmó Zenobia con absoluta frialdad.

Sólo Giorgios la entendió; le estaba diciendo que si no le permitía visitar su lecho con más frecuencia era porque ella se debía a Palmira y no estaba dispuesta a que el amor o cualquier otro sentimiento la desviaran de su misión y de su oficio. El ateniense apretó los dientes y maldijo para sí no haberse encontrado con aquella mujer en otro lugar, en otras circunstancias, tal vez, incluso, en otro tiempo.

—¿Cuál es la respuesta de Aureliano a nuestra propuesta de paz? —Zenobia ya la sabía, claro, pero le preguntó a Longino en voz alta delante de la corte para seguir el ceremonial, copiado en parte de la etiqueta de palacio de los persas.

—Nuestros embajadores no han logrado una firma en un decreto imperial, pero Aureliano les ha comunicado de palabra que Roma no tiene la intención de declarar la guerra a Palmira.

—Eso no es suficiente; necesitamos una firma en un tratado formal, no una mera declaración de intenciones.

—Pues no disponemos de esa firma, mi señora.

—En ese caso, deberemos prepararnos para la guerra —terció Giorgios.

Acabado el consejo, los generales Zabdas y Giorgios se dirigieron caminando hacia el cuartel general del ejército palmireno. Aquella mañana de otoño era muy calurosa. El sol, amarillo y ardiente, brillaba con toda su fuerza en un límpido cielo azul celeste. Por la tarde se esperaba la llegada de una gran caravana procedente de Ctesifonte, cargada con productos riquísimos de la India, China y las lejanas islas del Océano índico.

Zabdas se acercó a un puesto de comida abierto a la calle y adquirió dos empanadas de carne picada aromatizada con cardamomo, pimienta y salsa de sésamo. Pagó con dos piezas de cobre y le ofreció una de las empanadas a Giorgios.

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