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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (10 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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—La Iglesia cristiana atraviesa malos tiempos. El augusto Valeriano, ahora en manos de los persas, puso en marcha, hace tan sólo tres años, una amplia campaña de acoso y de persecución contra algunos cristianos que se atrevieron a desafiar la autoridad religiosa y el carácter divino atribuido a los emperadores. Varios seguidores de esa iglesia, sobre todo en las comunidades de la provincia de África, han sido encarcelados y asesinados tras ser sometidos a cruentas torturas, e incluso han sido arrojados a las arenas de los anfiteatros para ser devorados por fieras salvajes, como vulgares delincuentes, y servir así de divertimento a la obscenidad de la plebe, siempre ávida de espectáculos sangrientos. Entre los cristianos ejecutados se encuentran dos de los más relevantes teólogos, los obispos Sixto de Roma y Cipriano de Cartago. Esos mártires son los verdaderos cristianos y no esos obispos orondos y opulentos que atesoran riquezas sin cuento en tanto predican la virtud de la pobreza a sus feligreses.

—Esos obispos a los que te refieres de manera tan despectiva han justificado la condena de tus posiciones doctrinales, alegando que estaban hartos de tu desviación de los verdaderos asertos de la religión cristiana y de tu contumacia en el error y la herejía, y por eso quieren expulsarte de la sede patriarcal de Antioquía —intervino Odenato mientras Zenobia se mantenía en silencio, observando cuidadosamente y sin perder detalle a aquel extraño individuo que rendía culto a un dios único del que la joven señora de Palmira apenas había oído hablar.

—La mayoría de los romanos y de los griegos disfruta con los placeres sensuales que ofrece la vida terrena, pero los verdaderos cristianos, siguiendo aquí las viejas costumbres de la ancestral religión de los judíos, rechazamos los deleites mundanos y predicamos la austeridad, la pobreza, la oración y la meditación en el nombre de Dios como único camino hacia la salvación eterna, hacia la redención universal. En cierto modo, el verdadero cristianismo está muy cercano a la religión que practicaban los esenios, un grupo de judíos que renunciaba a los placeres, no aceptaba el matrimonio, rechazaba a la mujer, se alimentaba de palmeras y todos sus bienes pertenecían a la comunidad —asentó Pablo de Samosata.

—Esas ideas tuyas cuestionan el mundo que conocemos, nuestra forma de vida y nuestras creencias más profundas; debes tener cuidado, pues si sigues así no sólo serás maldito para tus propios correligionarios, sino que te convertirás en un peligroso delincuente a los ojos de la justicia romana, y me temo que, si eso ocurre, te irá mucho peor todavía —reflexionó Odenato.

—El mensaje del auténtico Jesucristo, el profeta del único dios verdadero, va dirigido a un hombre nuevo. Los grandes sabios de la Iglesia así lo han entendido y combaten con su palabra la perversa filosofía de los paganos, como han hecho Clemente y Orígenes en la misma Alejandría, el emporio del saber y de la ciencia de los idólatras.

—¿Tu Jesucristo es como ese profeta llamado Mani, o Manes, que predica en Persia la existencia de dos principios antagónicos, el del bien y el del mal y que, según parece, también es perseguido por los sacerdotes del culto oficial sasánida? —intervino Zenobia, que hasta entonces se había mantenido en silencio.

La pregunta de la joven señora de Palmira sorprendió a Pablo.

—¡Oh, no, no, mi señora! Mani defiende la existencia de dos principios iguales en poder y majestad, el bien y el mal, representados por la luz y la sombra; y lo sé bien porque mi madre fue educada en esos erróneos postulados y me los reveló cuando yo era adolescente. Por el contrario, los verdaderos cristianos creemos en un solo principio superior, el que nos reveló Jesucristo, el de Dios Padre Todopoderoso, el Hacedor del universo y Creador del mundo. Para los cristianos hay dos principios antagónicos, sí, pero no son iguales. Si el mal existe sobre la tierra es porque Dios castiga a los hombres por sus errores, y para ello utiliza al demonio, a Satanás, un ángel caído que se rebeló contra su Señor y que pecó de orgullo y soberbia porque quiso ser como el mismo Dios. La que predica Mani es una doctrina dualista, abominable a los ojos del Señor; los auténticos cristianos creemos que no existe ningún ser ni ningún principio igual, ni semejante siquiera, a Dios, que es único y omnipotente, creador de todo el universo y que no tiene principio y no tendrá fin.

»Si me lo permitís, yo podría mostraros la auténtica esencia del verdadero cristianismo, señora, sin las deformaciones a las que la han sometido algunos errados y falsos profetas. Ninguna otra fe de cuantas se profesan sobre la tierra provoca tal sensación de paz en el alma y tanta serenidad en el espíritu como la que nos enseñó Jesús; no existe ninguna religión en el mundo que conforte al hombre tanto como la creencia en el único y verdadero Dios Nuestro Señor, el que se reveló a Abraham, a Moisés y a Jesús.

—Ahora estás bajo nuestra protección; más adelante, en cuanto las circunstancias lo permitan, podrás regresar a tu sede patriarcal de Antioquía, y lo harás bajo nuestro especial cobijo. Te nombraré procurador ducenviro de la provincia de Antioquía; así, revestido de esa autoridad pública como
procurator ducenarius
—hablaban en griego, pero Odenato citó este título en latín—, si alguien osara atentar contra tu vida, lo hará contra la de un oficial del Imperio y, si se atreve a ello, será considerado reo de muerte. Se te asignará una renta anual de doscientos mil denarios por tu nuevo cargo.

—En ese caso, puedo regresar a Antoquía enseguida.

—De momento permanecerás aquí, en Palmira, al menos por un tiempo prudencial, y le explicarás a mi esposa los fundamentos de esa religión que predicas, pero lo harás como maestro, no para intentar convencerla. Quiero que Zenobia sea instruida por los mejores pedagogos. Pronto llegará desde Atenas el reputado filósofo Casio Longino, al que he enviado a llamar para que la eduque en la filosofía de los sabios de Grecia. Me han asegurado que no existe en todo Oriente un hombre más ilustrado que él. Lo llaman la «universidad ambulante», porque se dice que nada de cuanto se conoce escapa a su conocimiento.

—He oído hablar de él. Sí, aseguran que es un sabio dotado de amplios conocimientos, pero también se trata de un pagano que creo que odia a los cristianos…

—Ya está decidido. Entre tanto, puedes predicar tu religión y practicar tus creencias cristianas libremente en Palmira. Espero que no causes problemas y sepas agradecer la acogida y el amparo que te ofrecemos. Mañana mismo serás nombrado
procurator ducenarius
, y recibirás esa asignación anual de doscientos mil denarios. Ahora retírate.

Pablo de Samosata asintió a las palabras de Odenato e inclinó la cabeza en señal de respeto hacia su protector.

Zenobia era una mujer de natural inteligente y de espíritu abierto, y estaba dispuesta a aprender cuanto se le enseñara. Odenato quería convertirla en la mujer más sabia de Siria y para ello le había asignado varios maestros que le estaban enseñando a hablar en latín; además, conocía bien los dos idiomas propios de Palmira, el palmireno y el griego, y hablaba perfectamente el arameo y, además, el egipcio que su madre le enseñara de niña.

Longino, designado como su preceptor y principal educador —para desesperación de Pablo de Samosata, que tuvo algunos enfrentamientos con el filósofo griego—, comenzó a impartirle clase durante dos horas diarias, al principio de cada mañana. Zenobia se entusiasmó enseguida con las enseñanzas del filósofo sirio formado en Grecia según las ideas expresadas por Platón y Aristóteles.

Para completar la formación de Zenobia en los estudios de historia, Longino le pidió a Odenato que contratara a un historiador. El elegido fue Calínico Dutorio, quien despertó en ella el interés por la historia del mundo a través de los libros de Tucídides, y le descubrió la historia de Roma contada en un libro de Herodiano, en el que se narraban los hechos sucedidos en el Imperio desde la muerte de Marco Aurelio hasta poco antes de la celebración de los grandes festejos que tuvieron lugar en la capital con motivo del milenario de su fundación.

Calínico ideó un juego que consistía en hacer que la joven esposa de Odenato se identificara con dos de las grandes mujeres de la historia.

—Tu modelo en la historia, como princesa de Palmira que eres —le decía Calínico—, ha de ser Cleopatra, la reina de Egipto, quien fuera amante de dos de los más insignes romanos, el poderoso Julio César y el noble Marco Antonio.

—Pero Longino me ha enseñado que Cleopatra murió derrotada luchando contra Octavio Augusto —le replicaba Zenobia—; su vida acabó, por tanto, en fracaso.

—Debes imitar su modelo de gobierno, su ambición y sus sueños, y no fijarte en su desgraciado final. Esta vida no es eterna, ni siquiera para las más eminentes reinas. La muerte nos aguarda agazapada en cualquier recodo del camino de nuestra vida y tarde o temprano alcanza la victoria sobre nosotros; lo importante es estar preparados para que, cuando aparezca Átropos, la inevitable parca señora de la muerte, nos encuentre listos para hacerle frente y para desafiar a los caprichosos genios del destino. Las grandes figuras de la historia son recordadas por haber plantado cara a la muerte con majestad y sin miedo, no por haberla derrotado, pues eso, mi señora, es imposible —apuntaba Calínico.

—No me gustaría morir envenenada por la mordedura de un áspid —sentenció Zenobia.

Otro día, Calínico comentó a su alumna que podía extraer muchas enseñanzas de la vida de la princesa Berenice de Judea.

—Berenice era bisnieta del rey Herodes el Grande de Judea e hija de Herodes Agripa, el último gran caudillo del pueblo judío. Fue la mujer más influyente de su época. En su juventud escuchó predicar a Pablo de Tarso, el ciudadano romano recaudador de impuestos que se convirtió al cristianismo tras caerse de su caballo camino de Damasco a causa de una aparición divina. Berenice vivió una vida sentimental muy intensa y azarosa. El general Tito, que luego se convertiría en emperador, se encaprichó de aquella hermosa mujer y, tras conquistar Jerusalén, se la llevó consigo a Roma como amante; estaba tan prendado de ella que incluso quiso hacerla su esposa, pero Vespasiano, el padre de Tito, lo impidió, y Berenice regresó a Judea.

—¿Ella le correspondió? —preguntó Zenobia.

—Según los historiadores, sí, pero no hay que creer todo cuanto se relata en las antiguas historias. Berenice, una vez tomada Jerusalén, se puso del lado de los romanos. Cuando murió Vespasiano y Tito fue proclamado emperador, Berenice retornó a Roma por segunda vez; quizá creyera que, ahora sí, se convertiría en esposa de su amado y en emperatriz, pero se equivocó. Aunque en otro tiempo la amó, Tito ya la había olvidado; el tiempo y la distancia habían apagado la pasión que antaño sintiera por ella.

—¿Había perdido su belleza?

—Probablemente sí, pues el paso de los años marchita la hermosura de las más rutilantes mujeres. Fuera por la causa que fuese, la cuestión es que Tito la rechazó como amante y ella tornó a Judea para permanecer en su tierra hasta su muerte. Si se hubiera casado con Tito, Berenice se habría convertido en emperatriz de Roma y quién sabe hasta dónde hubiera podido llegar, pero jamás logró alcanzar el que tal vez fuera su gran sueño, aunque, al menos por una vez, lo tuvo al alcance de la mano.

—¿Y dices que esa princesa judía puede ser un modelo para mí? Como ocurrió con Cleopatra, su vida también acabó en un sonoro fracaso —le preguntó Zenobia.

—Claro; cuando te digo que debes fijarte como modelo en estas grandes mujeres, me refiero a que debes recapacitar sobre los errores que cometieron para no caer en ellos.

Pablo de Samosata, que, pese a sus intentos, no logró convencer ni a Zenobia ni a Odenato para que abrazaran el tipo de cristianismo que predicaba, regresó al fin a Antioquia con su nombramiento de procurador ducenviro bajo el brazo, doscientos mil denarios de renta anual y el respaldo y protección de Odenato. El patriarca, que defendía la pobreza como una de las principales señas de identidad de los cristianos, aceptó de buen grado la notable suma de dinero que le reportó su nuevo cargo de procurador, olvidando de momento que en muchos de sus sermones no había dejado de proclamar que, a imitación de Cristo, la pobreza constituía el mejor camino hacia la salvación del alma. Claro que a partir de que se convirtiera en un hombre muy rico añadió el término «pobreza de espíritu» a la «pobreza» a secas que antes defendía.

Sus enemigos, que habían protestado ante el propio emperador Valeriano solicitándole que lo depusiera del cargo de patriarca para el que había sido nombrado, quedaron desautorizados. Si ese emperador había pensado alguna vez en hacerlo, no tuvo la oportunidad de ponerlo en práctica al ser capturado por los persas, y Galieno, su hijo y sucesor, ni se molestó en corregir la decisión de Odenato sobre Pablo de Samosata. El nuevo augusto tenía cosas mucho más urgentes de las que ocuparse.

—Tu joven esposa es una mujer extraordinaria, mi señor. Jamás había visto a una hembra dotada de una mente tan preclara y lúcida, pues, según nos enseña Aristóteles, la mujer es inferior en inteligencia y agudeza al hombre, pero las de tu esposa superan ampliamente a la de muchos hombres, te lo aseguro.

Longino explicaba así, a preguntas de Odenato, el rápido proceso de aprendizaje de Zenobia, que cada día demostraba mayor capacidad para aprender cuanto le enseñaban sus preceptores.

—Esta semana iremos de caza. Zenobia vendrá conmigo; hace semanas que no salimos de Palmira, necesita hacer ejercicio y vivir unos días al aire libre.

—Me temo que deberías aplazar esa cacería, mi señor; en esta ocasión no conviene que lleves contigo a tu esposa.

—¿Por qué no? Desde que abatí con su ayuda a una leona en las montañas del norte, la caza es la actividad que más le apasiona —repuso Odenato.

—¿Es que no te has dado cuenta?

—¿De qué estás hablando?

—Creo, mi señor, que tu esposa está embarazada —le reveló Longino.

—No es posible; lo hubiera sabido…

—Pues me parece que presenta todos los síntomas. En la clase de esta mañana ha sentido náuseas y se ha mareado un poco, sus pupilas están ligeramente dilatadas y sus labios parecen un poco más gruesos. Perdona mi indiscreción, señor, pero ¿has observado cuánto tiempo hace que no le viene el flujo menstrual?

—No, no…, no sé… No llevo la cuenta de esas cosas. —Odenato estaba ofuscado.

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