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Authors: José Luis Corral Lafuente

Tags: #Novela histórica

La Prisionera de Roma (3 page)

BOOK: La Prisionera de Roma
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Los palmirenos estaban habituados a recibir en su ciudad decenas de caravanas a lo largo de todo el año, pero en este caso se trataba de una de sus propias misiones comerciales, lo que se convertía en un espectáculo que nadie quería perderse. Aquélla era, además, una ocasión especial, porque un día antes un grupo de soldados romanos que huían de un ataque de los persas había traído noticias alarmantes de Mesopotamia y se había extendido una inquietante preocupación por toda la ciudad.

El rey Sapor I, hijo de gran soberano Artajerjes y segundo monarca de la dinastía de los sasánidas —un linaje de belicosos señores que había acabado con el poder de la dinastía de los reyes persas y se había adueñado del trono de Ctesifonte, deponiendo a los decadentes monarcas del debilitado clan de los partos— había atacado por sorpresa la gran fortaleza romana de Dura Europos, el principal bastión de la formidable línea defensiva del Imperio de Roma en la frontera de Mesopotamia, a orillas del caudaloso río Eufrates, a seis días y medio de camino de Palmira, y la había destruido. En el ataque había caído el
dux ripae
, el comandante romano de la fortaleza, a cuyas órdenes directas estaban sometidas todas las guarniciones de la frontera oriental.

Hacía sólo doce años que el propio Sapor había firmado un acuerdo de paz con el emperador Filipo el Árabe, pero los sasánidas habían aprovechado esa tregua para rearmarse y aguardar durante todo ese tiempo la oportunidad propicia para atacar la frontera oriental de Roma, en sus deseos de ganar para su imperio todas las tierras que se extendían entre Mesopotamia y las costas orientales del Mediterráneo, las que los romanos denominaban como su provincia de Siria.

Sapor había prometido a su padre Artajerjes, agonizante cu su lecho de muerte, que arrojaría a los romanos de Mesopotamia, Siria, Anatolia y Egipto, y que conduciría al nuevo imperio de Persia a alcanzar la grandeza de los florecientes tiempos de los grandiosos monarcas aqueménidas como Ciro o Darío. Para ello había aguardado con paciencia el instante preciso y había atacado justo en el momento de mayor debilidad de Roma, aprovechando que el emperador Valeriano, con el título de augusto, y su hijo, el también emperador Galieno, con el de césar —el apelativo que se otorgaba a quien actuaba como una especie de segundo emperador y resultaba nominado por ello como sucesor—, estaban siendo acosados en todas las fronteras por los bárbaros y cuestionados incluso como emperadores legítimos por varios candidatos dispuestos a usurpar el trono a cualquier precio.

Ante el desgobierno del Imperio, bandas de aguerridos germanos habían penetrado en el norte de Italia y llegado hasta la misma ciudad de Rávena, en la costa del Adriático, que habían saqueado a placer; las tribus de los alamanes y de los francos, dos de las más poderosas naciones de entre los germanos, esquilmaban a su antojo las provincias occidentales de la Galia e Hispania, en donde habían destruido numerosas ciudades, villas y aldeas, algunas de las cuales habían quedado completamente abandonadas; la tribu de los alanos, un belicoso pueblo surgido del interior de las profundidades de Asia, recorría con absoluta impunidad el norte de Italia y el sur de la Galia arrasando cuanto encontraba a su paso; aquel mismo invierno miles de guerreros godos habían asolado la región de Macedonia, en el norte de Grecia, y durante la primavera habían saqueado las costas del Mar Ponto, también llamado Negro, y las provincias de Asia Anterior, y se habían atrevido a asaltar los arrabales de grandes ciudades como Trebisona, Nicomedia, Calcedonia y la mismísima Bizancio, algunas de las cuales estaban siendo abandonadas por sus ciudadanos, que huían espantados ante lo que se les venía encima. Los bárbaros se habían plantado en el corazón de Grecia gracias a una numerosa flota que los había transportado desde las costas del Mar Negro, buena parte de ella suministrada por piratas e incluso ricos comerciantes que obtenían por ello notables ganancias.

Bandas descontroladas de salvajes cuados y aguerridos sármatas, que se contaban entre las tribus más feroces de los bárbaros, recorrían los caminos de la rica provincia de Panonia sin que nadie les hiciera frente, saqueando haciendas y arrasando cosechas y talleres; la provincia romana de la Dacia, la única ubicada al norte del curso del río Danubio, que fuera conquistada siglo y medio atrás por el emperador Trajano en una cruenta guerra, tuvo que ser evacuada a toda prisa ante la imposibilidad de defenderla. Con la retirada de la Dacia, la frontera del Imperio retornó a la ribera derecha del gran rio. En medio de aquel caos y desgobierno por todas partes se alzaron ambiciosos generales que se autoproclamaron emperadores; bandas de ladrones se organizaron como si se tratara de verdaderos destacamentos militares y se echaron a los caminos para ganarse la vida mediante el robo, el bandidaje y el saqueo de las poblaciones indefensas.

En aquellos aciagos días, el antaño temible nombre de Roma no garantizaba ni la paz ni la seguridad en ninguna de las provincias del Imperio, y Sapor consideró que aquélla era la situación propicia para acabar de un audaz golpe de mano con la presencia romana en Asia.

El ataque imprevisto de Sapor había sorprendido a la gran caravana de Palmira en las cercanías de la fortaleza de Dura Kuropos. Algunos soldados romanos de la IV Legión Escítica, con campamento en la ciudad Zeugma, llegados a Palmira tras huir del ataque persa a Dura Europos, habían informado de que una avanzadilla del ejército sasánida había alcanzado a la retaguardia de la caravana palmirena, y se sabía que algunos hombres habían perecido en el ataque, aunque las ricas mercancías venían de camino, todas a salvo.

En cuanto se corrió la noticia de que la caravana estaba próxima a la ciudad, centenares de críos acudieron a su encuentro y con ellos muchas madres y esposas, anhelantes de recibir a sus hijos y maridos tras varias semanas ausentes.

Zenobia se encaramó en lo alto de un tramo de la muralla a medio construir, colocó la mano a modo de visera sobre los hijos y oteó el horizonte. Pasó un buen rato hasta que entre las arenas apareció el primero de los camellos, sobre la cresta de una suave colina ocre, y después surgieron decenas de ellos cargados de fardos con los más delicados y lujosos productos de Oriente. Seguro que portaban nacaradas perlas del Índico, hermosísimas telas de Tiraz y de Herat, lujosas vajillas de loza dorada de Ctesifonte, finísimas sedas de China y relucientes piedras y joyas preciosas de la India.

Ésos eran algunos de los formidables tesoros que habían convertido a Palmira en la ciudad más rica y próspera de todo el levante romano, un emporio comercial en el que el más modesto de los artesanos y el más humilde de los mercaderes eran más ricos que cualquiera de los más ufanos comerciantes de Hispania o de la Galia, pobres provincias orilladas en el lejano extremo occidental del Imperio.

No menos de cuatrocientos camellos se alineaban en dos columnas, y al frente de toda la caravana debería estar Zabaii ben Selim, padre de Zenobia y jefe de aquella expedición comercial.

Cuando las primeras acémilas se acercaron a un centenar de pasos de la puerta a medio levantar, algunos niños salieron corriendo hacia ellas esperando recibir alguna moneda o unas golosinas de los conductores de los camellos. Zenobia permaneció quieta sobre el muro, paralizada por un extraño y amargo presentimiento que le avisó de que algo no marchaba bien.

Se irguió sobre sus piernas cuanto pudo y precisó su mirada hacia la vanguardia de la caravana, aunque no vislumbró en ella la figura inconfundible de su padre. Zabaii ibn Selim viajaba siempre a la cabeza de la recua de camellos, sobre una gran camella de pelo muy claro, casi albina. La camella blanca estaba allí, pero nadie la montaba en esta ocasión.

Una sensación de pavor y de angustia recorrió el estómago de Zenobia, que descendió con agilidad de la muralla en construcción por los andamios de madera y se acercó despacio, como intentando esquivar a un destino no deseado.

Como ya había percibido en la distancia, ningún jinete montaba la camella alba; sobre su joroba, doblado a ambos lados del lomo, se bamboleaba al ritmo cadencioso de los pasos del animal un fardo del tamaño de un hombre adulto, perfectamente sujeto con cuerdas de cáñamo y tiras de badana. A su lado, sobre una camella parda, cabalgaba Antioco Aquiles, el mejor amigo y socio de Zabaii, un astuto mercader griego que casi siempre acompañaba a Ben Selim en sus viajes comerciales.

Ante la mirada apesadumbrada de Antioco, no hizo falta decirle a Zenobia que aquel fardo cuidadosamente atado contenía el cuerpo de su padre.

La madre de Zenobia, que se había quedado en casa aguardando noticias, rompió a llorar con grandes gemidos nada más ver el rostro abatido y los ojos acuosos de su hija, a la que acompañaba un pesaroso Antioco.

—Lo siento, mujer, lo siento —balbució el griego—. Nos topamos con ellos a unas millas al oeste de Dura Europos. Unos soldados romanos que huían en desbandada, probablemente desertores, nos informaron de que los persas habían atacado Dura Europos y que los perseguía un regimiento de jinetes sasánidas. Nuestros oteadores comprobaron que ese destacamento de la caballería ligera del ejército sasánida avanzaba hacia nosotros a toda velocidad desde el camino del Eufrates. Zabaii ordenó cargar los camellos con las mercancías y salir presto hacia Palmira. Sorprendidos por el ataque inesperado, perdimos un tiempo precioso y, aunque logramos ponernos en camino antes de que los persas llegaran al lugar donde habíamos acampado, un escuadrón de su caballería ligera nos persiguió unas cuantas millas al oeste del río.

»Vimos que las columnas de polvo que levantaban los cascos de sus caballos se dirigían hacia nosotros muy deprisa y aceleramos la marcha cuanto pudimos, pero eran mucho más rápidos y nos avistaron al final de una amplia vaguada.

»Tu esposo se puso al frente del centenar de hombres armados que custodiaban nuestra caravana y se preparó en la retaguardia para cerrar el paso a los persas y garantizar así la retirada de todos los demás y la salvaguarda de las mercancías. Me conminó para que yo dirigiera la caravana y la condujera a salvo de regreso hasta Palmira mientras él nos cubría.

»Juro por los dioses inmortales que me ofrecí a quedarme a su lado y que le pedí que me permitiera combatir junto a él codo con codo, pero me dijo que, si él caía, yo era el más indicado para traer hasta aquí la caravana, y no me dejó otra opción. Ya conoces lo obcecado que era cuando se empeñaba en algo.

—¿Lo viste morir? —le preguntó la egipcia entre sollozos.

—No. Mientras tu esposo y aquellos cien valientes nos protegían de la acometida de los persas, salimos hacia Palmira a toda prisa. Los que allí se quedaron ofrecieron sus vidas por la salvaguarda del cargamento y de todos los demás.

»Me encargué de dejar atrás a unos oteadores para que observaran cuanto ocurría y nos fueran informando de lo que sucediera en aquella vaguada; montaban los caballos más rápidos y tenían orden de mantenerse alejados de la lucha para evitar ser abatidos. Dos días más tarde nos alcanzaron y nos comunicaron que se había librado un cruento combate entre los hombres que mandaba tu esposo y la avanzada de los persas; los sasánidas, mucho más numerosos, habían acabado con todos los nuestros, pero ellos habían sufrido muchas pérdidas, por lo que habían optado por retirarse a la recién ocupada Dura Europos.

»Entonces encargué a mi ayudante que encabezara la caravana y la condujera sin pérdida de tiempo directa hacia Palmira, y decidí regresar al campo de batalla con una docena de hombres. Cuando llegamos allí contemplamos un espectáculo macabro. El combate había sido feroz, los nuestros se batieron con coraje y bravura extraordinarios, pero la superioridad de número de los persas acabó por imponerse y liquidaron a todos esos valientes.

»Vimos los restos de una gran fogata y supusimos que los persas habían quemado allí los cadáveres de sus muertos tras una ceremonia a sus dioses. Con los nuestros no habían sido tan piadosos. Habían colocado sus cadáveres desnudos sobre la tierra, expuestos al sol. Les habían cortado las manos y los pies, la nariz, la lengua y las orejas, y les habían sacado los ojos. —Antioco omitió precisar que también les habían cortado los testículos y el pene y se los habían metido en la boca—. Pude identificar el cuerpo de Zabaii por la cicatriz de su hombro izquierdo. Enterramos a nuestros muertos en una fosa común, la cubrimos con piedras como mejor pudimos y ofrecimos un sacrificio a los dioses. Sólo recuperamos el cadáver de tu esposo, que envolvimos en unos paños con ceniza, aceites y arena. Y regresamos con el grueso de la caravana, a la cual alcanzamos ya cerca de Palmira.

—¿Sabes si sufrió al morir?

—Tenía una herida profunda y muy ancha en el pecho, cerca del corazón; debió de recibir un tajo contundente y brutal, tal vez con una azagaya o con un hacha; en esos casos, la muerte sobreviene muy deprisa, casi de inmediato.

La otrora esclava egipcia maldijo su suerte, blasfemó contra los dioses de Palmira por haber consentido la muerte de su esposo y se abrazó a Zenobia, musitándole palabras cariñosas en el idioma de Egipto. La muchacha acarició el rostro lacrimoso de su madre y le enjugó las mejillas con un pañuelo de seda; luego le dio un beso en la frente y la consoló hablándole en su idioma de nacimiento, el de los antiguos faraones del valle del Nilo, que ya pocos hablaban ante el avance de la lengua griega en la tierra de las pirámides.

Zenobia miró a Antioco con sus ojos grandes y brillantes como dos soles negros. El dolor le rompía el corazón y le carcomía el alma, pero se mostraba serena y entera.

—Serás digna de tu padre. Ahora, Zenobia, tú eres la jefe del clan de los Amlaqi.

El gobernador Odenato, que cinco años atrás había sido reconocido como miembro del Senado de Roma, recibió a Antioco Aquiles en su palacio en el barrio norte de Palmira. El mercader griego todavía estaba apesadumbrado y tembloroso; había logrado escapar del ataque de los persas y había salvado las mercancías y la caravana, pero había perdido a Zabaii, su socio y a la vez su mejor amigo, y a cien de los mejores guerreros de Palmira.

—Estábamos cerca de Dura Europos cuando nos cruzamos con algunos soldados romanos que huían despavoridos. Entre ellos había un puñado de palmirenos; precisamente fueron esos quienes nos avisaron de que Dura había sido destruida por el inesperado ataque del ejército de Sapor, los dioses lo maldigan y cubran de desdichas a su prole y a toda su descendencia por siempre —relató el mercader.

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