La profecía (18 page)

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Authors: David Seltzer

BOOK: La profecía
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...y a esta tierra viene el Salvaje Mesías, el hijo de Satán, en forma humana, engendrado mediante la violación de una bestia de cuatro patas. Así como el joven Cristo difundió el amor y la generosidad, el Anticristo difundirá el odio y el temor... recibiendo sus mandamientos directamente del Infierno.

El avión aterrizó con una sacudida. Jennings recogió sus libros, que cayeron en torno de él. Estaba lloviendo en Roma y los truenos retumbaban ominosamente sobre ellos.

Atravesando rápidamente el vacío aeropuerto, se acercaron a un coche de alquiler que los esperaba. Jennings se adormeció mientras avanzaban lentamente, bajo el aguacero, hacia el otro lado de la ciudad. Thorn permaneció en acongojado silencio mientras pasaban frente a las iluminadas estatuas de Vía Véneto, porque recordaba que él y Katherine, cuando eran jóvenes y estaban llenos de esperanzas, habían vagado, cogidos de la mano, por esas mismas calles. Eran inocentes y estaban enamorados. Recordaba su perfume y el sonido de su risa. Habían descubierto Roma de la misma manera que Colón había descubierto América. La reclamaban como propia. Habían hecho el amor, por la tarde, allí. Ahora, mientras Thorn contemplaba la noche, se preguntaba si volverían a hacer el amor alguna vez.

—Ospedale Generale —dijo el conductor cuando detuvo bruscamente el vehículo.

Jennings se despertó y Thorn escrutó el lugar a través de la ventanilla. En su rostro había un gesto de confusión.

—No es aquí —dijo.

—Sí. Ospedale Generale.

—No, era viejo y de ladrillos, recuerdo.

—¿Es la dirección correcta? —preguntó Jennings.

—Ospedale Generale —repitió el conductor.

—E differente
—insistió Thorn en italiano.

—¡Ah! —replicó el hombre—.
Fuoco. Tre anni più o meno.

—¿Qué es lo que dice? —preguntó Jennings.

—Fuego —replicó Thorn—.
Fuoco
es fuego.

—Sí
—agregó el conductor—.
Tre anni.

—¿Qué ocurrió con el fuego? —preguntó Jennings.

—Al parecer, el viejo hospital se incendió. Ha sido reconstruido.


Tre anni più o meno. Molte vittime
.

Thorn miró a Jennings.

—Hace tres años.
Molte vittime.
Muchas víctimas.

Pagaron al hombre y le pidieron que esperara. Se negó en principio, pero luego, al ver la clase de dinero que le entregaban, aceptó prontamente. Thorn le dijo en un italiano defectuoso que deseaban se quedara con ellos hasta que partieran de Roma. El hombre deseaba ir a avisar por teléfono a su esposa, pero prometió que volvería.

En cuanto entraron en el hospital, se vieron frustrados. Como ya era muy tarde, el personal se había marchado, hasta la mañana siguiente. Jennings empezó a moverse por su cuenta, buscando a alguien que tuviera autoridad, mientras Thorn encontraba a una monja de habla inglesa que le confirmó que el incendio de hacía tres años había reducido el edificio a meras ruinas.

—Seguramente no habrá destruido
todo
—comentó Thorn—. Deben existir registros...

—Yo no estaba aquí —respondió ella—. Pero dicen que el incendio lo destruyó todo.

—¿Es posible que algunos de los papeles estuvieran guardados en otra parte?

—No sé.

Thorn hizo un gesto que delataba su frustración, mientras la monja se encogía de hombros, sin poder ofrecer más información.

—Vea —dijo Thorn—. Esto es importante para mí. Adopté un niño aquí, y estoy buscando algún registro de su nacimiento.

—Aquí no se realizaban adopciones.

—Hubo
una.
No fue una adopción real.

—Se equivoca. Nuestras adopciones se realizan por intermedio de una institución oficial.

—¿Existen registros de nacimientos? ¿Llevan registros, en alguna parte, de los niños nacidos aquí?

—Sí, por supuesto.

—Tal vez si yo le diera una fecha...

—No vale la pena —interrumpió Jennings.

Thorn se volvió y vio que Jennings se acercaba con rostro desesperanzado.

—El fuego se inició en la Sala de Registros, en el subsuelo. Todos los papeles estaban allí. Ardió como una antorcha. El fuego trepó por las escaleras... el tercer piso se convirtió en un infierno.

—¿El tercer piso...?

—La sala-cuna y la maternidad —asintió Jennings con la cabeza—. Sólo quedaron cenizas.

Thorn se apoyó pesadamente contra la pared, abatido.

—Si me disculpan... —dijo la monja.

—Espere —rogó Thorn—. ¿Qué ocurrió con el personal? Seguramente
algunos
habrán sobrevivido.

—Sí, algunos.

—Había un hombre alto. Un sacerdote. Un hombre gigantesco.

—¿Se llamaba Spilletto?

—Sí —replicó Thorn en tono excitado—. Spilletto.

—Era el jefe de personal —agregó la monja.

—Sí, tenía este cargo. ¿Él ha...?

—Se salvó.

El corazón de Thorn dio un salto de esperanza.

—¿Está aquí?

—No.

—¿Dónde está?

—En un monasterio de Subiaco. Muchos de los que sobrevivieron fueron llevados allá. Algunos murieron en ese monasterio. El padre Spilletto pudo haber muerto, pero se salvó del incendio. Se decía, lo recuerdo, que era un milagro que no hubiese muerto. Estaba en el tercer piso en el momento del incendio.

—¿Subiaco? —preguntó Jennings.

La monja asintió con la cabeza.

—El monasterio de San Benedetto.

Corrieron hacia el coche y se lanzaron sobre los mapas de Jennings. Subiaco estaba en la región meridional de Italia. Para llegar allí deberían viajar toda la noche. El conductor del coche se quejó, pero le dieron más dinero. Trazaron la ruta, con lápiz rojo, para que pudiera seguirla mientras ellos dormían. Pero estaban demasiado excitados para dormir y se dedicaron a los libros de Jennings, que estudiaron a la débil luz interior del coche, que marchaba rápidamente por el campo italiano.

—Maldito sea... —murmuró Jennings mientras hojeaba una Biblia—. Aquí está.

—¿Qué es?

—Está todo aquí en la Biblia. En el maldito Apocalipsis. Cuando los judíos regresen a Sión...

—Eso era —lo interrumpió Thorn, excitado—. El versículo. Cuando los judíos regresen a Sión. Luego, algo sobre un cometa...

—Eso también está aquí —dijo Jennings, mientras señalaba otro libro—. Una lluvia de estrellas y el surgimiento del Sacro Imperio Romano. Se supone que ésos son los sucesos que indican el nacimiento del Anticristo. El hijo mismo del Demonio.

El coche seguía su marcha y ellos continuaron leyendo. Thorn buscó en su portafolios el texto interpretativo que en una ocasión utilizara para preparar un discurso en el que citaba fragmentos de la Biblia. El libro les brindó la claridad que necesitaban para interpretar los símbolos de las Sagradas Escrituras.

—De modo que los judíos
han
regresado a Sión —afirmó Jennings, cuando ya la mañana se acercaba— y
ha
habido un cometa. En cuanto al surgimiento del Sacro Imperio Romano, los estudiosos creen que eso muy bien puede interpretarse como la formación del Mercado Común.

—Un tanto aventurado... —consideró Thorn.

—Entonces, ¿qué le parece esto? —preguntó Jennings, abriendo uno de sus libros—. El Apocalipsis dice: “Él surgirá del Mar Eterno.”

—Eso también es parte del versículo. El versículo de Brennan —Thorn fijó la mirada, tratando de recordar—. Del Mar Eterno, él se levanta... con ejércitos en cada orilla. Así es como empezaba.

—Estuvo citando el Apocalipsis todo el tiempo. El versículo fue tomado de ese libro.

—Del Mar Eterno, Él se levanta... —Thorn se esforzaba por recordar más.

—Aquí está la clave, Thorn —dijo Jennings, señalando su libro—. Dice que el Centro de Ciencias Teológicas Universales ha interpretado “Mar Eterno” como el mundo de la
política.
El Mar que brama continuamente con los tumultos y las revoluciones.

Jennings miró fijo a Thorn.

—El hijo del Demonio surgirá del mundo de la política —declaró.

Thorn no respondió y sus ojos se volvieron hacia el paisaje, que se iba aclarando lentamente.

El monasterio de San Benedetto se hallaba en un estado semirruinoso, pero la maciza fortaleza de piedra conservaba su vigor y su dignidad, aunque los elementos que la constituían empezaban a desmoronarse. Durante siglos había estado erigido sobre su montaña en el sur de Italia, soportando muchos embates. A principios de la Segunda Guerra Mundial, todos los monjes que lo habitaban fueron muertos por las fuerzas alemanas invasoras, que lo utilizaron como cuartel central. En 1946 fue atacado por los propios italianos, como castigo por las atrocidades que en él se habían cometido.

Sin embargo, a pesar de todos los embates terrenales, San Benedetto era un lugar santo. De apariencia severa y gótica, sobre su montaña, el sonido de la plegaria religiosa había atravesado sus paredes durante siglos, elevándose desde las bóvedas de la Historia misma.

Cuando el pequeño coche salpicado de barro se acercó al camino que bordeaba su enorme frontispicio, los pasajeros estaban dormidos. El conductor debió volverse y sacudirlos para despertarlos.


¡Signori!

Mientras Thorn empezaba a reaccionar, Jennings bajó el cristal de su ventanilla y aspiró el aire de la mañana, observando el paisaje fresco y húmedo.

—San Benedetto —masculló el cansado conductor.

Thorn se frotó los ojos y miró hacia el monasterio, cuyo contorno se destacaba contra el tono rojizo violento del cielo de la mañana.

—Mire eso... —murmuró Jennings, sorprendido por la grandiosidad del edificio.

—¿No podemos acercarnos más? —preguntó Thorn al conductor.

El hombre sacudió la cabeza.

—Parece que no —afirmó Jennings.

Dieron instrucciones al conductor para que estacionara y durmiera un poco y empezaron la marcha a pie. Pronto se encontraron metidos hasta la cintura entre altos pastos que humedecían las perneras de sus pantalones, hasta la altura del muslo. El camino era duro y no estaban vestidos para hacerlo. Sus ropas eran un obstáculo para el esfuerzo que les exigía cruzar el campo. Jadeando en el abrumador silencio, Jennings se detuvo para preparar su cámara y cogió medio rollo de fotos.

—¡Increíble! —murmuraba—. ¡Increíble!

Thorn miró hacia atrás, con impaciencia, y Jennings corrió para alcanzarlo. Juntos siguieron avanzando, escuchando el sonido de su respiración en la calma de la mañana y el lejano canto que llegaba, como un gemido constante, desde el interior del edificio.

—Hay mucha tristeza aquí —comentó Jennings cuando llegaron a la entrada—. Escuche. Escuche el dolor.

Resultaba aterrador. El monótono canto parecía emanar de las paredes mismas de los corredores y arcadas de piedra por los que ellos caminaban lentamente, mirando a su alrededor para tratar de localizar el lugar de donde llegaba la oración.

—Por aquí, creo —dijo Jennings, señalando un largo corredor—. Mire el barro.

Más adelante, el piso estaba marcado con un sendero. Con el paso de los siglos, el movimiento de los pies había desgastado la roca, creando un vertedero al que Huía el agua en las épocas de grandes lluvias. Conducía hacia una enorme rotonda de piedra, resguardada por pesadas puertas de madera. Cuando ellos se acercaron, lentamente, el canto pareció aumentar su intensidad. Al abrir las puertas, miraron con pavor la visión que se les ofrecía. Era como si hubieran entrado en la Edad Media. La presencia de Dios, de santidad espiritual, podía sentirse como si fuera algo físico y vivo. El ambiente era grandioso y antiguo. Unos escalones de piedra llevaban a un espacioso altar en el que había una maciza cruz de madera con la figura de Cristo esculpida en piedra. La rotonda estaba formada por bloques de piedra sostenidos por vigas que se unían en el centro de un cielorraso, en forma de cúpula, abierto en su parte superior. En ese momento, entraba un haz de luz por el hueco, que iluminaba la figura de Cristo.

—Esto es todo —murmuró Jennings—. Un lugar de veneración.

Thorn asintió con la cabeza y sus ojos escrutaron todo el ámbito, deteniéndose en un grupo de monjes encapuchados, arrodillados entre los bancos, que oraban. El canto era emotivo y enervante. Se elevaba y luego empezaba a decaer, pero parecía renovarse cada vez que llegaba a su punto más bajo. Jennings quitó la funda a su fotómetro y trató de hacer su lectura, pese a la penumbra del lugar.

—Guarde eso —murmuró Thorn.

—Debí haber traído el flash.

—Le dije que lo guarde.

Jennings clavó la mirada en Thorn, pero le obedeció. Thorn estaba muy conmovido y sus rodillas temblaban, como si le indicaran que debía arrodillarse y orar.

—¿Se siente bien? —murmuró Jennings.

—Soy católico —replicó Thorn con su voz queda.

Entonces su rostro se endureció mientras sus ojos se clavaban en algo que estaba entre las sombras. Jennings siguió su mirada y también él lo vio. Era una silla de ruedas, en la que estaba la pesada figura de un hombre. A diferencia de los otros, que estaban de rodillas y con las cabezas agachadas, el hombre de la silla de ruedas estaba sentado, con el torso erguido. Su cabeza estaba ladeada y tenía los brazos sobre el regazo, como paralizados.

—¿Es él? —susurró Jennings.

Thorn asintió con la cabeza. Sus ojos aparecían desorbitados por la aprensión. Los dos hombres se fueron acercando para poder ver mejor. Jennings pestañeó cuando pudo ver los rasgos del sacerdote. La mitad del rostro parecía literalmente fundida. Su ojo, opaco, miraba ciegamente hacia delante. También la mano derecha estaba deformada grotescamente y asomaba, bajo la manga de arpillera, como un muñón liso y brillante.

—No sabemos si ve ni si oye —dijo el monje que estaba junto a Spilletto en el patio del monasterio—. Desde el incendio no ha pronunciado sonido alguno.

Estaban en lo que una vez fuera un jardín, ahora arruinado y cubierto de trozos de estatuas. Al fin del servicio, el monje había empujado la silla de ruedas de Spilletto, y los dos hombres lo habían seguido, acercándose sólo cuando estuvieron apartados del resto.

—Lo alimentan y lo cuidan los hermanos —continuó el monje— y rogamos por su recuperación cuando su penitencia se haya cumplido.

—¿Penitencia? —preguntó Thorn.

El monje asintió con la cabeza.


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.

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