La profecía (22 page)

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Authors: David Seltzer

BOOK: La profecía
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—¿Puedo ayudarlo? —preguntó una voz desde las sombras.

Thorn se volvió y vio a un anciano rabino que se acercaba.

Estaba vestido de negro y caminaba encorvado por la artritis. Su pequeño bonete, parecido a una caja, desafiaba a la gravedad y se aferraba a la cabeza.

—Ésta es la Torah más antigua de Israel —dijo, indicando los pergaminos—. Fue desenterrada en las costas del Mar Rojo.

Thorn observó al hombre. Sus viejos ojos, nublados por las cataratas, estaban llenos de orgullo.

—Debajo de Israel la tierra está llena de historia —susurró el anciano—. Es una pena que debamos caminar sobre ella.

Se volvió hacia Thorn y sonrió.

—¿Está de visita?

—Sí.

—¿Qué lo trae aquí?

—Estoy buscando a una persona —replicó Thorn.

—También yo vine por eso. Estaba buscando a mi hermana. No la encontré —el hombre sonrió—. Tal vez estemos caminando también sobre ella.

Se produjo un silencio y el hombre alzó un brazo para apagar una luz.

—¿Oyó mencionar alguna vez el nombre “Bugenhagen”? —preguntó Thorn.

—¿Es polaco?

—No sé.

—¿Vive en Israel?

—Creo que sí.

—¿De qué se ocupa?

Thorn se hizo el desentendido y sacudió la cabeza.

—No sé.

—Ese nombre me resulta familiar.

Estuvieron por un momento parados en la penumbra. El rabino pensaba, tratando de recordar.

—¿Usted sabe lo que es un exorcista? —preguntó Thorn.

—¿Un exorcista? —sonrió el anciano—. ¿Quiere decir contra el Demonio?

—Sí.

El rabino rió e hizo ondular su mano.

—¿Por qué se ríe?

—No existe tal cosa.

—¿No?

—El Demonio. No existe.

Desapareció en las sombras, riendo entre dientes como si hubiese escuchado una broma. Thorn volvió a contemplar los pergaminos y salió hacia la noche.

Jennings regresó temprano a la mañana siguiente y ahorró a Thorn toda conversación relativa a sus experiencias de la noche anterior. Su único gesto de reconocimiento se produjo mientras orinaba, con la puerta del baño abierta. Orinaba sobre sus manos ahuecadas y se lavaba los genitales con la orina. Captó la expresión de Thorn, que le veía realizar ese ritual extraño y repulsivo, y comentó:

—Aprendí esto en la RAF. Es tan bueno como la penicilina.

Thorn cerró la puerta y esperó con impaciencia que Jennings se vistiera. Le disgustaba su compañía, pero temía la soledad.

—Vamos —dijo Jennings cogiendo su equipo—. Cuando volvía esta mañana, compré los pasajes para una excursión a las excavaciones.

Viajaron en un pequeño ómnibus, con otros diez turistas, a través de la vieja ciudad de Jerusalén. Allí se detuvieron ante el Muro de las Lamentaciones, donde los turistas descendieron ansiosamente y tomaron fotos. Incluso allí, el mercantilismo era grotesco. Los vendedores andaban entre la multitud de judíos que se lamentaban, pregonando sus mercaderías, que comprendían desde bocadillos de salchicha hasta figuras, de plástico, de Cristo en la cruz. Jennings compró dos de esos crucifijos. Se colgó uno del cuello y dio el otro a Thorn.

—Póngaselo, amigo. Puede necesitarlo.

Pero Thorn se negó, irritado porque Jennings se comportaba como si estuviese realizando un viaje de placer.

El viaje al desierto fue menos interesante. El guía de la excursión narró los acontecimientos recientes de la guerra entre árabes y judíos, señalando las Alturas del Golan, donde habían tenido lugar las batallas más importantes. Recorrieron el villorrio de Daa-Lot, donde un grupo de escolares judíos habían sido asesinados por los terroristas árabes. Luego el guía contó que otro grupo de terroristas había sido capturado y muerto, y sus cuerpos pisoteados hasta ser convertidos en papilla por otros escolares que vengaban a sus compañeros asesinados.

—Ahora sabemos por qué todas las lamentaciones —susurró Jennings.

Thorn rehusó responder y siguieron en silencio todo el resto del trayecto.

Cuando, finalmente, llegaron a las excavaciones arqueológicas, los turistas estaban cansados y se quejaban del calor, mientras el guía señalaba el área cercada por cuerdas y explicaba el trabajo que se estaba realizando. Debajo de sus pies estaban las presas del rey Salomón, un intrincado sistema de acequias y canales que posiblemente se extendía hasta Jerusalén, a unos cien kilómetros de distancia. En algún punto dentro del sistema estaban las ruinas de una antigua ciudad que, en opinión de muchos, era el sitio donde se escribiera la Biblia. Ya se habían recuperado textos, cuidadosamente conservados en cerámica y tela, que relataban historias muy similares a las del Antiguo Testamento. La excavación era un ambicioso proyecto porque nadie sabía con exactitud en qué punto estaba la ciudad. Se la estaba descubriendo, pero no con excavadoras sino, centímetro a centímetro, con picos y palas.

Mientras el guía continuaba con sus explicaciones, Jennings y Thorn trataron de encontrar a alguno de los arqueólogos, pero obtuvieron poca información. No conocían el nombre “Bugenhagen” y todo lo que sabían de la ciudad de Meguido era que hacía muchos siglos un violento cataclismo la había hundido en la tierra. Fue un terremoto, o posiblemente una crecida, porque habían encontrado caracolas allí, lejos de toda corriente de agua conocida.

Thorn y Jennings volvieron al hotel y luego caminaron por los mercados, preguntando a todos y a cada uno si conocían el nombre “Bugenhagen”. No obtenían resultado, pero siguieron insistiendo. Thorn estaba desesperado y sus fuerzas flaqueaban. Jennings fue quien más se movió por comercios y fábricas, y revisó guías telefónicas e incluso visitó a la policía.

—Tal vez se cambió de nombre —suspiró Jennings, mientras estaban ambos sentados en el banco de un parque, en la mañana del segundo día—. Tal vez es George Bugen. O Jim Hagen. O Izzy Hagenberg.

Al día siguiente fueron a Jerusalén y tomaron un cuarto de un pequeño hotel. Una vez más, empezaron a recorrer las calles, buscando a alguien que conociera el nombre que sonaba a extranjero. Pero no obtenían ningún resultado y tenían la perspectiva de seguir así siempre.

—Propongo que abandonemos el asunto —dijo Jennings, que desde el balcón del cuarto del hotel, miraba la ciudad.

Hacía calor adentro y Thorn estaba tendido en la cama, bañado en sudor.

—Si existe un Bugenhagen, no tenemos ni una probabilidad de encontrarlo. Y por lo que sabemos, ni siquiera existe.

Entró en el cuarto a buscar un cigarrillo.

—Demonios, ese pequeño sacerdote estaba bajo los efectos de la morfina casi todo el tiempo y, sin embargo, nos encontramos aquí, por creer en su palabra como si fuera el Evangelio. Es una suerte que no le dijera que fuese a la Luna, porque, de habérselo dicho, estaríamos allí, ahora, congelándonos el culo.

Se sentó pesadamente en su cama, mientras miraba a Thorn.

—No sé, Thorn. Todo esto parecía tener sentido antes, pero ahora suena a locura.

Thorn asintió y con esfuerzo y dolor se sentó en la cama. No tenía ningún vendaje y Jennings se estremeció cuando vio la herida.

—Me parece que eso no anda bien —dijo.

—Está bien.

—Parece infectada.

—Está bien —insistió Thorn.

—¿No será mejor que yo vaya a buscar un médico?

—Busque a ese anciano —replicó Thorn—. Es el único a quien deseo encontrar.

Jennings iba a contestar, cuando se oyó un suave golpe en la puerta. Se acercó, la abrió y sus ojos se posaron en un mendigo. Era un hombre pequeño, un árabe, viejo y desnudo desde la cintura hacia arriba, con su sonrisa ansiosa acentuada por un diente de oro. Movía la cabeza con exagerada cortesía.

—¿Qué quiere? —preguntó Jennings.

—¿Usted busca al anciano?

Jennings y Thorn intercambiaron una rápida mirada.

—¿Qué anciano? —preguntó Jennings cautamente.

—En el mercado me dijeron que ustedes buscan al anciano.

—Estamos buscando a un hombre —asintió Jennings.

—Yo los conduciré hasta él.

Thorn se incorporó con gran esfuerzo, mientras sus ojos se encontraban con los de Jennings.

—Rápido, rápido —urgió el árabe—. Él dijo que acudan en seguida.

Fueron a pie por calles apartadas de Jerusalén, en apresurado silencio, conducidos por el pequeño árabe. Sorprendía su rapidez en un hombre de su edad. Thorn y Jennings debían esforzarse para seguirle el paso, perdiéndolo de vista, por momentos, cuando se sumergía entre la multitud de un mercado y lo veían aparecer, en seguida, en la parte superior de una escalera del otro lado. El árabe se divertía con la fatiga de ellos y se mantenía siempre unos veinte metros adelante, girando rápidamente por angostas callejas y arcadas. Sonreía como un gato cuando, por fin, lo alcanzaron, jadeantes. Parecía que habían llegado a la meta, pero se trataba de una pared de ladrillos. Jennings y Thorn temieron de pronto que se tratara de un engaño.

—Abajo —dijo el árabe, mientras levantaba una reja, indicándoles con un gesto que entraran.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó Jennings.

—Rápido, rápido —repitió el árabe, siempre con su sonrisa.

Thorn y Jennings intercambiaron una mirada de aprensión y luego obedecieron. El árabe entró detrás de ellos y volvió a colocar la reja en su lugar. Estaba oscuro adentro. El hombre encendió una antorcha y caminó rápidamente delante de ellos. Su figura pareció descender y los dos hombres pudieron entrever en la escasa luz una resbaladiza escalera de piedra basta. El drenaje de la calle había creado un grueso revestimiento de algas marrones que olía mal y dificultaba el movimiento. Vacilaron mientras descendían y, una vez en tierra sólida, el árabe los sorprendió echando a correr. Intentaron imitarlo, pero no podían acelerar la marcha sobre las piedras muy lisas. El hombrecito se había alejado y su antorcha era ahora sólo un punto luminoso en la distancia. Estaban casi a oscuras, en un túnel angosto cuyas paredes casi los tocaban por ambos lados. Era un canal de drenaje o una acequia de irrigación. Jennings comprendió que era probable que estuvieran circulando por el intrincado sistema de canales antiguos descritos por el arqueólogo en el lugar de las excavaciones del desierto. La piedra sólida y la oscuridad los rodeaban mientras avanzaban a ciegas y sus pasos resonaban en todo el túnel. La luz de la antorcha había desaparecido por completo ahora y caminaron más lentamente al comprender que estaban solos. No se podían ver uno al otro, pero sentían su proximidad por el sonido de la dificultosa respiración.

—Jennings... —jadeó Thorn.

—Aquí estoy.

—No veo nada...

—Ese carajo...

—Espéreme.

—No hay otra alternativa —replicó Jennings—. Frente a nosotros hay una sólida pared.

Thorn avanzó a tientas y tocó a Jennings. Luego palpó la pared que estaba frente a ellos. Era un callejón sin salida. El guía había desaparecido.

—El árabe no pasó junto a nosotros, en su camino hacia afuera —dijo Jennings—. Eso puedo afirmarlo.

Encendió un fósforo que iluminó una pequeña área alrededor de ellos. Era como una tumba. El cielorraso de piedra parecía presionarles, con sus hendiduras húmedas y las cucarachas que corrían.

—¿Es una cloaca? —preguntó Thorn.

—Está húmedo —afirmó Jennings—. ¿Por qué demonios está húmedo?

Su fósforo se apagó y quedaron en la oscuridad.

—Esto es un desierto árido. ¿De dónde demonios llega el agua?

—Debe haber una fuente subterránea... —conjeturó Thorn.

—O depósitos de abastecimiento. No me sorprendería que estuviésemos cerca de la presa subterránea. Encontraron conchillas en el desierto y es posible que una corriente de agua la llenara cuando la tierra se hundió.

Thorn estaba silencioso y su respiración denotaba fatiga.

—Vayamos —jadeó.

—¿A través de la pared?

—Hacia atrás. Salgamos de aquí.

Empezaron a volver a tientas, deslizando las manos a lo largo de la húmeda pared rocosa. Su movimiento era lento y, al no tener visión, cada centímetro parecía un kilómetro. Entonces la mano de Jennings halló un espacio abierto.

—¿Thorn?

Cogió el brazo de Thorn y lo atrajo a sus espaldas. Detrás de ellos había otro corredor perpendicular al que transitaban. Aparentemente, habían pasado por allí antes, sin verlo en la oscuridad.

—Hay una luz allí lejos —murmuró Thorn.

—Tal vez sea nuestro pequeño Gandhi.

Se internaron por el pasadizo, avanzando lentamente a tientas. No era otro brazo del canal de drenaje, sino una caverna. Los guijarros estaban dispersos por el suelo y las paredes eran de textura irregular y tenían puntos salientes. Fueron avanzando con sumo cuidado, tanteando las paredes. Empezaron a vislumbrar la forma de lo que se hallaba al final del pasadizo. No era una única antorcha, sino una cámara completamente iluminada en la que había dos hombres que observaban y los esperaban. Uno era el mendigo árabe con su antorcha apagada asida flojamente con una mano. El otro era un hombre de edad, vestido con pantalones cortos de color caqui y camisa de mangas cortas, parecido a los arqueólogos que habían visto en el lugar de las excavaciones del fondo del desierto. Su rostro era serio y enjuto, y el sudor le pegaba al torso la camisa. Detrás de él pudieron ver una mesa de madera cubierta de pilas de papeles y pergaminos.

Jennings y Thorn treparon para atravesar un dintel de rocas irregulares y entrar en el cubículo. Allí se detuvieron, aturdidos, parpadeando ante el repentino ataque de la luz. El recinto estaba iluminado con docenas de faroles suspendidos y las paredes sombreadas delataban los vagos contornos de edificios y escaleras de piedra talladas directamente en la roca. El suelo era de barro apisonado, pero en los espacios desgastados por el gotear de las estalactitas pudieron vislumbrar la forma de las piedras que en un tiempo formaban una antigua calle.

—Doscientas dracmas —dijo el árabe con su mano tendida.

—¿Pueden pagarle? —preguntó el hombre de los pantalones caqui.

Thorn y Jennings lo miraron y el hombre se encogió de hombros como disculpándose.

—¿Es usted...? —Jennings se interrumpió ante la señal de asentimiento del hombre—. ¿Usted es Bugenhagen?

—Sí.

Jennings lo observó en actitud de sospecha.

—Bugenhagen fue un exorcista del siglo XVII.

—Eso ocurrió hace nueve generaciones.

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