La profecía (20 page)

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Authors: David Seltzer

BOOK: La profecía
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—Es ésta —gimió Thorn—. Lo sé. Mi hijo está enterrado aquí.

—Y, probablemente, también la mujer que alumbró al niño que usted está criando.

Thorn miró a Jennings a los ojos.

—María Santoya —dijo Jennings, señalando la lápida—. Aquí hay una madre y un hijo.

Thorn sacudió la cabeza, tratando de comprender.

—Mire —dijo Jennings—. Usted exigió a Spilletto que le dijera dónde estaba la madre. Ésta es la madre. Y éste, probablemente, es su hijo.

—Pero ¿por qué aquí? ¿Por qué en este lugar?

—No sé.

Jennings miró a Thorn; ambos se encontraban perplejos.

—Sólo hay un modo de averiguarlo, Thorn. Ya que hemos venido hasta aquí sería mejor que lo hiciéramos.

Elevó la barra de hierro y la clavó con fuerza en la tierra. La herramienta produjo un sonido sordo al clavarse.

—Es bastante fácil. Debe estar a unos treinta centímetros.

Empezó a cavar con su barra y fue aflojando los terrones, que apartaba con las manos.

—¿Se decide a ayudarme? —preguntó Jennings, y Thorn lo hizo de mala gana; sus dedos estaban ateridos de frío, mientras manipulaba la tierra.

Antes de media hora, estaban ya cubiertos de sudor y de tierra, pero prosiguieron su trabajo hasta apartar a un lado los últimos fragmentos de dos pesadas tapas de cemento. Luego se sentaron en cuclillas y se miraron, considerando qué era lo que debían hacer a continuación.

—¿Huele? —preguntó Jennings.

—Sí.

—Debe haber sido hecho a la carrera. Sin tener demasiado en cuenta las normas sanitarias.

Thorn no respondió; en su rostro se leía la angustia.

—¿Con cuál empezamos? —preguntó Jennings.

—¿Es necesario que lo hagamos?

—Sí.

—No me parece procedente.

—Si lo prefiere, iré a buscar al conductor.

Thorn apretó los dientes y luego sacudió la cabeza.

—Vamos, entonces —dijo Jennings—. Empezaremos por la grande.

Jennings golpeó fuertemente, con su herramienta de hierro, el lado de la gran tapa de cemento. Luego, con gran esfuerzo, presionó hacia arriba, hasta que pudo deslizar sus dedos por debajo.

—¡Ayúdeme, carajo! —le gritó a Thorn.

Éste respondió de inmediato, pero sus brazos temblaban de fatiga mientras se esforzaba, con Jennings, en levantar la pesada tapa.

—¡Pesa una maldita tonelada...! —se quejó Jennings, mientras lanzaba todo su peso contra la tapa, que empezó a levantarse lentamente.

Los dos pusieron en juego toda su fuerza para mantenerla en su lugar, y con los ojos exploraron la cámara oscura que había debajo.

—¡Dios mío! —exclamó Jennings.

Era el esqueleto de un chacal. Abundaban las moscas y los bichos, que se concentraban en los restos de carne con piel que aún estaban adheridos a los huesos.

Con la boca abierta por la sorpresa, Thorn saltó hacia atrás y el cemento se deslizó de entre sus manos y cayó rompiéndose en pedazos. Una maraña de moscas voló hacia arriba. Jennings, súbitamente aterrado, se puso en movimiento mientras resbalaba aterrado e intentaba llevarse consigo a Thorn.

—¡¡No!! —gritó Thorn.

—¡Vamos!

—¡No! —insistió Thorn—. ¡El otro!

—¿Para qué? ¡Hemos visto lo que necesitábamos!

—No, el otro —Thorn gemía desesperadamente—. ¡Tal vez sea un animal también!

—¿Y qué?

—¡Entonces puede ser que mi hijo esté vivo en alguna parte!

Jennings se detuvo, retenido por la angustia que veía en los ojos de Thorn. Cogiendo rápidamente la barra de hierro, empezó a golpear la tapa más pequeña. Thorn fue rápidamente a su lado, para deslizar los dedos debajo de la tapa, mientras Jennings hacía fuerza para levantarla. De un solo movimiento lograron quitarla, y el rostro de Thorn se convulsionó de dolor. Dentro de la pequeña caja estaban los restos de un niño, con su delicado cráneo hecho pedazos.

—La cabeza... —sollozó Thorn.

—Dios...

—¡Ellos lo mataron!

—Salgamos de aquí.

—¡Asesinaron a mi hijo! —gritó Thorn, mientras la tapa volvía a su lugar y los dos hombres se miraban horrorizados.

—¡Asesinaron a mi hijo! —gimió Thorn—. ¡Mataron a mi hijo!

Jennings obligó a Thorn a incorporarse y lo fue arrastrando consigo. Pero luego se detuvo, con el cuerpo tieso por un repentino terror.

—Thorn.

Thorn se volvió para seguir la mirada de Jennings y vio, más adelante, la cabeza de un perro negro del tipo pastor alemán. El perro tenía los ojos muy juntos y destellaban. De su boca semiabierta caía saliva, mientras emitía un desagradable gruñido. Thorn y Jennings se quedaron inmóviles y el animal fue avanzando lentamente de entre el follaje, hasta que se pudo verlo enteramente. Era flaco y estaba lleno de cicatrices. En un costado se le veía una herida abierta y ulcerada, entre manchas de sangre coagulada. Junto al animal, los arbustos susurraron y apareció la cabeza de otro perro, de pelaje gris y con el hocico desfigurado y baboso. Luego apareció otro y otro más. El cementerio cobró vida con el movimiento de las figuras oscuras que aparecieron de todas partes. Eran por lo menos diez perros, enfermos y famélicos, con los hocicos babeando incesantemente.

Jennings y Thorn quedaron paralizados en su lugar, temerosos de realizar cualquier movimiento, aun el de mirarse uno al otro, mientras los animales, gruñendo, los acorralaban.

—Huelen... los esqueletos... —susurró Jennings—. Tratemos de... retroceder...

Respirando apenas, los dos hombres empezaron a retroceder. Los perros se adelantaron de inmediato, con la cabeza baja, como si estuvieran persiguiendo a una presa. Thorn tropezó y un sonido involuntario surgió bruscamente de su garganta. Jennings lo cogió del brazo, tratando de calmarlo.

—No corra... sólo desean... los cadáveres.

Pero cuando los perros pasaron frente a las dos tumbas abiertas, siguieron avanzando, con los ojos fijos sólo en los hombres. Estaban acercándose ahora, mientras Jennings buscaba desesperadamente el cerco y vio que estaba a unos cien metros. Thorn volvió a tropezar y se aferró a Jennings. Los dos hombres temblaban mientras se esforzaban por retroceder. Entonces sus espaldas dieron contra algo sólido y Thorn se estremeció. Estaban en la base del gran ídolo de piedra, atrapados allí mientras los perros los rodeaban, impidiéndoles toda posibilidad de huida. Durante un aterrador momento, todos quedaron paralizados, perseguidores y perseguidos, mientras el círculo de dientes babosos acorralaba a los hombres.

El sol había salido ya y arrojaba un resplandor rojizo sobre los metros que había hasta el cerco. Thorn tropezó otra vez y se agarró a una lápida. Perros y hombres permanecían quietos, como si esperasen una señal para iniciar el movimiento. Los segundos pasaban y la tensión crecía. Los hombres estaban rígidos; los perros, agachados, prestos a saltar.

Emitiendo un agudo grito de guerra, Jennings lanzó su barra de hierro contra la cabeza del perro que estaba más cerca, y los animales saltaron, arrojándose sobre los hombres que trataban de huir. Jennings fue derribado cuando los animales se abalanzaron sobre su cuello. Rodó ante el ataque y las correas de la cámara se le arrollaron al cuello lastimándolo, en tanto los perros danzaban a su alrededor, tratando de alcanzar la carne protegida por las correas. Mientras se batía indefenso, sintió que los perros destrozaban la lente de la cámara, que estaba debajo de su mentón.

A Thorn le habían permitido alejarse más. Pero cuando se aproximó al cerco, un enorme animal se abalanzó sobre él. Los dientes del perro hicieron presa en la espalda de Thorn, mientras el hombre trataba de alejarse. El animal seguía mordiéndole la espalda, con las patas delanteras balanceándose en el aire. Thorn cayó de rodillas, debatiéndose por avanzar, cuando otros perros se le acercaron y le bloquearon la visión. Les brillaban los dientes y la saliva saltaba por el aire mientras Thorn gritaba, luchando con desesperación y tratando aún de llegar al cerco. Pero era inútil. Se ovilló en el suelo y sintió un agudo dolor cuando los dientes se le hincaban en la espalda. Por un instante vio que Jennings giraba sobre sí mismo, acuciado por los perros que se abalanzaban repetidamente hacia su garganta. Thorn no sentía ya dolor, lo único que deseaba desesperadamente era escapar. Volvió a incorporarse, sobre manos y piernas, con los perros siempre en su espalda, y logró acercarse un poco más al cerco. Su mano tocó algo frío. Era la barra de hierro que Jennings había tirado. La asió con fuerza y la blandió contra los animales que le destrozaban la espalda. Por los gemidos de dolor comprendió que había dado en un blanco. Una bocanada de sangre salpicó su cabeza. Un perro se retorcía frente a él, con un ojo suspendido de su cuenca por hilos ensangrentados. Esta visión dio coraje a Thorn, que volvió a golpear con fuerza, mientras trataba de ponerse totalmente de pie.

Jennings rodó sobre sí mismo hasta que llegó al pie de un árbol, debatiéndose por incorporarse, mientras los perros bramaban a su alrededor, sin dejar de atacar la cámara y las cuerdas que protegían el cuello del hombre. Mientras Jennings luchaba, el flash se disparó solo y los animales retrocedieron ante la cegadora luz.

Ahora, Thorn estaba de pie, blandiendo frenéticamente la barra contra cabezas y hocicos, a la vez que retrocedía hacia el cerco. Jennings había saltado del árbol y sostenía el flash frente a sí, disparándolo cada vez que los perros avanzaban. De esa manera pudo contenerlos hasta que alcanzó también el cerco.

Se acercó rápidamente a Thorn y vigiló a los perros, mientras su compañero empezaba a trepar. Con las ropas desgarradas y el rostro ensangrentado, Thorn trepó por el cerco hasta que de pronto cayó con fuerza sobre la parte superior y se hirió, en la axila, con la punta de uno de los espigones herrumbrosos. Gritando de dolor, hizo otro esfuerzo por desprenderse y cayó pesadamente del otro lado. Jennings lo siguió, disparando su flash mientras trepaba. Cuando llegó al otro lado, tiró el aparato a los aullantes animales. Thorn vacilaba y Jennings lo cogió por la espalda y lo llevó hasta el coche. El conductor los miraba azorado y lanzó un grito de horror. Trató de poner en movimiento el vehículo, pero no estaban las llaves. Salió apresuradamente para ayudar a Jennings a sentar a Thorn en el asiento posterior. Cuando Jennings fue hacia el maletero, para buscar las llaves del coche, echó una mirada a los perros, que parecían enloquecidos ahora. Se destrozaban a sí mismos contra el cerco, aullando con furia. Uno de ellos intentó trepar y casi lo consiguió, pero quedó enganchado por el cuello a la punta de un espigón y la sangre le manó a chorro. En su frenesí, los otros animales saltaron sobre él, devorándolo vivo mientras sus patas golpeaban con violencia y lanzaba un aullido de furia.

El coche emprendió la marcha velozmente con la puerta del maletero abierta y sacudiéndose. El conductor quedó perplejo cuando miró por el retrovisor a los dos hombres sentados en el asiento posterior. Ya no parecían hombres, sino masas informes de sangre y ropas. Estaban muy juntos uno del otro y lloraban como niños.

11

El conductor los llevó a la sala de guardia de un hospital. Luego retiró del coche el equipaje y se apresuró a marcharse. Thorn estaba trastornado, de manera que Jennings contestó todas las preguntas, dando identidades falsas, y narró una historia que, aparentemente, satisfizo a las autoridades del hospital. Se habían emborrachado, dijo, y habían entrado en una propiedad privada donde había carteles indicadores de que el lugar estaba vigilado por perros. Era en las afueras de Roma, pero no podía recordar dónde. Sólo recordaba que había un alto cerco con espigones y que su amigo había caído sobre uno de ellos. Les curaron las heridas y les dieron inyecciones antitetánicas, indicándoles luego que debían volver dentro de una semana, para hacerles análisis de sangre y asegurarse de que las inyecciones habían surtido efecto. Se cambiaron de ropa y partieron. Buscaron un pequeño hotel donde dieron nombres falsos. El conserje insistió en que pagaran por adelantado y les dio la llave de una sola habitación.

Thorn trató desesperadamente de comunicarse telefónicamente con Katherine, mientras Jennings se paseaba por el cuarto.

—Pudieron haberlo matado, y no lo hicieron —dijo Jennings, atemorizado aún—. Era a mí a quien querían matar, buscaban mi cuello.

Thorn levantó una mano para indicarle que se callara. Una oscura mancha de sangre se veía en su camisa.

—¿Escucha lo que le estoy diciendo, Thorn? ¡Buscaban mi cuello!

—¿Con el hospital? —preguntó Thorn por el teléfono—. Sí, está en la habitación 4A.

—Dios mío, si no hubiera tenido estas cámaras... —seguía Jennings.

—¿Quiere callarse, por favor?«. Se trata de algo urgente para mí.

—Tenemos que hacer algo, Thorn. ¿Me escucha?

Thorn se volvió hacia Jennings y miró las marcas de las correas en su cuello.

—Busque el pueblo de Meguido —le dijo suavemente.

—¿Cómo demonios voy a encontrar...?

—No sé. Vaya a una biblioteca.

—¡Una biblioteca! ¡Jesucristo!

—¿Hola? —Thorn habló por el teléfono—. ¿Katherine?

En su cama del hospital, Katherine se irguió un poco, preocupada por el tono de urgencia de la voz de su esposo. Sostenía el teléfono con su mano sana. La otra estaba inmovilizada en el yeso curvo.

—¿Estás bien? —preguntó Thorn en tono desesperado.

—Sí. ¿Y tú?

—También. Sólo quería estar seguro...

—¿Dónde estás?

—En Roma. En un hotel que se llama Imperatore.

—¿Qué ocurre?

—Nada.

—¿Estás enfermo?

—No, estaba preocupado...

—Vuelve, Robby.

—No puedo volver en seguida.

—Estoy asustada.

—No tienes de qué estar asustada.

—He estado llamando a casa y nadie contesta.

En su cuarto de hotel, Thorn miró a Jennings, que se estaba cambiando la camisa, para salir.

—¿Robby? —dijo Katherine—. Creo que será mejor que vuelva a casa.

—Quédate donde estás —le aconsejó Thorn.

—Estoy preocupada por Damien.

—No vuelvas a casa, Katherine.

—Debo...

—Escúchame, Katherine. No te acerques a la casa.

Katherine quedó en silencio, alarmada por el tono de voz de él.

—Si estás preocupado porque yo pueda hacer alguna cosa —dijo—, no tienes por qué estarlo. He estado conversando con el psiquiatra y ahora veo las cosas con más claridad. No es Damien quien está causando problemas, sino yo.

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