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Authors: David Seltzer

La profecía (23 page)

BOOK: La profecía
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—¿Pero usted...?

—Soy el último —replicó bruscamente—. Y el menos importante.

Fue hacia su mesa y se sentó con esfuerzo. La luz de la lámpara que había sobre la mesa reveló una tez tan pálida que casi era transparente. Las venas se destacaban claramente en las sienes y en el calvo cráneo. Su rostro se veía tenso y amargado, como si no le gustara lo que debía hacer.

—¿Qué es este lugar? —preguntó Thorn.

—Ciudad de Jezreel, pueblo de Meguido —replicó el hombre, sin expresión—. Mi fortaleza, mi prisión. El lugar en que empezó el cristianismo.

—¿Su prisión...? —preguntó Thorn.

—Geográficamente, éste es el corazón del cristianismo. Mientras permanezca dentro, nada podrá dañarme.

Se detuvo para considerar la reacción de los hombres. Parecían recelosos, desconfiados. El rostro los delataba.

—¿Pueden pagar a mi mensajero, por favor? —preguntó.

Thorn metió la mano en el bolsillo y separó algunos billetes. El árabe los tomó y desapareció inmediatamente por donde había venido, dejando a los tres hombres enfrentados en silencio. El recinto estaba muy frío y húmedo y tanto Thorn como Jennings tiritaban mientras miraban a su alrededor.

—En esta plaza de pueblo —dijo Bugenhagen— una vez desfilaron los ejércitos romanos. Los ancianos se sentaron en bancos de piedra susurrando rumores del nacimiento de Cristo. Las historias que narraban fueron registradas con gran esfuerzo aquí —dijo, señalando—, en este edificio, escritas y compiladas en libros que conocemos como la Biblia.

Los ojos de Jennings se fijaron en una caverna oscura que estaba detrás de ellos y Bugenhagen siguió su mirada.

—Toda la ciudad está aquí —dijo—. Treinta y cinco kilómetros de Norte a Sur. Transitable en su mayor parte, salvo en recientes hundimientos. Ellos excavan allí y causan hundimientos aquí. Para la época en que lleguen aquí, todo será ya una ruina. —Se detuvo, considerando el asunto con tristeza—. Pero ése es el hecho del hombre, ¿verdad? —preguntó—. ¿Suponen que todo lo que hay que ver está visible en la parte superior?

Thorn y Jennings permanecieron silenciosos, mientras trataban de comprender todo lo que estaban viendo y oyendo.

—El pequeño sacerdote —preguntó Bugenhagen—, ¿ha muerto ya?

Thorn se volvió hacia el hombre, agitado por el recuerdo de Brennan.

—Sí —replicó.

—Entonces siéntese, señor Thorn. Será mejor que comencemos a trabajar.

Thorn no deseaba moverse y permaneció en su lugar. Los ojos del anciano se fijaron en Jennings.

—Usted nos debe excusar. Esto es sólo para el señor Thorn.

—En este asunto yo estoy con él —replicó Jennings.

—Me temo que no.

—Yo lo traje aquí.

—Estoy seguro de que le estará agradecido.

—¿Thorn...?

—Haga lo que le dice —replicó Thorn.

Jennings se puso rígido pues se sintió agraviado.

—¿Dónde demonios se supone que debo ir?

—Coja uno de los faroles —dijo Bugenhagen.

Jennings hizo de mala gana lo que se le decía. Miró a Thorn, con enojo, y cogiendo uno de los faroles de la pared se marchó hacia la oscuridad.

Se produjo un silencio desagradable; el anciano se puso de pie y esperó hasta que dejó de oírse el sonido de los pasos de Jennings.

—¿Usted confía en él? —preguntó Bugenhagen.

—Sí.

—No confíe en nadie.

Se volvió y buscó en un armario tallado en la roca. Retiró un paquete envuelto en tela.

—¿Debo confiar en usted? —le preguntó Thorn.

Como respuesta, el anciano volvió a la mesa y abrió el paquete, del que extrajo siete estiletes que relucieron a la luz. Eran delgados y tenían puños de marfil. Cada puño estaba tallado formando la imagen de Cristo en la cruz.

—Confíe en éstos —dijo—. Éstos son los que pueden salvarlo.

En las cavernas que se hallaban detrás de ellos el aire estaba inmóvil. Jennings avanzaba, casi encorvado, por un bajo e irregular cielorraso de piedra, mirando con pavor el círculo de luz que lanzaba el farol que llevaba en la mano. Había objetos engastados en las paredes, esqueletos semienterrados en la roca que parecían salir de los contornos de cunetas y escalones que en una época dieron a la antigua calle. Siguió internándose en el túnel que gradualmente se angostaba.

En el recinto que tenía tras sí las luces habían disminuido su intensidad. Los ojos de Thorn se llenaron de temor cuando miró la mesa. Ante él los siete estiletes estaban clavados con firmeza en la madera, formando la señal de la cruz.

—Debe hacerse sobre suelo sagrado —murmuró el anciano—. El suelo de una iglesia. Su sangre debe derramarse ante el altar de Dios.

Sus palabras quedaron suspendidas en el silencio, mientras el anciano estudiaba a Thorn, para asegurarse de que le había entendido.

—Cada estilete debe clavarse a fondo. Hasta los pies de la figura de Cristo de cada puño... clavados de esta manera para formar la señal de la cruz.

La nudosa mano del anciano retiró con fuerza el estilete del centro.

—El primero es el más importante. Extingue la vida física y forma el centro de la cruz. Los siguientes extinguen la vida espiritual y deben irradiar hacia afuera, así...

”Usted no debe tener sentimientos —le instruyó—. Ése no es un niño humano.

Thorn luchó por encontrar su voz. Cuando pudo hablar, sonó extraña, ronca y desigual. Reflejaba su angustia.

—¿Y si usted se equivoca? —preguntó—. ¿Y si él no es...?

—No cometa ningún error.

—Debe haber alguna prueba.

—Tiene una marca de nacimiento. Una serie de 6.

La respiración de Thorn se hizo más intensa.

—No —dijo.

—Así, dice la Biblia, están marcados todos los apóstoles de Satán.

—Él no lo tiene.

—Salmo Doce, versículo seis.
Aquel que tenga inteligencia calcule el número de la bestia, pues es número de hombre y su número es seiscientos sesenta y seis.

—Él no lo tiene, se lo aseguro.

—Debe tenerlo.

—Lo he examinado. He estudiado cada centímetro de su piel.

—Si no es visible en el cuerpo, lo encontrará debajo del pelo. ¿Nació con mucho pelo?

Thorn recordó la primera vez que vio al niño, cuando le había maravillado su pelo espeso y hermoso.

—Arránqueselo —indicó Bugenhagen—. Encontrará la marca oculta debajo.

Thorn cerró los ojos y se cogió la cabeza con las manos.

—Una vez que empiece, no dude.

Thorn sacudió la cabeza, incapaz de aceptar lo que el hombre proponía.

—¿Usted duda de mí? —preguntó Bugenhagen.

—No sé —respondió Thorn con un suspiro.

El hombre se apoyó en el respaldo de la silla y lo estudió.

—Su hijo no nacido fue muerto tal como estaba predicho. Su esposa ha muerto...

—¡Pero éste es un
niño
!

—¿Necesita más pruebas?

—Sí.

—Entonces espere —dijo Bugenhagen—. Tenga la convicción de que lo que está haciendo debe hacerse. De lo contrario, lo hará mal. Si usted mismo se halla inseguro, ellos lo derrotarán.

—¿Ellos...?

—Usted dijo que había una mujer. Una mujer que cuida al niño.

—La señora Baylock...

—Su nombre es B’aalock. Es una apóstata del Demonio y morirá antes de permitir eso.

Quedaron en silencio. Se oyeron pasos en la caverna que estaba detrás de ellos. Jennings se fue materializando gradualmente desde la oscuridad. Su rostro denotaba su turbación.

—Miles de esqueletos... —murmuró.

—Siete mil —respondió Bugenhagen.

—¿Qué ocurrió?

—Meguido fue Armagedón. El fin del mundo.

Jennings se adelantó, conmovido por lo que había visto.

—¿Quiere decir que... “Armagedón” ya ha ocurrido?

—Oh, sí —replicó Bugenhagen—. Como volverá a ocurrir muchas veces.

Desclavó los estiletes y los envolvió cuidadosamente para dar el paquete a Thorn. Éste deseaba negarse, pero Bugenhagen se impuso. Sus ojos se encontraron cuando Thorn se incorporó.

—He vivido mucho tiempo —dijo Bugenhagen con voz temblorosa—. Rogaré porque no haya vivido en vano.

Thorn dio media vuelta y siguió a Jennings, hacia la oscuridad por la que habían entrado. Avanzaba en silencio y sólo se volvió una vez, para ver el lugar que acababa de dejar. Había desaparecido. Sus luces se habían apagado y el lugar desapareció en la oscuridad.

Caminaron, en silencio, por las calles de Jerusalén. Thorn aferraba en la mano el paquete de tela. Estaba deprimido y caminaba como un autómata, con la mirada fija adelante ignorando todo lo que le rodeaba. Jennings le había hecho preguntas, pero Thorn se negó a hablar. Ahora, cuando andaban por la reducida acera de un área de construcción, el fotógrafo debía apurar el paso para mantenerse detrás de Thorn y gritaba para que su voz se oyera a pesar del ruido de los martillos neumáticos.

—¡Escuche! ¡Todo lo que deseo saber es lo que dijo! Tengo derecho a saber, ¿no?

Pero Thorn continuó empecinadamente su marcha y aceleró el paso, como si tratara de alejarse de Jennings.

—¡Thorn! ¡Quiero saber lo que dijo!

Jennings descendió a la calzada para adelantarse y cogió a Thorn por el brazo.

—¡Eeh! ¡No soy un simple mirón! Soy yo quien lo
encontró.

Thorn se detuvo y miró con furia a Jennings.

—Sí. Es usted, ¿verdad? Usted es el que ha estado descubriendo
todo
esto.

—¿Qué quiere decir?

—¡Usted es quien ha estado insistiendo en todo esto! ¡Usted es quien me ha estado metiendo todo esto en la mente...!

—¡Un momento...!

—Usted es quien tomó esas fotografías...

—Espere...

—Usted es quien me trajo aquí...

—¿Qué ocurre?

—¡Yo ni siquiera sé
quién
es usted!

Consiguió zafar su brazo de la mano de Jennings y se volvió. Jennings volvió a cogerlo por el brazo.

—Usted va a esperar un minuto y escuchar lo que tengo que decir.

—Ya he escuchado bastante.

—Estoy tratando de ayudarlo.

—¡Basta ya!

Se miraron con furia. Thorn temblaba de ira.

—¡Pensar que he estado prestando oído a esto! ¡Creer esto!

—Thorn...

—Todo lo que sé es que ese anciano no es más que un “faquir” que trata de vender sus cuchillos.

—¡¿De qué está hablando?!

Thorn levantó el paquete con sus manos temblorosas.

—¡Éstos son
cuchillos
!
¡Armas!
¡Quiere que lo acuchille! ¡Espera que yo asesine a ese niño!

—¡No es un niño!

—¡Es un niño!

—Por Dios, ¿qué otra prueba...?

—¿Qué clase de hombre se piensa que soy?

—Cálmese un poco.

—¡No! —gritó Thorn—. ¡No lo haré! ¡No participaré en eso! ¿Asesinar a un niño? ¿Qué clase de hombre se cree que soy?

Con una explosión de ira, se giró y arrojó el paquete de cuchillos, con fuerza. El paquete golpeó contra una pared y fue a caer a un callejón. Jennings se detuvo por un instante y miró con fijeza los ojos furiosos de Thorn.

—Tal vez usted no lo haga —gruñó— pero yo sí.

Giró, pero Thorn lo detuvo.

—Jennings.

—¿Señor?

—No quiero volver a verlo nunca. Me aparto de todo este asunto.

Con su labio fruncido, Jennings fue rápidamente hacia el callejón a buscar los cuchillos. El suelo estaba lleno de basura y los martillos neumáticos y las máquinas pesadas llenaban el ambiente de ruidos, mientras él apartaba escombros con el pie. Vio el pequeño paquete junto a la base de una lata de residuos, cerca de él. Se acercó rápidamente y se agachó, sin ver el brazo de la enorme grúa que se balanceaba arriba, deteniéndose un instante antes de soltar el enorme panel de cristal que sostenía. El cristal se deslizó hacia abajo, como la hoja de una guillotina, y alcanzó a Jennings en el cuello, separando limpiamente la cabeza del cuerpo, antes de convertirse en un millón de fragmentos que volaron hacia todos lados.

Thorn oyó el impacto y luego los gritos, y vio que los peatones corrían, de todas direcciones, hacia el callejón donde Jennings había desaparecido. Los siguió y se fue acercando al lugar donde yacía el cuerpo. Estaba decapitado y la sangre manaba en un movimiento débil y rítmico, como si el corazón estuviese latiendo aún. Una mujer asomada a un balcón alto señaló el cadáver y gritó. La cabeza había quedado en una lata de residuos, mirando hacia el cielo.

Haciendo un esfuerzo, Thorn caminó rápidamente hacía delante y recogió el paquete de cuchillos que estaba entre los escombros, a pocos centímetros de la mano, sin vida, de Jennings. Con ojos vidriosos, salió del callejón y volvió al hotel.

12

El vuelo de regreso a Londres había durado ocho horas. Thorn viajó sentado, en aturdido silencio. Su mente se negaba a funcionar. Los fuegos que una vez habían incitado su pensamiento —la especulación, la imaginación, la duda— se habían extinguido ahora. Ya no había más temor, ni pena, ni confusión. Sólo el conocimiento concreto de lo que había que hacer.

En el aeropuerto de Londres, una azafata le había devuelto el paquete con los cuchillos. De acuerdo con las medidas de seguridad, los había retenido hasta la finalización del viaje. Al devolverlos, comentó que eran muy bellos y le preguntó dónde los había comprado. Thorn respondió con monosílabos y guardó el paquete en un bolsillo interior de la chaqueta, antes de entrar en la terminal aérea que estaba casi vacía. Era más de medianoche y el aeropuerto se había cerrado. El de Thorn había sido el último vuelo al que se autorizó el aterrizaje, porque la visibilidad no era suficiente en las pistas. La ciudad estaba sumergida en la bruma y los conductores de taxi se negaban a llevarlo hasta Pereford. Resultaba extraño volver de esa manera a Londres, sin nadie que lo recibiera, ni nadie que lo llevara en automóvil. Lo aguijoneaba el recuerdo de sus anteriores regresos. Siempre estaba Horton esperándolo con las noticias del tiempo. Y en el hogar, Katherine lo recibía con una sonrisa de bienvenida.

Ahora, mientras esperaba en la fría noche a que un coche de alquiler pasara a buscarlo, la soledad lo invadió y se sintió helado hasta los huesos.

Cuando, finalmente, llegó el coche, partieron con paso de tortuga. La imposibilidad de ver nada que se deslizara por la ventanilla creaba la sensación de que el vehículo no se movía. Era como si el coche estuviese suspendido en el espacio, y ello ayudó a Thorn a resistir la tentación de pensar en nada de lo que le esperaba. El pasado había desaparecido, el futuro era imprevisible. Sólo existía ese momento, que duró una eternidad, hasta que finalmente Pereford apareció a la vista.

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