Authors: Magda Szabó
—Pero si ella nunca va a restablecerse del todo… Y lo de trabajar… ni lo sueñe. —Lo dijo casi alegremente, como si tratara de convencerme justo de lo contrario—, Emerenc está acabada, querida señora escritora, si no ahora, dentro de un año. La vivienda en la que estamos le fue asignada por sus servicios, a cambio de mantener limpia toda la finca, escalera y aceras incluidas. Por tanto, hará falta una nueva portera, ya que los inquilinos y los amigos no podemos seguir repartiéndonos eternamente las tareas de Emerenc hasta que ella muera. Por no hablar de que ella sola hacía el trabajo de casi cinco personas.
La mujer del manitas no se pudo contener y protestó con tanta vehemencia como si la hubieran insultado a ella misma. Esas no son maneras de hablar, exclamó, y en nombre de la comunidad de vecinos aseguró que estarían encantados de seguir repartiéndose las tareas de la señora Emerenc mientras hiciera falta, sin escatimar tiempo ni esfuerzos hasta su curación total. Bajo ningún concepto dejarían desamparada a una pobre enferma, y muchos menos la pondrían de patitas en la calle como acababa de insinuar la verdulera.
—¿Quién habla de echarla? —replicó Sutu; recordaba a una Parca. Hoy en día sé que su valoración fue la más sensata y que ella fue la única de nosotros que tuvo el coraje de reflexionar de un modo responsable sobre todas las consecuencias posibles— Pues claro que nadie la echará. El teniente coronel puede gestionar su admisión en una buena clínica para personas mayores enfermas o en un asilo. Su sobrino también podría acogerla en su casa, o usted misma, señora, si así lo desea. Pero mientras tanto alguien tiene que ocuparse de la finca, barrer la nieve, no solo la de aquí sino también la de delante de los otros edificios, como estipula el contrato que firmó en su momento. Y la señora escritora, que ni siquiera da abasto para atender las labores de su propia casa, ¿cómo pretende sin ayuda de nadie, cuidar de una enferma?
Se hizo un breve silencio, tras el cual todo el mundo rompió a hablar al mismo tiempo, y aquello se convirtió en una grotesca escena de Pentecostés, donde nadie hace caso de lo que dice el otro. La primera conclusión clara fue la mía: Emerenc podría vivir perfectamente en nuestra casa; tan solo habría que encontrar una nueva empleada del hogar que nos atendiera a todos. Además, ella nos quería y eso haría que se sintiera muy a gusto con nosotros.
—¡Vaya ocurrencia! —objetó Sutu, con una tenebrosa risa que no tenía nada de alegre—, ¿Usted cree realmente que ella aceptará ir a su casa? Está más que claro que Emerenc solo podrá sobrevivir mientras tenga un hogar propio. Para empezar, no sabemos cómo reaccionará cuando se entere de la verdad. Todos ustedes están ahora aquí, gritando a coro, dispuestos a compartir generosamente las tareas de la portera sin que ella se lo haya pedido. ¿Y si no lo acepta…? La señora escritora la acoge en su casa. Muy bien. También la mantendrá. Pero hay un pequeño problema… ¿Alguien le ha preguntado a ella personalmente si quiere que la mantengan?
Adélka se secaba los ojos entre hipidos y los demás no decían palabra. Pero yo era la que permanecía más callada de todos, porque Sutu acababa de pronunciar lo que yo estaba temiendo desde el principio.
—Vamos a ver… —prosiguió—, ¿A qué estamos jugando aquí? Pongamos las cartas sobre la mesa. Todos la conocemos muy bien y sabemos positivamente que no lograremos hacer que viva en casa de nadie como si tal cosa, ni que ingrese por propia voluntad en ninguna parte. Si un día la traen a su casa y se da cuenta de todo, habrá que tener muchísimo cuidado con ella, porque no sabemos si regresará con más fuerza si cabe. Ante todo, conviene esconder bien, mis queridos convecinos, esa hacha asesina que tiene. Si en su momento fue capaz de arremeter contra el médico de la ambulancia, ¿por qué ahora no nos puede tocar a nosotros? Al médico de cabecera o a quien sea, a la señora escritora o al teniente coronel, a cualquiera que no hubiese hecho nada para evitar la destrucción y la quema de sus muebles. Ella, entérense bien, no va a querer de ninguna manera reanudar su vida en cualquier otro lugar ni vivir en casa de otras personas. Lo que Emerenc querrá es retomar su propia vida, pero esta, lamentablemente, ya está destruida.
La sesión se levantó en una atmósfera cargada, sin haber llegado a conclusión alguna. Adélka estaba tan trastornada que incluso dejó de protestar. Tras desahogarse de aquel modo, Sutu se esfumó. Yo también me marché. La señora Brodarics retuvo a los inquilinos para elaborar la agenda de tareas para sustituir a Emerenc, que iba anotando en una hoja de cuaderno cuadriculada con la ayuda de la mujer del manitas. Estuve de mal humor durante el resto del día, y, con el presentimiento de un acontecimiento tan inesperado como desagradable, pasé una noche de perros. Veía sobrevenir problemas antiguos, ya enquistados, y tal vez presentí nuevos. El tiempo me dio la razón: una semana más tarde el señor Brodarics, a quien los inquilinos habían elegido como portavoz en ausencia de Emerenc, me llamó por teléfono y me contó azorado que Sutu se había ofrecido para ocupar oportunamente el cargo de portera con todas las obligaciones que el puesto conllevaba, y que por ello estaba dispuesta incluso a devolver la licencia de su puesto de verduras y frutas. Todo esto, obviamente, si la comunidad de inquilinos aceptaba sus servicios. El señor Brodarics quería conocer mi opinión sobre la propuesta.
Con frecuencia reflexiono sobre los sucesos de la noche en el huerto de Getsemaní y me pongo en la piel de Jesús. La primera pregunta que suele acudir a mi mente es qué habrían sentido Juan o Felipe al darse cuenta de que aquel a quien acompañaban por todos los caminos, cuyos poderes conocían mejor que nadie porque lo habían visto resucitar a Lázaro y a la hija de Jairo, que les había dado una fuerza inefable y fe en la vida eterna, qué habrían sentido al ver que aquel hombre había sido traicionado. ¿Y ahora el señor Brodarics venía a preguntarme qué pensaba sobre todo eso? Pues nada. Siento vergüenza ajena porque es una infamia deplorable. Y, sin más, colgué el teléfono. ¿Cómo osaba aquella mujer presentarse para el puesto de Emerenc, a quien debía prácticamente todo lo que tenía? Fue ella quien había gestionado la licencia de su verdulería con la ayuda del teniente coronel, quien la había alimentado cuando pasaba hambre, quien le regalaba ropa cuando veía su armario vacío… ¡Te puedes esperar cualquier cosa de la gente…! No solo estaba realmente indignada, también asustada. De momento el señor Brodarics había rechazado la propuesta, pero si Emerenc regresaba con sus capacidades mermadas para trabajar, los vecinos se verían obligados a tomar medidas, ya que desgraciadamente no podrían cubrir las tareas de una portera enferma hasta el fin de sus días. Algunos inquilinos eran demasiado viejos para hacerlo; la mayoría trabajaban fuera, incluso en más de un sitio; no paraban por casa en todo el día, y no podían atender las emergencias que requieren la presencia constante de alguien, como una nevada, la rotura de una tubería, la llegada del cartero o el deshollinador… En fin, cosas que podían pasar a cualquier hora del día. Tampoco se adaptarían a los horarios laborales de los inquilinos los agentes de los organismos oficiales y los envíos administrativos. Había pocas alternativas: que Emerenc, una vez totalmente recuperada, se reincorporara con normalidad a su trabajo; de lo contrario, si perdiera su empleo por incapacidad, no podría quedarse en la finca y tendría que mudarse a nuestra casa. ¿Qué iba a hacer yo entonces, Dios mío, con mi antigua asistenta paralítica y sin nadie que me haga la compra y los recados, que me cocine y me traiga los guisos de comadrona, como ella hacía antes?
Al día siguiente me dijeron en el hospital que me pasara por el despacho del médico jefe. Ya sabía lo que iba a decirme. Sería algo parecido a lo que nos sucede a los escritores con algunos críticos dispuestos a respetar las reglas tácitas del juego: empiezan con un cumplido alentador, que el pobre autor esperanzado recibe con alegría como si le arrojaran un hueso y, mientras lo está devorando cual perro famélico, le descerrajan el tiro de gracia. Con aire de radiante optimismo, el médico empezó a elogiar la asombrosa curación de Emerenc, la vitalidad que había mostrado tras su depresión inicial y que la había ayudado a luchar con éxito por su vida; también me habló de los resultados positivos de los últimos análisis y del peso que había ganado.
—Por cierto, supongo que sabía que la señora tiene cataratas en ambos ojos. No se preocupe, no es nada grave, se trata de un síntoma propio de la edad. Como no tiene costumbre de leer, de momento no representará ningún problema; de todos modos, aún puede ver televisión.
No tuve que esperar mucho a que sonara el disparo de gracia:
—También pueden ir acondicionando su casa para cuando salga del hospital. Se ve, además, que tiene muchas ganas. No deja de hablar de su jardín, y siente mucho haberse perdido la floración de principios de verano, que según ella es la estación de la que más disfruta. ¡Ah!, otra cosa: creo que a estas alturas ya tiene fuerzas suficientes para encarar esa verdad que no le han dicho hasta ahora. Y, por favor, dígale al teniente coronel que termine la reforma de su casa lo antes posible; dentro de muy poco le daremos el alta.
—No, por favor, aún no —repliqué al instante—. De momento es imposible. Todavía no nos hemos puesto de acuerdo sobre su futuro. Su casa está como la dejaron después de la desinfección y necesitamos más tiempo para pensar y decidir. Le digo que es pronto para que la envíen a casa, es demasiado precipitado.
—Mire, señora, por nuestra parte la decisión está tomada. No tiene sentido seguir discutiendo. La semana que viene la señora Szeredás tendrá que dejar el hospital. Estos días deberán bastarles para ultimar los detalles que faltan. Tengan en cuenta, además, que la paciente necesitará ayuda de forma permanente, ya que aún no puede valerse por sí misma. De momento no camina, y no sabemos si podrá hacerlo algún día. Ya hemos tramitado con el departamento de asistencia social del Consejo la asignación de una enfermera para los cuidados médicos básicos como poner inyecciones y, como aún tiene que hacer vida en cama, para asegurar su asistencia primaria, bañarla, ponerle la cuña y cambiarle las sábanas. A ustedes les corresponderá organizar la compra y llevarle comida. Si ningún familiar o allegado de la señora Emerenc puede hacerse cargo de ella, el oficial podría gestionar su ingreso en un buen centro para ancianos. Bueno… de todas formas no creo que ese sea el caso. La he visto muy bien arropada por gente que la quiere mucho, con toda esa simpatía que derrocha a su alrededor. Seguramente habrá más de uno que la acogería con mucho gusto.
Habló con la misma determinación con que lo hizo Sutu aquel día, y sus argumentos resultaron tan prácticos e irrefutables como los de la verdulera.
—Escúcheme, doctor, ¿y qué pasaría si ella no aceptara vivir con nadie? —alegué, aunque mientras pronunciaba aquello ya era consciente de que se trataba de una insensatez decir eso «No quiere… no aceptará… protestará…», cuando sabíamos que Emerenc nunca jamás podría ser el agente de su propio devenir, lo que le ocurriera en adelante serían acontecimientos a los que ella tendría que amoldarse con total pasividad. Lo único que aún le quedaba por determinar en su vida era su propia muerte.
El médico jefe prefirió hacer caso omiso de mi última reflexión y me miró con una serena indulgencia. Al final se despidió con un cálido apretón de manos.
—Parece que nos entendemos. No crea que no me pesa haber tomado la decisión de enviarla a casa. Nosotros también le hemos tomado cariño, es una persona entrañable; además, ha sido un milagro desde el punto de vista de la ciencia gerontológica, tanto su salud física como la mental. Lo que sucede es que el hospital no tiene suficientes camas para mantener a un enfermo hasta los últimos días de su vida sin posibilidades de recuperación. Hay tantos casos urgentes… Lamentablemente, volver a lograr que camine está fuera de nuestro alcance. Pero créame que hemos hecho lo imposible por ella, más incluso que por nadie; y eso es lo que importa, y por eso tengo la conciencia tranquila.
Solo muerta a medias, estaba a la espera del segundo tiro. Efectivamente, lo más fuerte no tardó en llegar, y detonó:
—Les recomiendo que le ahorren la impresión de verse llegar en ambulancia a una casa que ya no podría reconocer como la suya, con las paredes recién blanqueadas y unos muebles que nunca ha visto, y sin rastro de sus queridos gatos. Y además, después, tener que ser trasladada enseguida a otra casa, donde la acogerán y la obligarán a quedarse. Es hora de decirle la verdad de una vez por todas… Con todo, con el episodio del hacha, y con el de la desinfección, ya está en condiciones de aguantarlo; además, es la última oportunidad de decírselo, si no queremos que se entere en el lugar de los hechos. Si se lo cuenta aquí, aún estará bajo mi control; en caso de crisis, puedo inyectarle un tranquilizante. He consultado con sus vecinos y dicen que es a usted a quien más quiere; por lo tanto, convendría que fuera usted quien le hablara. También me dicen que usted organizó, en parte, las labores de su rescate. De hecho, si usted no la hubiese salvado casi en el último momento al convencerla de que abriese su puerta, la señora ahora estaría muerta. En esas condiciones, su organismo no hubiese resistido cuarenta y ocho horas más.
Sí, la hemos devuelto a la vida, reflexionaba. Pero seamos claros, ¿qué calidad de vida tendrá a partir de ahora? Sus compañeros de soledad, sus gatos, están desaparecidos o muertos; sus pertenencias, a las que estaba unida por los afectos de toda una existencia, han sido consumidas por las llamas, y la generosa oferta de sus vecinos de hacerse cargo de su trabajo será a la larga, lógicamente, insostenible. Y lo de su internamiento en un asilo de ancianos es una idea absurda; antes que resignarse a algo así, se suicidaría. La única solución que aceptaría sería ir a su casa, a la suya, porque la mía nunca la sentiría como propia. Además, ¿cómo podré conciliar nuestra vida con las atenciones que requiere una enferma postrada en la cama? Una cosa es que haya prometido ampulosamente en público que iba a acogerla, y otra muy distinta es mi realidad. Cocinarle, lavarle la ropa, levantarla para ponerle la cuña, y todo ello con los cuidados apropiados para evitar las ulceraciones típicas en estos casos… ¿Cuándo podré encontrar un momento entre mis numerosas obligaciones para hacerlo, y con qué medios? Hay que considerar también que no se la podrá dejar ni un momento desatendida y que la enfermera de los servicios sociales no vendrá todos los días. Entonces, ¿cómo conseguiremos mi marido y yo cumplir con nuestros compromisos fuera de casa? Bueno… eso en el caso de que Emerenc acepte vivir con nosotros. Pero, si no es así, ¿dónde la ubicamos? El hijo de Józsi no está dispuesto a hacerse cargo de ella, y el teniente coronel acaba de casarse por segunda vez y no creo que esté en condiciones tampoco de atenderla. La única alternativa que tiene esa mujer somos nosotros.