LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (11 page)

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Authors: Louise Cooper

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BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora
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Hizo un intento más de discutir, puesto que no quería creer en una posibilidad tan estremecedora.

—Tirand, ¡no puede haber relación! No hemos recibido ninguna señal, ningún aviso, y desde luego ni una palabra de que hubiera problemas en el sur. ¡Un usurpador no puede surgir de la nada y así por las buenas conquistar la Isla de Verano!

—¿Y qué farsante sería capaz de invocar, y menos aún controlar, a un demonio que se ríe del sortilegio de sumisión más poderoso del Círculo? —replicó Tirand—. Encuéntrame a esa persona y estaría dispuesto a dejar pasar todo esto como una broma maligna. Tal como están las cosas, no me atrevo a hacer semejante cosa. —Se puso en pie—. Éste no es el lugar para seguir discutiendo. Convocad al Consejo para que se vuelva a reunir en la sala dentro de quince minutos. Y poned énfasis en la necesidad de ser prudentes; no quiero que ni una palabra de esto salga del Consejo por el momento.

Los adeptos murmuraron su asentimiento y fueron saliendo de la habitación. Sólo se quedó Karuth. Ella y Tirand no se habían dirigido la palabra directamente desde que habían dejado el patio, y esperaba que ahora habría una oportunidad, aunque fuera pequeña, de dar un paso hacia la reconciliación entre ambos.

Consciente de que necesitaba un gambito de apertura que no fuera conflictivo, dijo:

—Tirand…, Calvi vio al demonio y vio lo que pasó cuando intentamos someterlo. No estará tranquilo hasta que sepa qué está pasando. Y si hay algo de cierto en este mensaje, él…, dioses, no es sólo el hermano del Alto Margrave, sino también su heredero. Habrá que decírselo.

Tirand asintió con brusquedad.

—Lo sé. Pero no quiero decirle nada todavía. No le daré semejante golpe a menos que estemos seguros de los hechos.

—Sí. —Ella vaciló, dándose cuenta de que él no parecía querer mirarla directamente a los ojos, pero decidió no disimular. En voz baja preguntó—: ¿Me crees ahora?

Durante unos instantes, Tirand permaneció muy quieto. Luego habló.

—No. No sin pruebas.

Karuth sintió que algo frío se revolvía en su interior.

—¿Y esto no es prueba suficiente? —Era una pregunta fútil; sabía lo que él diría y sabía también que no tendría sentido discutir.

—Como dices, no es prueba suficiente. —Por fin, Tirand la miró, aunque a regañadientes, y su voz adquirió un tono de enfado y al mismo tiempo casi de súplica—. ¿Debemos pasar de nuevo por todo eso?

Karuth negó con la cabeza.

—No —contestó y se volvió hacia la puerta, ocultando su desengaño. Con la mano en el picaporte se paró—. Supongo que no tendrás nada que objetar a que esté presente en la reunión del Consejo.

—Claro que no. —Pero por su tono supo que deseaba que se mantuviera apartada.

—Gracias. —Sonrió con ironía, sin dejar que él le viera el rostro, y salió, cerrando la puerta con suavidad. Al echar a andar por el pasillo que la llevaría a la sala del Consejo, oyó que alguien la llamaba y apretó el paso al reconocer la voz: Calvi. No debía alcanzarla. En aquel momento no podía encararse con él; sabía que si se veía obligada a mirarlo a los ojos, no sería capaz de mentirle y decirle que no pasaba nada. Por el bien de Calvi, y por el suyo propio, debía mantener una apariencia tranquila.

Oyó que Calvi la llamaba otra vez, y un brote de emoción creció en su interior y le atenazó la garganta. Llevándose a la boca un puño apretado, Karuth mordió con fuerza los nudillos blancos y echó a correr hacia la sala del Consejo.

—Una palabra. —La voz de Tarod sonó furiosa, mientras miraba por la ventana, y lejos, en el paisaje a cuadros dorados y negros del dominio del Caos, algo gritó en respuesta a la furia que emanaba del dios—. ¡Sólo una palabra y podrían destruirla! —Se volvió hacia Yandros, que se encontraba en el centro del oscilante suelo—. ¿Cómo ha podido pasar, Yandros? ¿Cómo hemos dejado que ocurriera?

Por unos instantes, Yandros mantuvo la mirada perdida y pensativa. Luces más oscuras centelleaban en sus dorados cabellos, y sus ojos cambiaban de color pasando por ominosas tonalidades. Por fin dijo:

—La respuesta a tu pregunta, hermano mío, es dolorosamente simple; y la conoces tan bien como yo: fuimos descuidados, fuimos negligentes; y por poco alivio que suponga, somos los únicos culpables de estar en este aprieto.

—¡Nunca deberíamos haber permitido que las gemas de alma fueran guardadas de manera tan descuidada!

—Estoy de acuerdo. Y deberíamos haber estado muy atentos ante la posibilidad de que cualquiera que no fuera uno de nosotros aprendiera la palabra que puede destruirlas. Pero lo hecho, hecho está, Tarod. —Alzó la mirada y su fina boca dibujó una sonrisa débil, cínica—. ¿Cuántas veces nos lo hemos repetido? ¿Treinta? ¿Cuarenta? ¿Más?

El breve arrebato de furia de Tarod se extinguió y lanzó un suspiro. Yandros tenía razón: no tenía sentido reiterar las mismas preguntas y las mismas respuestas una y otra vez. Puede que la repetición diera alguna salida a su furia, pero no cambiaba los hechos.

—Lo siento —dijo—. Lo que encuentro difícil de tolerar es la inactividad, el saber que no podemos hacer nada. Me resulta insoportable, Yandros. —Hizo una pausa—. ¿Sabe ya el Círculo lo que está ocurriendo?

El más grande de los señores del Caos frunció el entrecejo.

__No; e incluso cuando lo descubran, no veo a su Sumo Iniciado dispuesto a aprobar que se nos llame. Conoces los prejuicios de Tirand Lin. Si hemos de ser llamados, creo que debemos confiar en que esa llamada venga de otra fuente que no sea el Círculo.

—¿Y qué hay de su hermana? Es favorable al Caos.

—Cierto, pero en estos momentos no se lleva bien con su hermano. —Yandros sonrió con cinismo—. Cometió el error de escuchar a su intuición en lugar de a la lógica, y ese tipo de heterodoxia no se acepta muy bien en la Península de la Estrella últimamente. No, creo que hay pocas posibilidades de que Karuth Piadar sea nuestro instrumento en este asunto. Debemos buscar a alguien más.

Algo en su tono de voz alertó a Tarod, cuyos felinos ojos verdes se entrecerraron.

—¿Se te ocurre alguien?

Yandros hizo un gesto ambiguo.

—Nada más que una posibilidad. Puede que acabe en nada, y no podemos correr el riesgo de intentar influir en las acciones de ningún mortal, porque los señores del Orden lo interpretarán como una ruptura de nuestro juramento y se considerarán en libertad para interferir.

Un cuchillo de gigantesca hoja apareció en la mano izquierda de Tarod; lo sopesó y golpeó con él suavemente la palma de su mano.

—Si tu juicio sobre Tirand Lin es correcto, y no dudo ni por un instante de que lo sea, entonces ése será un problema al que deberemos enfrentarnos de todas maneras, porque pronto le estará aullando a Aeoris pidiendo ayuda.

—Lo sé perfectamente. —La expresión de Yandros reflejaba con claridad qué pensaba de Aeoris, quien, como señor supremo del Orden, era su equivalente en aquel dominio y también su más mortal enemigo—. Pero aun así preferiría no dar al Orden ningún motivo anticipado para que se meta donde no es deseado.

Se acercó al arco resplandeciente de la ventana y miró hacia fuera. La niebla comenzaba a caer desde el cielo en columnas espesas y oscuras. Algo que recordaba a un gigantesco lagarto con aletas en lugar de patas se arrastraba dolorosa, ciegamente, sobre el paisaje a cuadros, con la boca sin dientes masticando y babeando.

—Creo —dijo Yandros— que no pasará mucho tiempo antes de que el potencial aliado que tengo en la mente sienta la compulsión de hacer algo. Estoy apostando a la probabilidad de que cuando eso ocurra, el Caos sea el dominio al que acuda pidiendo ayuda.

—¿Y responderás?

—Oh, sí —Yandros alzó una mano y tocó con ligereza la ventana. El paisaje exterior se desvaneció, dejando paso a una oscuridad impenetrable en la que un coro de voces fantasmales gemían—. Desde luego que responderé.

Capítulo VI

E
nce halcones mensajeros —todas las aves que Handray pudo reunir en tan poco tiempo— abandonaron la Península de la Estrella aquella tarde. La operación fue llevada a cabo con tanta rapidez y discreción como fue posible, y Tirand confió en que el inusitado aunque breve revuelo de actividad despertara sólo un mínimo de curiosidad en el Castillo.

Lo alivió comprobar que el Concilio del Círculo reaccionara de manera tan positiva a las noticias que les comunicó. Una vez superada la confusión inicial de volver a ser convocados en tan breve período de tiempo, se mostraron unánimes en su acuerdo con el punto de vista del Sumo Iniciado de no atreverse a considerar el mensaje como una farsa. Había, como Tirand dijo, demasiados signos de advertencia, y no era el menos importante la naturaleza misma del mensajero. Debía enviarse aviso inmediatamente a los Margraviatos claves y a las Residencias de la Hermandad para alertarlos, y la más rápida de las aves disponibles volaría hacia la Matriarca, en la provincia de Chaun Meridional, para pedir su ayuda y consejo. El único punto de desavenencia entre los adeptos fue sobre si sería aconsejable o no enviar un mensaje a la Isla de Verano. Tirand estaba en contra; si aquellas noticias tenían algún fundamento, dijo, sería mejor no poner en guardia a su responsable acerca de las actividades del Círculo, pero una numerosa facción, encabezada por Sen, argumentaba que tan sólo una carta dirigida a la corte del Alto Margrave confirmaría o negaría la verdad de todo el asunto. Al final llegaron a un compromiso: no harían nada durante dos días, pero si no llegaban señales de alarma de las provincias durante ese período de tiempo, entonces se enviaría sin más dilaciones un mensaje personal, cuidadosamente redactado, a Blis Hanmen Alacar. Mientras tanto, las investigaciones más secretas continuarían a toda velocidad.

Tirand y Karuth no se hablaron después de la reunión. Ambos se dijeron que era debido a que sencillamente no había tiempo para discusiones; la primera y única prioridad era ocuparse de que se redactaran y enviaran las vitales cartas. Pero la verdad es que ninguno de los dos se sentía completamente capaz o dispuesto a abrir la primera brecha en la barrera. En el concilio, Karuth había respaldado con firmeza a su hermano y lo había ayudado a convencer a los vacilantes, pero Tirand, aunque le agradecía la ayuda, seguía sintiendo que había amargura entre los dos, la sensación de que ella había conseguido una victoria moral que no le permitiría olvidar. Por su parte, Karuth se resentía del hecho de que Tirand no pareciera dispuesto a reconocer abiertamente que sus sospechas podían, al fin y al cabo, haber tenido fundamento; de manera que, cuando comenzó el trabajo de preparar las cartas, se sentaron en mesas separadas y pusieron especial cuidado en que sus miradas no se cruzaran.

Una vez que Handray y su aprendiz hubieron lanzado las aves mensajeras, al Círculo no le quedaba otra cosa que esperar. Tirand había vetado cualquier idea de explorar los planos astrales en busca de más información, esgrimiendo más o menos los mismos argumentos que había empleado para impedir cualquier consulta inmediata con la Isla de Verano. Si estaba interviniendo algún agente demoníaco, dijo, una exploración astral atraería su atención con la misma seguridad que si proclamaran sus propósitos a voz en grito desde lo alto de las torres. Dos días no significaban mucha diferencia, tan sólo que conseguirían más información, cosa que necesitaban desesperadamente. Así que esperaron. Pero no fue por mucho tiempo.

El primer halcón procedente del sur llegó al siguiente anochecer. Traía una nota garabateada y apenas legible del Margrave de la provincia de Han, y, cuando la leyó, Tirand sintió que una mano helada le apretaba las entrañas. La suya, al parecer, no había sido la única visita. Y cuando al amanecer del día siguiente llegaron un segundo y un tercer halcón, uno de Chaun y otro de Wishet, se dio cuenta de que la persona que estaba detrás de aquella locura, quienquiera que fuese, había hecho su trabajo a conciencia. Después, al anochecer del segundo día, cuando estaba a punto de servirse la colación comunal en el comedor, un grito de aviso surgió de la barbacana del Castillo, y momentos después se oyó el traqueteo y rechinar al abrirse las grandes puertas de doble hoja.

Karuth, que estaba en la escalera a medio camino del comedor, oyó los ruidos procedentes del exterior. Fue una de las primeras en alcanzar los escalones del patio y llegó a tiempo de ver el grupo de jinetes que entró al trote, refugiándose en las negras murallas del Castillo. En la creciente oscuridad brillaron fantasmales unas túnicas blancas, y los mozos corrieron a ayudar a cuatro hermanas con su escolta de seis hombres a bajar de sus sudorosos y temblorosos caballos. Una de las hermanas, una mujer delgada y de mediana edad, vio a Karuth y se dirigió hacia ella. Karuth, a su vez, bajó apresuradamente los escalones para recibirla.

—¿Adepto médico Karuth Piadar? —El rostro anguloso y curtido por el viento de la mujer no le era familiar, pero había visto una insignia de adepto y el broche del Gremio de Maestros Músicos en el hombro de Karuth y la había identificado—. Soy la hermana superiora Pelora Beyn, delegada en la residencia de la Tierra Alta del Oeste. Señora, debemos ver al Sumo Iniciado enseguida… ¡Es un asunto de la máxima urgencia!

Un criado atento llegó corriendo con una linterna, y cuando su luz se derramó sobre ellas, Karuth advirtió de repente que la mujer estaba a punto del colapso físico. Consternada, la cogió por el brazo.

—¡Hermana, estáis totalmente exhausta!

Pelora hizo una mueca.

—Hemos cabalgado todo el día y toda la noche anterior. Sólo nos detuvimos dos veces para cambiar de montura y comer algo. —Detrás de ella, donde se agrupaban los caballos, otra de las figuras vestidas con túnicas blancas rompió a llorar de improviso, y Pelora miró rápidamente por encima del hombro—. Oh, dioses —dijo, y el cansancio y la tensión rompieron su rígido autocontrol—. Temía esto. Ette sólo tiene diecisiete años, es una de nuestras novicias más jóvenes; pero teníamos que traerla. —Se habría girado y acudido corriendo junto a la chica que sollozaba, pero Karuth se lo impidió, guiada por su instinto y adiestramiento como médico, mezclado con la compasión y con la repentina y terrible convicción de saber qué había traído a aquellas mujeres al Castillo, cosa que borró todo signo de confusión de su mente.

—No pasa nada, hermana —le dijo a Pelora—. Yo me ocuparé de ella. —Alzó la voz y llamó a los mozos—. ¡Llevad esos caballos a los establos y procuradles el mejor cuidado! —Luego se dirigió al hombre que sostenía la linterna—. Ve a buscar a los mayordomos: quiero que se preparen habitaciones y comida caliente para nuestros visitantes, y criados que los ayuden a llevar el equipaje. Y necesitaré a Sanquar; dile que venga al dispensario.

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